La Paz y el Cambio Democrático (30 de septiembre de 2016)

Por: Marcelo Torres

Muchas han sido las objeciones al actual proceso de paz. Una de ellas, muy arraigada en la izquierda, es la que concibe la paz de manera prácticamente inseparable del cambio democrático. Según dicha manera de ver las cosas, las grandes reformas, las transformaciones de fondo, son inherentes al advenimiento de la paz y consustanciales a ella y por consiguiente, esta no sería verdadera sin aquellas. Pero no son pocos, ni menores, los yerros a que este enfoque puede conducirnos.

El balance de fuerzas, inclinado del lado del Estado, no de las Farc

Gustavo Petro, el líder de la más importante corriente democrática del país, −su más vigorosa carta para las presidenciales del 2018, y la más confiable− es aparentemente el principal exponente de este punto de vista. En efecto, Petro plantea que el país debe ir más allá de la desmovilización guerrillera puesto que “la verdadera pazva más allá de la refrendación de los acuerdos con las Farc”[1](subrayados nuestros), hacia “la construcción de unos mínimos para garantizar la convivencia social.” Según observa el ex alcalde de Bogotá, el actual proceso de paz adoleció de una omisión o ausencia fundamental: no se ventiló ni se negoció nada atinente al “cambio estructural”. Asegura Petro que el gobierno Santos lo hizo deliberadamente, al paso que las Farc, añade, no aprovecharon las negociaciones para plantearlo. En efecto,

“Tristemente el gobierno Santos –de manera premeditada– limitó las conversaciones a una especie de proceso técnico de desmovilización de las Farc, quitándole cualquier perspectiva de cambio estructural. Las Farc, que han decidido salir de la guerra, tampoco aprovecharon esta oportunidad para plantear una agenda transformadora del país” (subrayados nuestros).

Por consiguiente, concluye, la mayor falencia de un proceso de paz en tales condiciones reside en que

 “Esa restricción de objetivos políticos del proceso (la ausencia de 'perspectiva de cambio estructural') es la causa de su mayor debilidad: una enorme apatía entre la población, una paz que no habla del futuro y que no enamora” (subrayados nuestros).

Con la salvedad de que las dificultades que han enfrentado los acuerdos de La Habana no se originan principalmente en la ausencia de grandes cambios en ellos, es muy cierto que lo ideal o deseable sería instaurar juntas, de manera simultánea, la paz y la democracia, la paz acompañada de cambios económico-sociales de fondo. Pero ese feliz resultado no es siempre factible. Los recodos de la historia, turbulentos o de relativa estabilidad, deparan en ciertos casos la realización de una o la otra pero no de ambas a la vez. A veces, grandes transformaciones suceden antes que la paz[2]. En mejores ocasiones, luego de una guerra prolongada vino la paz y con ella mutaciones de alcance histórico[3]. En otros casos, y ese es el de Colombia, la paz puede lograrse sin que venga acompañada enseguida de los cambios estructurales. Es decir, si nos atenemos a la experiencia histórica, tenemos que la paz y la democracia junto con las profundas transformaciones son posibles, pero sobre su conjunción, alternancia o secuencia no hay nada escrito; lo único claro es que no siempre pueden conquistarse simultáneamente ni se logran necesariamente juntas. Todo depende de la marcha real de las cosas en cada país. Y en últimas, dependerá del balance efectivo de fuerzas entre los sectores aferrados al statu quo y los sectores progresivos.

Es verdad que las negociaciones de La Habana se concentraron en resolver la terminación del conflicto armado, garantizar la reincorporación de los alzados en armas a la vida civil, y reparar a las víctimas. Que, con excepción de los acuerdos particulares relativos al agro y a los cultivos ilícitos[4], esas negociaciones no ventilaron los problemas de fondo del país distintos a la violencia. Tampoco se adentraron en el cuestionamiento del modelo económico y social vigente, ni mucho menos en su reformulación y cambio.

Sin duda que ello obedeció a la premisa sobre la cual se desenvuelve toda negociación y con arreglo a la cual pueden preverse sus alcances: la correlación o balance de fuerzas preexistente a las tratativas y durante ellas. Tan crucial condición, que era favorable a las Farc en la Colombia de la segunda mitad de los años noventa, pasó, en el breve lapso de entre siglos, 1999-2002, a un reñido equilibrio; pero de ahí en adelante el balance se inclinó, cada vez más, del lado de las fuerzas del Estado y contra los insurgentes.

