Rumbo cero. Bitácora de un embarque (fragmento)
Rumbo cero, bitácora de un embarque, es un testimonio novelado de la llamada “época de la marimba” situada en las décadas de los años 70 y 80 del siglo pasado, etapa que dejó profundas huellas y cuyas secuelas todavía repercuten en el discurrir cotidiano de la sociedad colombiana. Sobre el tema existen numerosos registros documentales, pero su incidencia en el ámbito de la literatura de ficción ―donde el acontecer de los pueblos graba los hechos de la historia en la memoria colectiva de manera perenne― todavía ofrece un campo virgen para los escritores, testigos de excepción de la vida. Esta novela es esencialmente un relato de viaje, modalidad narrativa que fue considerada en el pasado un género menor, pero que llegó a adquirir unas dimensiones estéticas de alto temple con los aportes de Kipling, Stevenson y Conrad. Sin la pretensión de emularlos, mi obra usará la aventura, en este caso las crudas contingencias de un viaje a través del mar, para conducir al lector en una exploración de las paradojas de la condición humana y de las contradicciones sociales. La vida es más deslumbrante y maravillosa que la más desenfrenada ficción. Mantener el interés del lector de manera amena sin alardes retóricos y sin vanos artificios, apoyado exclusivamente en la narración vívida y objetiva de los avatares de la navegación, será la esencia de mi propuesta estética.
Por Jorge Arturo Villarreal Echeona
Periodista, escritor, pintor, investigador social. Premio Nacional de Cuento (Colombia, 1972); Premio de periodismo (México, 1990). Militante del PTC desde 1975.
La tempestad
El día tercero transcurrió raso y la única novedad consistió en la aparición de cayos que cada tanto obligaban a variar el rumbo para evadirlos en busca del canal navegable. El Mar Caribe, que en un principio me dio la impresión de un océano gloriosamente terso, profundo y sin límites, se revelaba como una charca llana pero imprevisible y sembrada de profundidades inesperadas y accidentes ocultos. Sin ninguna vocación didáctica, el capitán no se apuraba en explicarme los misterios de la navegación, que yo iba descubriendo en silencio con una acuciosa avidez, que pronto se hizo evidente a los ojos de mis compañeros, quienes no tardaron en bautizarme con el remoquete irónico de Magallanes. En realidad era una venganza estimulada por la envidia que les inspiraba el hecho de haberme convertido en un interlocutor de confianza del capitán,
―La tempestad no demora ―me dijo al caer la tarde.
Yo no lo tomé en serio, pero su afirmación me inquietó, porque esa noche me tocaba el turno en el timón.
―No se ve ninguna señal… ¿cómo sabe que tendremos una tempestad? ―le pregunté.
―Eres un preguntón sin remedio. Puedo olerlo, hombre ―me dijo con cierto fastidio.
―Y a qué huele la tempestad ―insistí sarcástico. El me aclaró el asunto con una ilustración ambigua.
―A pólvora, profesor, lo mismo que las guerras de la mujer. No en vano llevo 30 años durmiendo en la misma cama con mi mayor enemigo y aguantando sus petardos.
El capitán estaba en el timón, y maniobraba con la delicadeza y sabiduría de un camionero que conoce a fondo los baches de una vieja carretera y los achaques de su carruaje. El mar había perdido su pesada untuosidad y una brisa alevosa erizaba las aguas con olas pequeñas y airosas que sacudían la embarcación con rápida intermitencia. La noche conservaba aún el tenue resplandor característico del mar abierto, que aún sin luces en el cielo permite visualizar todo en la líquida llanura. Pero un cúmulo de nubarrones oscuros cerraba el horizonte y avanzaba hacia nosotros sin remisión. Comenzaron a estallar centellas y percibí de manera nítida un olor a chamusquina, sin saber a ciencia cierta si era real o si el olfato me traicionaba influido por el relato de mi azaroso contertulio.
―Agarra la cabrilla, ahora te toca a ti aprender ―me dijo de pronto, cediéndome el puesto, y llevándose consigo el curtido pellón de lana que cubría el fardo de marihuana prensada que servía de asiento al piloto y que iba protegido por un envoltorio de plástico negro.
En cuestión de minutos quedé enchumbado por la ventisca. Me concentré en mantener la aguja de la brújula en el punto para no perder el rumbo. No había quedado nadie sobre la cubierta, ni siquiera el vigía de proa. Embargado por una rabia interior, pensé que no era posible concebir irresponsabilidad más grande. Que apareciera de pronto frente a nosotros o nos embistiera por un costado otra nave, no era una posibilidad que pudiera descartarse, sobre todo si se tiene en cuenta que navegábamos sin luces en el mástil ni en ninguna otra parte. La violencia de la mareta era tan fuerte, que por momentos parecía que el mástil se acostaba hasta azotar la superficie.
