El fin de la contienda armada o las ventajas de la paz (20 de septiembre de 2016)

Por: Marcelo Torres

En los días que corren, nunca será excesiva la insistencia en la importancia del plebiscito refrendatorio. Esta gran trascendencia le viene precisamente de que permitirá a los colombianos escoger, a voto limpio, entre la terminación de la violencia y su prolongación indefinida. Ciertamente que esta decisión la tomará el país en medio de un ambiente caldeado al límite, en el cual sobresalen dos interrogantes clave: ¿qué importancia real tiene la finalización de la contienda armada?, y ¿cuáles son las ventajas de la paz?  De la respuesta acertada a cuestiones tan medulares, y de su comunicación eficaz al gran público, una vez más hay que reiterar, dependerá el éxito que tenga la campaña del Sí.

La violencia, obstáculo mayor a la democratización

Guerra y paz, como anverso y reverso de la problemática nacional, su cara positiva o negativa, son las opciones de hecho ofrecidas al país por las fuerzas políticamente enfrentadas en el plebiscito. En la pugna, corresponde a la corriente en pro de la paz recalcar el abismal contraste entre una y otra y el interés común y superior de la especie humana en que la bandera blanca permanezca izada. Tantos han sido el daño y las convulsiones ocasionados por el desenvolvimiento de la violencia política en el país que, a no dudarlo, Colombia se rezagó de la saludable oleada, que generó gobiernos democráticos en varios países latinoamericanos, la de los Vientos del Sur, a causa principalmente de los regresivos efectos del cruento enfrentamiento.

Teniendo en cuenta que en el desarrollo de la mayor perturbación del país durante más de medio siglo, la confrontación armada interna, las Farc han tenido un peso enorme, hay que hacerle ver a millones de compatriotas, a los más escépticos, a los partidarios del No, que la dejación de las armas por esta agrupación guerrillera, la más antigua y numerosa, nos acercará extraordinariamente a la terminación definitiva y total de la contienda bélica.

El conflicto armado, equiparable a una gran tragedia nacional, fuente de la más grave alteración de la tranquilidad pública, ha acarreado una descomunal cantidad de muertes y lesionados  ─no sólo en combate sino con actos terroristas, masacres y hechos de la peor barbarie─,  generado una exorbitante cifra de gasto público y privado de guerra , destruido insensatamente segmentos esenciales de la infraestructura nacional, y contribuido sin parar al deterioro  del medio ambiente. Se constituyó, hace tiempo, en el más temible flagelo de la vida nacional, gravitando como un peso muerto sobre su desarrollo económico.  Hace lustros, este ha sido nuestro mensaje a los colombianos. Con mayor fuerza, hoy, venimos reiterándolo de modo claro y simple en vísperas del plebiscito, insistiendo en que  se trata de superar  el mayor obstáculo de la democratización colombiana: la utilización de la violencia como un instrumento permanente de la lucha política para dirimir conflictos y asegurar el predominio político y territorial.

Cesará la espantosa sangría y se reparará a las víctimas

Luego, la superación de media centuria de violencia, constituirá un gran paso adelante y reviste en sí misma un gran valor democrático. Se manifestará en lo que pueden llamarse las ventajas de la paz. Enunciemos algunas de las principales y examinemos su contenido.

El cese definitivo  del conflicto armado, implica que en adelante este no cobrará más víctimas. El derramamiento de sangre que así se evitará al país en el futuro inmediato, traducible en las vidas que se preservarían, tiene un valor inapreciable. De hecho, el mismo proceso de negociaciones de La Habana, aún desde antes de que se hubiese culminado, y no obstante los momentos provocados por difíciles incidentes, generó una apreciable disminución de bajas y muertes  ocasionadas por los choques armados  y por fuera de ellos.

Otro efecto positivo de los acuerdos de La Habana será el relativo a las víctimas, asunto neurálgico e inseparable del conflicto armado. Las Farc admitieron frente a colombianos afectados por sus acciones ─durante impactantes comparecencias─, que habían provocado daños entre la población civil y les reconocieron su condición de  víctimas. Tanto las familias, como allegados y sobrevivientes de quienes perdieron su vida y en muchos casos sus bienes, recibirán una reparación al igual que quienes sufrieron algún grado de afectación en su integridad personal o condiciones de vida.  Sus victimarios, responsables de crímenes de guerra y de lesa humanidad, en procesos ante una jurisdicción  especial de paz, tendrán que revelar la verdad sobre los mismos y la justicia transicional aplicará el régimen de restricción de libertades acordado sobre la base de la satisfacción de este requisito, o, en caso de incumplimiento del mismo, aplicará penas hasta de veinte años. Tanto el Estado como quienes cometieron tales delitos, se comprometen, respectivamente,  a no permitir o a no incurrir en la repetición de tales crímenes. La terminación de la violencia no sólo abrirá la grandiosa oportunidad para restañar las heridas abiertas en las filas del pueblo y entre los contendientes, sino que servirá también para allanar el camino a unos acuerdos similares con el Eln. 