 El escalamiento del conflicto hacia la guerra de posiciones había marcado el ascenso de la iniciativa estratégica de la Farc entre 1996-1999; así lo mostraron los múltiples reveses sufridos por las fuerzas armadas del Estado colombiano a manos de las Farc, que desplazaron su acción de las pequeñas emboscadas a los ataques sobre grandes unidades del Ejército. Durante las cinco décadas del conflicto, este fue quizá el mejor momento de las Farc desde el punto de vista militar, al punto que, en junio de 1998, un analista del Pentágono expresaba: “Si Colombia continúa así, es posible que dentro de cinco años se precipite la crisis. Uno de los escenarios posibles es que la guerrilla se tome el poder...Otro escenario es que se fraccione oficialmente el país”[5] (subrayados nuestros). Es claro que esta apreciación, expresada antes de que se pusiera en marcha el Plan Colombia, de por sí anunciaba un incremento de la participación de Estados Unidos en el conflicto colombiano. Tales avances de las Farc parecieron coronarse con la obtención de una extensa zona de despeje o distensión[6] por la agrupación armada, resultante del nuevo proceso de negociaciones con la administración Pastrana. El apoyo inicial de Washington a las negociaciones de paz −expresado en el discurso del presidente Clinton en octubre de 1998[7] a lo que siguió, la reunión en Costa Rica, en diciembre del mismo año, de una delegación del gobierno norteamericano presidida por Phil Chicola, del Departamento de Estado, con representantes de las Farc, encabezados por Raúl Reyes−, pronto cambió. La muerte de tres indigenistas norteamericanos en Arauca, atribuida a las Farc, en febrero de 1999 y la ofensiva desatada por la agrupación guerrillera a mediados de ese año, se reflejaron en el declarado escepticismo norteamericano hacia las negociaciones adelantadas por el gobierno Pastrana y en la adopción de una nueva postura de endurecimiento militar de la administración Clinton[8]. Así que, en agosto de 1999, aterrizó en Bogotá una verdadera comisión imperial encabezada por Thomas Pickering, subsecretario de Estado norteamericano, flanqueado por dos subsecretarios más y un asesor del Consejo de Seguridad nacional, con un cometido muy preciso. Quedaba claro que, mientras el gobierno Pastrana persistía ilusamente en unas negociaciones que las Farc simplemente aprovechaban para intentar fortalecerse, y que se prolongarían durante año y medio más, Washington había decido contrarrestar esa eventualidad con el diseño y la organización de la mayor ofensiva militar jamás vista en el país. Y así lo hizo. La comisión del gobierno estadounidense redondeó durante su estadía en el país, entre julio-agosto de 1999, el llamado Plan Colombia, anunciado como una estrategia contra el narcotráfico pero claramente enfilado contra las Farc dentro de su definido blanco de ataque. A Colombia le aguardaban 15 años más de guerra.

Se archivó entonces el antiguo “Plan Colombia”, denominación de la parte del Plan de Desarrollo de la administración Pastrana dedicada a la “reconstrucción económica, social y ambiental de las zonas más afectadas por el conflicto” y, en su lugar, emergió lo que conoceríamos como su versión definitiva, cuando el gobierno de Estados Unidos lo presentó en septiembre del mismo año, no al país sino a la opinión pública y luego al Congreso norteamericano. Por el Congreso colombiano, en cambio, jamás pasó el Plan que afectaría la vida del país por más de una década[9]. El Plan Colombia −en el marco de la ejecución de la llamada Iniciativa Andina Contra las Drogas−, aprobado por el Congreso de Estados Unidos a instancias de la administración Clinton[10], aportó el factor de fondo para imprimirle un giro crucial al conflicto armado en Colombia. Aunque no se conocen cifras precisas, se sabe que también hubo aportes de la Unión Europea, en especial británicos, y por fuera de dichos recursos, del gobierno israelí. Aumento sin precedentes del presupuesto para la guerra[11], gran incremento del pie de fuerza, fortalecimiento del papel de la fuerza área y de los bombardeos −en especial con los helicópteros Black Hawk y el uso de los drones−, nuevas tecnologías de detección, entrenamiento y asesoría militar norteamericana, como la reorganización del Ejército y la labor de inteligencia, fueron todos cambios que permitieron, especialmente a partir de 2002, con el inicio del gobierno de Álvaro Uribe Vélez, empezar a transformar el balance militar en favor del Estado.

En el tramo de la guerra comprendido entre 2002 y 2011, que cubrió los dos gobiernos de Uribe y el comienzo del primero de Santos, las Farc soportaron los mayores golpes que le fueron asestados en el curso del conflicto armado. Tuvo lugar el desescalamiento de la confrontación; en las nuevas circunstancias, las Farc no pudieron seguir concentrando los contingentes que venían agrupando para atacar guarniciones o bases militares y en lugar de ello tuvieron que replegarse a lo profundo de la selva. Con el retorno a la guerra de guerrillas pudieron resistir la ofensiva pero los escalones superiores de sus filas se volvieron más y más vulnerables. Las severas limitaciones impuestas a sus comunicaciones restaron agilidad y alcance a sus movimientos y operaciones. El fallecimiento de Manuel Marulanda Vélez, “Tirofijo”, le privó de su más conocido liderazgo. Sufrieron bajas o capturas muy sensibles de sus mandos máximos: Simón Trinidad, Raúl Reyes, el “Negro Acacio”, El “Mono Jojoy”, y fue muerto incluso el comandante sucesor de “Tirofijo”, Alfonso Cano. Numerosos jefes de frente, encargados de finanzas o cuadros clave fueron igualmente dados de baja, capturados o desertaron. El rescate espectacular de Ingrid Betancur y de los norteamericanos en poder de las Farc, vino a poner de presente al gran público la profundidad de la ofensiva oficial. Para entonces, la perspectiva de acceder a punta de fusil al poder del Estado se había alejado considerablemente; la distancia de dicha meta se avistaba, si no remota, muy incierta e indefinida.