En tres días de navegación había aprendido unas cuantas cosas que me resultarían muy útiles en aquel momento de apremio, como saber mantener el rumbo, tarea endiabladamente difícil con el embate cruzado de las olas. Había que dejar que el mar golpeara el barco por un costado, y luego por el lado contrario, sin amilanarse y sin hacer resistencia, para luego enfilar la quilla resueltamente contra la ola que pegaba de frente para romperla y de esa manera la nave salía airosa momentáneamente y avanzaba un trecho, a la espera de los siguientes bofetones oceánicos.
Me despreocupé del riesgo de un choque. Parecía inverosímil que surgiera de pronto en medio de las tinieblas un buque fantasma para embestirnos, estando precisamente en aquel trance. Además, ninguna embarcación viajaba tan veloz que no hubiera tiempo de advertir su aparición. Nosotros nos movíamos a la velocidad de unos seis nudos por hora, lo que significaba que demoraríamos por lo menos cinco minutos para tropezar con un objeto que apareciera 800 metros delante de nosotros. Así que bastaba con virar la proa cada tanto para otear el horizonte y asegurarme de que no había nada a la vista. Tranquilizado por esas previsiones mi corazón, que al principio galopaba más frenético que el mar, comenzó a reconciliarse con la tormenta. Incluso llegué a disfrutarla. Y me sonreí solo, recordando la metáfora del capitán, que la comparaba con las guerras de la mujer, y le di la razón y comprendí la sabiduría rústica pero vital de su espíritu. Saber que dormía plácida y despreocupadamente a pesar de la batahola marina que abatía su barco, cuyo mando había dejado en las manos de un principiante, me hizo pensar que ningún misterio del mar podía ser más profundo que el enigma del corazón de los hombres.
Aposentado en mi papel exitoso de piloto emergente, disfruté la media hora siguiente de la tempestad sin abandonar el parapeto de madera de la popa improvisado por los carpinteros guajiros, donde atendía ya con dominio propio el servicio del timón, mientras la cálida lluvia y las olas me azotaban amablemente, como si quisieran seducirme con su inofensiva y constante fiereza. El firmamento dejó algunos boquetes al descubierto, por donde se colaban los lampos de la luna, que se agazapaba en algún punto indeterminado del oriente. Pensé feliz que lo peor había quedado atrás, pero estaba equivocado. La claridad que me brindaba ahora la noche me permitió advertir a menos de una milla de distancia, un cambio inusual de las aguas que, formando grandes óvalos de superficie erizada pero tranquila, evidenciaban la presencia de cayos frente a nosotros, en tal profusión, que no parecía quedar un resquicio por donde pudiéramos pasar. El sentido común me aconsejaba llamar al capitán, pero no lo hice. ¿Y si yo estaba equivocado? ¿Quién aguantaría su cólera por interrumpir su sueño? Preferí dejarme llevar por la temeridad. Me acordé del ecosonda; si lo ponía a funcionar podría salir de las dudas. Sin embargo, nadie lo había encendido hasta ese momento, y por mucho que lo intenté, yo tampoco pude hacerlo. El maquinista, a quien le apodaban La mugre, con el cual había hecho migas y que era el único que iba despierto, pero se mantenía siempre oculto en su guarida ruidosa a salvo de contingencias comprometedoras, me sintió curucuteando en el camarote buscando el manual de instrucciones, y se me apareció de pronto como un ángel providencial del inframundo, la tez negra por el trasiego con el aceite del motor. “Yo lo tengo”, me dijo con una voz nerviosa pero emocionada, como si me anunciara un regalo del cielo. Y lo era. Con mis escasos rudimentos del inglés, pude desentrañar el funcionamiento del aparato con el auxilio del manual. El ecosonda comenzó a mostrar en su pantalla iluminada el perfil del fondo, a la manera de un electrocardiograma marítimo. La aguja iba dibujando crestas cada vez más agudas y empinadas que apuntaban hacia la superficie como las estalagmitas de una caverna. Repentinamente una de las crestas mostró su ápice, a escasas dos brazas del casco. El maquinista abrió los ojos desmesuradamente y exclamó espantado:
―Magallanes, nos fuimos para la puta mierda, llama al capitán.
Yo no tenía suficiente experiencia para juzgar la situación, pero era obvio que habíamos llegado a un punto límite. Nos encontrábamos a poco menos de 100 metros de la intrincada red de cayos. El ecosonda dibujaba ya puntas de roca a menos de una braza bajo el casco. Era como navegar sobre un piélago de acerados cuchillos. Para rematar, sentimos que una corriente invisible nos arrastraba con fuerza hacia la trampa. No lo dudé más y llamé a grandes voces al capitán, que apareció iracundo:
―¡Qué diablos ocurre, nomejoñe!
―Roncador y Quitasueño ―le dije.
―¡Cómo! ―Bramó― ¿Te metiste a capitán?