No extraña que los contactos con el gobierno de Santos en la vía de entablar negociaciones de paz se hubiesen iniciado ya desde la jefatura de Alfonso Cano. En las condiciones en que se había adentrado el conflicto, que colocó a las Farc como nunca bajo fuego por el despliegue bélico del imperio y la determinación del gobierno Uribe, sólo un apoyo generalizado del pueblo, apasionado, entusiasta, y dispuesto a los más grandes sacrificios, podría haber provisto el escudo frente a tal poder para que no sólo impidiese la aniquilación sino que fuese capaz de tornar gradualmente la defensiva en ofensiva estratégica. Pero, como es sabido, tan fundamental factor fue siempre el faltante decisivo. Con el agravante de que en los últimos tiempos las acciones de los legionarios de Casa Verde y del Caguán habían abierto tantas heridas, y suscitado tantos resentimientos y odios −y no siempre provenientes de las altas capas sociales− que terminaron no sólo por envolver su sigla en un halo de anatema y descrédito sino que facilitaron el ascenso al poder a su mortal enemigo.

Con este balance de fuerzas al cabo de la primera década del siglo XXI, las Farc no podían plantear cambios de fondo en la mesa de negociaciones, so pena de abortar estas. Ahora no se sentaban a la mesa de negociaciones tras una secuencia de victorias militares, sino después de años de duros reveses continuos. Es decir, no eran lo mismo las negociaciones de La Habana que las del Caguán; la negociación comenzada en 2012 no guardaba semejanza con la de 1999. En la agenda de negociación con el gobierno Pastrana las Farc lograron incluir el tema del modelo económico[12]; ahora, simplemente eso no era posible. Pese a ello, lo que se negoció en La Habana, la terminación de la confrontación armada, constituye un inmenso desbrozamiento de la ruta venidera para librar la lucha democrática en condiciones mucho mejores.

Tampoco había condiciones para otra papeleta

En la entrevista mencionada, Gustavo Petro no se limitó a cuestionar la falta de una “perspectiva de cambio estructural” en los acuerdos de La Habana; propuso, como salida a esa falencia, una iniciativa paralela, simultánea con el plebiscito: la introducción por los votantes en las urnas de una papeleta adicional, no vinculante, demandando una asamblea constituyente. Así lo consignó en su entrevista:

“Por eso invitaremos a introducir una papeleta voluntaria, no vinculante y similar a la séptima papeleta, para pedir una constituyente. Queremos que millones de papeletas aparezcan en las urnas para que el gobierno entienda que después de la desmovilización se necesitan cambios de la sociedad, y no solo de la guerrilla” (subrayados nuestros).

A pocos días del plebiscito, estaba claro que la iniciativa de Petro no cuajó. Lo cierto es que la propuesta de colocar una papeleta para una asamblea constituyente en las urnas del plebiscito habría implicado fijar como meta dos objetivos principales −en lugar de uno solo− en el mismo evento, lo cual aumentaba el riesgo sobre el buen suceso del principal propósito del plebiscito: refrendar la finalización de la contienda armada. Buena parte de las dificultades provenía, desde luego, de la desaprobación mayoritaria a las ejecutorias del gobierno Santos −que por reflejo podía extenderse contra la refrendación de los acuerdos de paz−, y de la repulsa de una porción considerable de la opinión pública a que los dirigentes de las Farc pudieran no tener penas de prisión, como a su participación en política, previsible en los acuerdos. El descontento contra el gobierno Santos tiene una explicación simple: su persistencia en el modelo neoliberal. La inquina contra las Farc obedecía a razones más complejas; evidenciaba que en buena parte de la población habían calado las mentiras y tergiversaciones del uribismo sobre las negociaciones de paz. Pero también, que la derechización de amplios sectores de las capas medias como consecuencia de los excesos y desafueros de las guerrillas y en particular de las Farc, especialmente los de finales de los noventa y comienzos del siglo XXI, tuvo alcances muy prolongados y persistentes. Las fluctuaciones de la opinión que alcanzaban a expresarse en las encuestas, no obstante las reservas sobre su confiabilidad, distaban asimismo de ser tranquilizadoras.

De haber planteado las Farc una constituyente como uno de los puntos de la agenda a negociar, como condición para la paz, tal iniciativa sólo habría complicado no sólo la firma de los acuerdos sino las mismas negociaciones, para no hablar del plebiscito. Si el contenido actual de los acuerdos de paz desató las iras del uribismo y el conjunto de la ultraderecha en las proporciones vistas y con la magnitud de las dificultades que ha enfrentado la campaña del Sí, puede imaginarse el tamaño de las mismas de saberse que la agenda de negociaciones incluiría la propuesta de convocatoria de una constituyente. Es prácticamente seguro que el gobierno Santos no habría aceptado incluir la propuesta de una constituyente −y enfatizado en que lo negociable era sólo lo que estuviera en la agenda acordada− con lo cual, lo más probable es que la firma de los acuerdos se hubiese postergado, acaso indefinidamente. Maliciosamente, Uribe se mostró de acuerdo con la convocatoria de una constituyente. Quizá calculando que ello significaría el aplazamiento indefinido de la firma de los acuerdos de paz. Sin perder de vista que una constituyente podría ser el medio para suprimir la prohibición constitucional de la reelección, un claro interés del promotor del No.

En tales condiciones, en un momento en que el margen de incertidumbre sobre el respaldo mayoritario a la paz, lejos de verse asegurado se veía oscurecido por los nubarrones de la controversia pública contra los acuerdos de La Habana, jalonada por el uribismo, la propuesta de agregar otra papeleta, la de la constituyente, aparecía realmente tan riesgosa como poco eficaz. El sentido común indicaba, por tanto, el máximo empeño y la mayor concentración de esfuerzos en la campaña por el SÍ.

Pasado el plebiscito refrendatorio, y partiendo de que se realice la expectativa que otorga la victoria al Sí, la convocatoria de una constituyente podría entrar entre las opciones a considerar por las fuerzas avanzadas del país con la mira de generar cambios democráticos profundos. Consideración que, como todas las opciones que pueden ventilarse para decidir un curso de acción, deberá sopesar pros y contras. Aunque, por supuesto, también cabe la posibilidad que la eventualidad de una constituyente como un hecho sobreviniente, y no propiamente como iniciativa de las fuerzas democráticas ante lo cual deberá tomarse posición. En cualquier caso, es claro que deberá examinarse cuidadosamente la fuerza con la cual acudiría la extrema derecha y demás segmentos del establecimiento colombiano, y por supuesto, los sectores democráticos.

La propuesta de Gustavo Petro sobre la constituyente parece originarse en una particular apreciación sobre los resultados de las negociaciones de paz por el M-19. Al indicar Petro que “...desde 1991 no teníamos un momento tan interesante para promover una transformación social que vaya más allá de un proceso técnico de desmovilización de una guerrilla,” y al establecer el contraste entre el actual proceso de paz surgido de las negociaciones de La Habana y aquel llevado a cabo por el M-19 a fines del siglo pasado, parece derivar de este un modelo o camino a seguir. Por eso, subraya que

“...este proceso [las negociaciones de La Habana] contrasta con el M-19, en donde lo menos importante fue cómo nos desmovilizamos, y lo relevante fueronlas consecuencias políticas de la desmovilización” (subrayados nuestros).

Es claro que “las consecuencias políticas de la desmovilización” del M-19 a que alude Petro, se refieren a la expedición de la Constitución del 91 por la Asamblea Constituyente convocada para el efecto. A menudo en sus intervenciones y declaraciones, Petro ha resaltado el carácter progresivo de la Carta Política vigente en Colombia y afirmado que buena parte de la lucha política nacional desde entonces se deriva de la oposición de los sectores más retrógrados a la aplicación de los preceptos de esta Constitución. Ya durante las presidenciales de 2010, observó que “Yo pienso que estamos en un momento de urgencia, que se desencadenan sobre la Constitución fuerzas que intentan derribarla”[13](subrayados nuestros). En esa línea, reivindicaba entonces que él formaba parte

“…de una izquierda colombiana que reivindicó el diálogo nacional desde 1982 como una salida a los problemas del país y que tuvo su primera aplicación práctica y real en la Constitución de 1991, hoy en peligro. Construimos el Polo como el partido de la Constitución, así lo definimos en su primera reunión…(…)…No sólo en la defensa de la Constitución, sino de su aplicación cabal dentro de una democracia pacífica, justa y moderna” (subrayados nuestros[14]

Aunque le señala importantes limitantes a la Carta del 91 al admitir que “la salud, la educación, la justicia y el territorio”, … “no fueron suficientemente analizadas en 1991”, Petro la exonera de todo papel legitimador o habilitante en la implantación del modelo económico-social del país al apreciar que

“La Constitución del 91 ha sido contrarreformadaen dos pilares sociales fundamentales: la educación y la salud, para privilegiar perspectivas neoliberales” (subrayados nuestros).

Una Constitución contradictoria, con prevalencia neoliberal

Lo primero a precisar es el carácter de la Constitución de 1991. La nueva Carta Política fue producto de dos hechos convergentes, 1) la necesidad de los gobiernos colombianos de entonces, el de Virgilio Barco y luego el de César Gaviria, de adecuar el funcionamiento del Estado y su normatividad a las exigencias del modelo económico en boga, el neoliberal, que por esas fechas se implantaba en Colombia y en toda América Latina, a instancias de Washington y del FMI; y 2) el acuerdo de paz a que se llegó en marzo de 1990 entre el gobierno Barco y el M-19, cuyo primer punto contemplaba la convocatoria de una asamblea constituyente. De modo que la necesidad del establecimiento colombiano confluyó con lo demandado por el grupo guerrillero y el producto de esta confluencia fue una nueva Constitución que vino a reemplazar la de 1886.