―La tempestad ya pasó, pero vamos entrando a los cayos ―le expliqué con torpe pero breve precisión. El capitán me dirigió una mirada asesina. Y me habría matado allí mismo de verdad, si no hubiera sido porque en ese momento un crujido terrible estremeció la embarcación, como si un colmillo gigantesco hubiera hendido el casco por debajo. Entonces el capitán salió corriendo hacia la proa y comprobó por sí mismo lo que estaba ocurriendo. Agarrado del pescante puntero de la borda, comenzó a darme instrucciones con gritos destemplados:
―¡Agárrate fuerte y vira de una hacia la izquierda!
Me dieron ganas de mentarle la madre y de gritarle que viniera él a salvar su puto barco de la desgracia, pero en lugar de eso lo obedecí y le di vueltas al timón con todas las fuerzas de mi alma ya demente en aquella vorágine, y viramos con tal violencia, que todos los tripulantes, que se hallaban ya despiertos, rodaron por la cubierta como grandes peces muertos. Unas cuantas maniobras más, que dieron fe de la veteranía del comandante de la nave y del arrojo inesperado de su improvisado piloto, fueron suficientes para alejarnos del peligro, y sobrevino la calma.
―Prepara tinto para todos ―me pidió el capitán, que ordenó a su segundo que tomara el mando. Preparé el café y, en señal de una humildad que me salvaba de los muy humanos rencores, le fui llevando a cada uno su pocillo de café. Mis compañeros lo recibían con el silencio respetuoso con que los feligreses reciben la comunión. Antes de volverse al camarote, el capitán dijo:
―No me vuelvan a joder más, todos me la están debiendo, mañana van a saber quién soy yo. Magallanes queda a cargo.
Al día siguiente el capitán me saludó muy jovial: “Qué dice el gran timonel”. No había el más mínimo rastro azaroso en su semblante. Yo tampoco hice ninguna alusión a los avatares de la noche. Compartimos el habitual café negro sumidos en el silencio de la cerúlea inmensidad, con la mente tan limpia como el mismo mar, cuya tersa superficie no parecía guardar ningún mal recuerdo de la tormenta ni de su glorioso y trágico pasado, como no fuera el que pintaba el ecosonda en su rastreo del fondo. Desfilaban los perfiles de las naves sumergidas a lo largo de los siglos en las abisales aguas desde los tiempos de la Conquista, tal como desfilan por los sueños las historias de los hombres, dejando tan sólo una evanescente y fugaz estela.
―Todavía no has vivido una tormenta de verdad ―me dijo El Monje, que me ayudaba en la preparación del desayuno sin que yo se lo hubiese pedido y sin que fuese menester. Para no contrariarlo atendí su solicitud de preparar un flaco menú consistente en un huevo frito, un bollo cocido de harina de maíz y agua de panela hervida. Aunque nadie sabía a ciencia cierta cuál era su misión, ni la naturaleza de su relación con el dueño del embarque, por el sólo hecho de haber llegado en su compañía el día antes del zarpe él era una autoridad en el viaje, refrendada además, por las cosas que decía y las potestades que él mismo se abrogaba con arrogancia en sus aburridoras monsergas.
“Esta carguita que llevamos no es nada. Cargamento el que le puse yo hace cinco años a La Negra Oneida. Entonces el Caribe era de respeto, no por las tempestades, sino por el azote de los piratas, que en cualquier momento podían abordar un barco cincuenta veces más grande que éste, pasar a cuchillo a toda la tripulación y quedarse con la feria. Pero con El tigre de los siete mares nunca nos ha pasado nada, es un barco invisible, aquí donde tú lo ves, un gallo jugado, conocedor de todos los vericuetos del mar, a prueba de traiciones y de naufragios, el consentido del patrón”.
Hablaba con gran parsimonia y pompa, presumiendo de acreditado conocedor de la epopeya marimbera. Era la primera vez que yo escuchaba el nombre de nuestro bote, cuya apariencia no correspondía con las grandezas que coloreaba su apologista. Era en realidad un bote pequeño, de chato perfil, un camaronero cubano de ferrocemento de 9 metros de eslora y cuatro y medio de manga, cuyo único detalle bizarro era un alto y fornido mástil de hierro, desde el cual podía otearse el horizonte mucho más allá de las 5 millas que permite normalmente la curvatura de la tierra desde una cubierta baja. La mejor descripción de la nave la había dado el patrón, un cubano con atildada estampa de mesero de casinos y unos rasgos faciales cuya inocencia era traicionada únicamente por los ojos diminutos y despiertos de los bribones. En una de las pocas veces que hablamos, mientras los carpinteros guajiros construían el adefesio de madera de la popa, me dijo, muy guasón:
―Vas sobre seguro, a esta bolita de piedra no la hunde ni un cañonazo de Francis Drake.