No es necesario aquí detenernos en las intrincadas circunstancias que llevaron a que la asamblea constituyente, que había sido convocada y elegida para reformar la vieja Constitución, procediera en lugar de ello a expedir una nueva. Lo que importa subrayar es el rasgo sobresaliente de la constitución del 91: plasmó una brusca y sustancial modificación del papel del Estado en la dirección de la economía, concretando un retroceso en ese terreno. Ese fue el efecto consumado al subordinarla en todos los aspectos económico-sociales al concepto de sostenibilidad fiscal, cuyo norte es suplantar la capacidad del manejo público sobre la poderosa herramienta que constituye el presupuesto en el desarrollo económico de cualquier nación y en la satisfacción de las necesidades sociales más apremiantes, en aras de garantizar la solvencia de pagos del país frente a acreedores e inversionistas foráneos[15]. Que ha sido el precepto neoliberal rector para el manejo de las finanzas públicas, durante lustros, del FMI, y de las “calificadoras de riesgo” de Wall Street. El artículo constitucional que esto establece remata con una magnífica frase: “En cualquier caso el gasto público social será prioritario”; sin embargo, es claro que se reduce a letra muerta cuando, como dice el mismo texto, “Dicho marco de sostenibilidad fiscal deberá fungir como instrumento para alcanzar de manera progresiva los objetivos del Estado Social de Derecho”[16]. El diablo cuidando ostias.

Y al eclipse de la dirección estatal de la economía le sucedió otro artículo, en la nueva Carta, que elevó el papel de la empresa privada a la condición de motor del desarrollo [17]. Como corolario del cambio de enfoque sobre el desarrollo económico, un aparte de otro artículo constitucional estableció orondo la subasta de las empresas del Estado justificada con el socorrido expediente de “la eficiencia”[18]. Una medida clave de la Constitución del 91 fue la alteración del carácter del viejo banco central y su metamorfosis en la entidad prescrita por el credo del libre mercado, el banco central autónomo, concebido para sustraer sustanciales funciones de soberanía nacional del manejo directo del gobierno central y depositarlas en un organismo “neutro” (¡?), y para restringir el financiamiento del Ejecutivo[19].

Sentadas tales premisas, la privatización de la salud y de la educación[20] adquirieron rango de preceptos constitucionales, y de tales artículos, y no porque la Carta haya sido “contrarreformada”, parte el empeoramiento posterior de los males de tan esenciales servicios sociales. Todas estas normas, que constituyen una suerte de espina dorsal económico-social de la Constitución del 91, le imprimieron un inconfundible sello regresivo a la misma.

La nueva Carta Política colombiana, como la generalidad de las del subcontinente latinoamericano, fue erigida en reemplazo de la anterior en un momento muy significativo de la situación mundial, el del despliegue planetario del modelo neoliberal y del derrumbamiento soviético. Añejos cánones fueron desde entonces desempolvados y prescritos para la economía y la vida social, como es bien sabido, en nombre de la democracia occidental y la libertad de mercado. El neoliberalismo, la respuesta ideológica y política imperial a la crisis de estancamiento que empezó a manifestarse en los Estados Unidos desde mediados de los años setenta, tras la finalización de la onda expansiva del capitalismo iniciada en los cuarenta, exigió a la periferia atrasada y pobre del orbe desde fines del decenio de los ochenta, la adecuación de su superestructura política ante el giro emprendido. El derrumbe soviético implicó un notable refuerzo en la misma dirección. El viento prevaleciente sobre el mundo, el pregón del apogeo de las virtudes del mercado, la iniciativa privada y el individualismo competitivo, decretaba el anacronismo del socialismo, el marxismo, y el papel del Estado en la economía, y todo esto parecía por siempre válido e irresistible. La orientación keynesiana que, en la fisonomía y las funciones básicas de los aparatos estatales de los países de América Latina, había perfilado un definido capitalismo de Estado y el gasto público expansivo como factor regulador del ciclo económico, fue remplazada por los postulados monetaristas de Friedman, acordes con los preceptos de la economía neoclásica. Tal fue el contexto mundial, no propiamente de avance de las fuerzas progresivas, en el cual se originó la Constitución del 91.

A la apreciación de Petro en octubre de 2009, cuando prevenía que “estamos en un momento de urgencia, que se desencadenan sobre la Constitución fuerzas que intentan derribarla”, le asistían buenas razones para la alerta lanzada al país. En efecto, los dos gobiernos sucesivos de Álvaro Uribe no podían percibirse más que como la mayor arremetida contra el Estado de derecho en Colombia de los tiempos recientes. Era natural tal aprehensión ante la campaña del candidato presidencial del uribismo, Juan Manuel Santos. Sin embargo, debería precisarse que lo estorboso de la Constitución para el gobierno Uribe no podían ser precisamente sus normas básicas de carácter económico, sino la parte que consagraba los derechos y garantías. Y cabe añadir que si bien la Constitución de 1991 proporcionó una nueva carta que, a pesar de su espinazo neoliberal, instituyó importantes avances en materia de derechos democráticos, a cuya aplicación ciertamente se oponen las fuerzas más reaccionarias del país, no sería objetivo atribuir a su existencia el surgimiento de los grupos paramilitares que tanta barbarie y desolación llevaron a extensas regiones. Tales agrupamientos surgieron una década antes de esa Constitución, en brutal respuesta a los excesos de las guerrillas y en asocio con el flagelo del narcotráfico.

Al M-19 y a otras fuerzas progresistas cabe reconocerles el aporte a esa Constitución correspondiente a la ampliación, jerarquización y mayor definición de los derechos democráticos; su defensa ha presidido no pocas de las batallas populares en lustros, y su utilización como bandera en la lucha democrática venidera resulta tan obligada como valiosa. Mas muy difícilmente podría asimilarse que de la Constitución del 91 reclamáramos “su aplicación cabal”, que las filas democráticas se proclamaran como “el partido de la Constitución”, y menos que esta pudiera ofrecer “una salida a los problemas del país”. En realidad, en la izquierda sigue pendiente un ajuste de cuentas ideológico con la Carta Política del 91. Que dé paso a una de las grandes tareas políticas de la lucha democrática: romperle a esa Constitución las vértebras neoliberales y privatizadoras y reemplazarlas, con otra constitución o por lo menos con otras normas básicas, que restituyan el papel del Estado en el desarrollo nacional y en la satisfacción de las grandes necesidades sociales. La Constitución de 1991 amplió y reforzó los derechos y garantías ciudadanas pero también suministró la base constitucional para la aplicación del modelo neoliberal en Colombia, amén de que implicó un retroceso en cuanto al papel del Estado en la economía y el bienestar social. No debe, por tanto, reivindicarse integralmente como una conquista democrática, sin tan sustanciales salvedades.

 ***

En suma, hoy el paso hacia una completa finalización de la contienda armada, hacia la paz, es grandioso: significará la configuración de un escenario de contienda política civilizada, incomparablemente más favorable que el del conflicto armado para la lucha por la democracia y por el completo cambio del país. Dado, empero, que el balance real de fuerzas no es aún propicio para que Colombia conquistara simultáneamente la paz, la democracia y las transformaciones más profundas. Por las cuales nos toca continuar en la brega.

Las presentes notas no implican propósito distinto a exponer nuestro punto de vista en la necesaria reflexión sobre la línea táctica de las fuerzas democráticas en Colombia. Hacemos votos porque esa elaboración, a través del fraterno debate, pueda ser colectiva y democrática, con vistas a resultados fructíferos.

30 de septiembre de 2016

Notas

[1] Entrevista a Gustavo Petro, www.semana.com, 27 agosto de 2016. Todas las referencias a Gustavo Petro en este artículo proceden de esta entrevista, salvo cuando se indica de modo explícito otra fuente.

[2] En Colombia, primero fue la proclamación de la gran reivindicación de la democracia, la independencia nacional, en 1810, adoptada resuelta o gradualmente por las provincias del Nuevo Reino de Granada, y fue después cuando sobrevino la Guerra de Independencia, y sólo al cabo de la misma y con su victoria, la paz. La Revolución de Octubre, en 1917, originó el gran cambio de la implantación del régimen socialista soviético en Rusia, pero la paz no se dio simultáneamente con ello: primero siguieron tres cruentos años de guerra civil, y la paz hubo de aguardar hasta el triunfo de las fuerzas revolucionarias bolcheviques.

[3] La victoria definitiva de las fuerzas revolucionarias de China en 1949, después de la guerra anti japonesa y luego de la guerra civil contra el Kuomintang, inauguró al tiempo un período de paz y de profundos cambios revolucionarios.

[4] Aunque este punto amerita análisis aparte, cabe decir que el fondo de tierras de la nación para los campesinos, la actualización del catastro rural, como el reemplazo de la fumigación aérea de los cultivos ilícitos por la erradicación manual, la sustitución de tales cultivos mediante programas oficiales, al igual que los proyectos productivos y de diversa índole para el campo colombiano contenidos en los acuerdos de La Habana, son muy positivos y que frente a los mismos procede es la vigilancia y la presión para su cumplimiento.

[5] Revista Cambio16, # 260, junio 8, 1998, pág. 18. En la misma entrevista, elanalista de la Oficina de Inteligencia Naval del Pentágono, James Zackrison, afirmó: “Los insurgentes cruzan la frontera con impunidad y causan problemas en otros países, como Venezuela, Brasil y Panamá....Si necesita apoyo internacional, Colombia tiene que pedirlo: recursos, organización, apoyo. Claro que la opción siempre queda de pedir una invasión, pero tendría que ser una situación absolutamente crítica. Lo único claro es que no podemos perder a Colombia”. Cfr. Ídem, pág. 18.

[6] Esta Zona de Distensión se creó en noviembre de 1998 y entró en vigencia en enero de 1999. Comprendió una extensión de 42.000 kilómetros cuadrados y estuvo conformada por los municipios de La Uribe, MesetasLa Macarena y Vista Hermosa en el departamento del Meta, y por San Vicente del Caguán en el departamento del Caquetá. La zona de distensión fue suprimida por el gobierno Pastrana el 21 de febrero de 2002.

[7] “El presidente Pastrana tiene la voluntad, el coraje, y el apoyo del pueblo para construir la paz. Le doy la bienvenida a sus esfuerzos de abrir las puertas del dialogo con los grupos insurgentes. Estamos listos para brindarle nuestro apoyo,” aseguró el Presidente Clinton durante la visita de Pastrana a Washington, el 28 de octubre del 1998. Cfr.: Vaicius, Ingrid,El Plan Colombia:
El Debate en los Estados Unidos”, International Policy Report, agosto de 2000, págs. 8 y 9.

[8] “Hasta que el Gobierno Colombiano no asegure una presencia en las áreas donde se cultiva coca, los cultivos de esta seguirán creciendo y el movimiento guerrillero se continuará fortaleciendo...El gobierno colombiano sigue atado a un proceso de paz débil. Las negociaciones que estaban programadas para comenzar el 7 de julio fueron postergadas por la guerrilla ya que el 3 de julio lanzaron una gran ofensiva a través del país, demostrando una vez más que no existe un verdadero compromiso de establecer una paz duradera. (subrayados nuestros)” Así apreció la situación, el 13 de julio de 1999, Barry McCaffrey, el zar antidrogas de la Casa Blanca. Más tarde, el 15 de febrero del 2000 el general Charles Wilhelm, Comandante y Jefe del Comando Sur norteamericano, más categórico, expresaría: “Aunque comparto la opinión que la solución a los problemas internos colombianos se encuentra en la negociación, estoy plenamente convencido de que la victoria en el terreno de guerra sentaría un precedente y esto es una precondición para llegar a una negociación significativa y productiva (subrayados nuestros)”. Finalmente, el 2 de mayo del 2000, con el Plan Colombia ya en marcha en el Congreso norteamericano, el mismo Clinton advirtió: "No nos podemos quedar cruzados de brazos y dejar que una democracia elegida por el pueblo (…)… ,sea debilitada y aplastada por aquellos que literalmente están dispuestos a desgarrar el país para así poder llevar a cabo su propia agenda.” Cfr.: Vaicius, Ingrid, ob.cit, pág. 9.

En una nota aparecida en agosto de 1998, en The Washington Post, Robert Novak reveló que tanto el zar antidrogas Barry Mc Caffrey y el director de la DEA, Constantine, expresaron a Pastrana su “escepticismo de negociar desde una posición de debilidad”, expresando su preocupación porque la desmilitarización de áreas cultivadas de coca debilite la lucha antidrogas. Mc Caffrey opinó que la destrucción de la base de Miraflores “era una bofetada en la cara del nuevo presidente…” Cfr. El Espectador, agosto 14 de 1998.

[9] Como se reveló en su momento, circularon dos versiones del Plan Colombia: una, la presentada el 20 de octubre de 1999 en el Congreso norteamericano, en la sesión 106 del Comité de Relaciones Exteriores del Senado por los senadores Dewin, Grassley y Coverdell, el proyecto de ley S 1758, y otra, la que se difundió por el gobierno colombiano en el extranjero, suavizando el fuerte componente militar del mismo y pretendiendo poner su acento en los aspectos “sociales” y de defensa de los derechos humanos.

[10] En enero de 2000, en la sustentación de la administración Clinton ante el Congreso norteamericano sobre el nuevo plan de asistencia militar a Colombia se reveló que se trataba de un programa con un costo de US$ 7.500 millones, de los cuales US$3.500 millones debían proveerse con ayuda extranjera. De esa suma, Estados Unidos aportaría US$954 millones para el año fiscal de 2000, hasta completar US$1.600 millones en los dos años siguientes. Colombia tuvo que sufragar el grueso del costo total del esfuerzo de guerra; con el apoyo de Estados Unidos, el FMI ya había aprobado US$2.700 millones para ello, respaldo norteamericano extendido también a la solicitud de préstamos colombianos por US$3.000 millones al Banco Mundial y al BID. Entre 2001 a 2006, el presidente George W. Bush comprometió otros 3.400 millones de dólares. Para el año fiscal 2008 propuso otros 590 millones de dólares adicionales en la solicitud del presupuesto del para financiar la siguiente fase del Plan Colombia. El Congreso norteamericano autorizó en 2010 para el siguiente año fiscal 464 millones de dólares. Para 2009 se informó que entre 2000-2009 el gobierno colombiano había recibido más de 6000 millones de dólares de asistencia militar. Cfr.: “Últimas puntadas a acuerdo militar con Estados Unidos”, www.semana.com, 12 de agosto de 2009.

[11] Una idea de la magnitud del modo como se disparó el gasto de guerra lo dan estas cifras: un poco más de 122.338,9 millones de dólares de 2014, el 78, 24% del gasto total del Estado en el conflicto entre 1964-2016, que ascendió a 156.363, 74 millones de dólares de 2014, se concentró entre 1999-2016, tramo que cubre apenas la tercera parte de los 52 años de la confrontación, lo que muestra la elevación de la intensidad de la guerra en este último período. Algo similar se verifica respecto a la ayuda militar norteamericana suministrada entre 1964-2016: del total de la misma, 8.729,13 millones de dólares corrientes, el 78% de esa cifra se concentró también entre 1999-2016. Cfr.: Otero Prada Diego, “Gastos de guerra en Colombia”, Indepaz-Uniciencia, Bucaramanga, primera edición, agosto de 2016, págs. 60 y 78.

[12] “Antes de que se rompiera el proceso de paz entre Andrés Pastrana y las Farc en el Caguán, se había llegado a una agenda de 12 puntos. Varios eran parecidos a los de La Habana. Pero había uno que marcaba una diferencia transcendental entre los dos. El punto número 5.1 de la agenda del Caguán era la “revisión del modelo económico”. Cfr.: “Una diferencia”, revista Semana, edición #1795, 25 de septiembre al 2 de octubre de 2016, pág. 15.

[13] “Queremos un bloque que evite la dictadura”, www.eltiempo.com , 13 de octubre de 2009.

[14] Ídem.

[15] En efecto, así lo consagró el artículo 334: “La dirección general de la economía estará a cargo del Estado. Este intervendrá, por mandato de la ley, en la explotación de los recursos naturales, en el uso del suelo, en la producción, distribución, utilización y consumo de los bienes, y en los servicios públicos y privados, para racionalizar la economía con el fin de conseguir en el plano nacional y territorial, en un marco de sostenibilidad fiscal, el mejoramiento de la calidad de vida de los habitantes, la distribución equitativa de las oportunidades y los beneficios del desarrollo y la preservación de un ambiente sano.”

[16] Artículo 334 de la Constitución de 1991. Y fue con base en este artículo constitucional que en 2011, mediante el Acto Legislativo 3 se aprobó acentuar todavía más esta regresiva norma contra el pueblo, neutralizando incluso sentencias judiciales. Dice la reforma introducida entonces: “El Procurador General de la Nación o uno de los Ministros del Gobierno, una vez proferida la sentencia por cualquiera de las máximas corporaciones judiciales, podrán solicitar la apertura de un Incidente de Impacto Fiscal, cuyo trámite será obligatorio. Se oirán las explicaciones de los proponentes sobre las consecuencias de la sentencia en las finanzas públicas, así como el plan concreto para su cumplimiento y se decidirá si procede modular, modificar o diferir los efectos de la misma, con el objeto de evitar alteraciones serias de la sostenibilidad fiscal. En ningún caso se afectará el núcleo esencial de los derechos fundamentales.” La última frase no pasa de ser un verdadero chiste.

[17] “La empresa, como base del desarrollo, tiene una función social que implica obligaciones.” Así reza, con una elocuencia de manifiesto, el artículo 333 de la Constitución del 91.

[18] Dice el aparte correspondiente del nefasto artículo 336: “El Gobierno enajenará o liquidará las empresas monopolísticas del Estado y otorgará a terceros el desarrollo de su actividad cuando no cumplan los requisitos de eficiencia, en los términos que determine la ley (subrayados nuestros).”

[19] Al nuevo Banco central autónomo, al convertirlo en “la autoridad monetaria, cambiaria y crediticia del Estado”, al tenor del artículo 371 le fueron atribuidas esenciales funciones de soberanía nacional como “regular la moneda, los cambios internacionales y el crédito”; “emitir la moneda legal”; y “administrar las reservas internacionales”, al igual que el artículo 361 le asigna recursos clave del Estado y sus rendimientos como el Fondo de Ahorro y Estabilización (que percibe nada menos que el 30% anual de los ingresos del Sistema Nacional de Regalías). El artículo 373 estableció la rígida restricción del Banco central al financiamiento del gobierno, al tiempo que prohibió al Congreso su injerencia en la materia, así: “Las operaciones de financiamiento a favor del Estado requerirán la aprobación unánime de la junta directiva, a menos que se trate de operaciones de mercado abierto. El legislador, en ningún caso, podrá ordenar cupos de crédito a favor del Estado o de los particulares.”

[20] Dice el artículo 49: “Corresponde al Estado organizar, dirigir y reglamentar la prestación de servicios de salud a los habitantes y de saneamiento ambiental conforme a los principios de eficiencia, universalidad y solidaridad. También, establecer las políticas para la prestación de servicios de salud por entidades privadas, y ejercer su vigilancia y control (subrayados nuestros)”. He aquí la base constitucional de la privatización de la salud pública en Colombia, la verdadera raíz de la tragedia social que afronta el pueblo en este vital servicio. Y el artículo 68, “Los particulares podrán fundar establecimientos educativos. La ley establecerá las condiciones para su creación y gestión (subrayados nuestros).” La educación privada en Colombia data de mucho tiempo atrás; bastaba con la autorización legal establecida, no hacía falta darle rango constitucional. 

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