Debe entenderse, empero, que tanto la flexibilización que implica la justicia transicional para todos los contendientes, como las ventajas iniciales en materia de representación política dadas a las Farc, constituyeron concesiones otorgadas para hacer factibles los acuerdos que expresan la necesidad superior del país, el logro de la paz después de más de cinco décadas de violencia. Se apoyan en y reflejan experiencias similares de acuerdos de paz derivados de guerras y conflictos civiles de otras latitudes del mundo, particularmente el de Suráfrica, donde sustanciales concesiones de parte y parte fueron necesarias para conjurar el riesgo de guerra civil total y la disolución misma del país como nación. También emplearon los instrumentos universales forjados con sentido democrático, desde el Derecho Internacional Humanitario y los Convenios acordados en Ginebra como resultado inmediato de la II Guerra mundial, pasando por los posteriores y más recientes de la misma estirpe, hasta la Corte Penal Internacional. Aunque a menudo, Estados Unidos, como superpotencia unipolar, y en ocasiones sus aliados que los secundan en las frecuentes guerras de agresión dejen de lado tales  tratados y normas ─o no participen de ellos─, tales instrumentos siguen constituyendo valiosas herramientas utilizables, máxime cuando una conjugación de circunstancias diversas  ha permitido alinear temporalmente los intereses de los amos del mundo con los acuerdos de La Habana.           

La paz potenciará la lucha democrática

Por el solo hecho del cese de la violencia, surgirá la posibilidad real de que los ingentes recursos públicos y privados dedicados a la confrontación armada, como los que se evitará que fueran  destruidos por ella, puedan ser reorientados para invertirse en gasto social y desarrollo económico. Desde luego, es seguro que tal perspectiva, dada la orientación prevaleciente del gasto público, no sea la escogida en definitiva. Pero siempre será más favorable al debate público una situación en que la confrontación haya cesado o sea reducida a su mínima expresión, para reorientar hacia fines sociales y productivos, los recursos hasta ahora destinados a la guerra,  en comparación con aquella  que hemos vivido durante todo este tiempo. 

La terminación de la confrontación armada permitiría que la violencia, largamente  utilizada en escala generalizada como medio para dirimir conflictos y asegurar el dominio político y territorial, fuera reemplazada por otros medios no violentos, es decir, que se civilice la contienda política. Junto con la dejación de armas por las Farc, este fue otro de los acuerdos capitales acordados en La Habana. Las Farc también reconocieron el monopolio del Estado sobre el uso de las armas, y la Constitución vigente como fuente de las reglas políticas y sociales del país.  Debe asimilarse que para lograrlo era necesario acordar también la reincorporación de los alzados en armas de las Farc a la vida civil, con los derechos propios de la participación en política. Frente al Estado, tenemos que pugnar porque esta lógica consecuencia de la paz no conlleve en modo alguno inequidad o exclusión de los sectores de izquierda no armados y la observancia de la igualdad de todos los partidos y particulares ante la ley.

El cese de  la violencia política posibilitaría que la lucha por la democracia pudiera darse en condiciones sustancialmente mejores: empleando las herramientas de la democracia que están en la Constitución y en las leyes, sin exponer a quienes lo hicieran a las brutales represalias del atentado personal, las desapariciones, el desplazamiento forzado, la tortura, y las amenazas contra la integridad física o familiar, como ocurriera innumerables veces a los largo del conflicto. Incluso, dando por sentado que en el llamado postconflicto la democracia colombiana, en consonancia con el modelo neoliberal, continuará recortada y en la práctica favoreciendo privilegios plutocráticos y elitistas, aún así, la supresión  generalizada de la política de los medios violentos, representaría un gran avance en Colombia en cuanto daría a la lucha democrática mayor amplitud y efectividad.  Esta lucha se concreta, digámoslo una vez más, en las mil batallas, cotidianas y estratégicas, por los derechos democráticos en su conjunto, cual insustituibles herramientas por defender y elevar el nivel de vida de la masa del pueblo, y por construir y apuntalar peldaños hacia un gobierno genuinamente democrático.

Desde la Constitución de 1821, inspirados por la revolución francesa pero profundizados, incrementados  y enriquecidos por los movimientos sociales progresivos de países del mundo entero, y principalmente por las grandes revoluciones del siglo XX, como recientemente por las realizaciones de los gobiernos de los Vientos del Sur, los derechos democráticos constituyen bandera y programa  de las mayorías trabajadoras de Colombia.  Postulan  conquistas  tales como  los  derechos a la vida, la salud y la educación, a un medio ambiente sano, a la protesta pacífica, al sufragio, a elegir y ser elegido, a la plena igualdad de las mujeres y los hombres, a la libre escogencia de preferencias sexuales, al respeto, preservación y desarrollo cultural de las minorías étnicas, al igual que a las  libertades de expresión, de reunión, de movilización, como a los derechos laborales de asociación, huelga, convención colectiva, estabilidad laboral, y trabajo decente y a viejas pero básicas garantías como la inviolabilidad del domicilio, la presunción de inocencia, la de ser juzgado por jueces independientes, la irretroactividad de la ley penal y muchas otras. E incluyen también preceptos universales similares a las “sencillas reglas de la moral entre las personas”, sobre la vida y las relaciones entre las naciones: los de la libre autodeterminación de las naciones, no intervención y no injerencia en los asuntos internos de otras naciones, ayuda mutua y beneficio recíproco, y varias más. Sin duda que sin el uso de las armas en el telón de fondo de la política colombiana, nuestra lucha por la democracia se tornará potente, y más fructífera.

Ganará el debate público y la izquierda descartará indefensables prácticas

En la Colombia de la confrontación armada, la crítica y el cuestionamiento a los más visibles actores políticos ─por más objetividad y rigor analítico con que se plantearan─ ha sido un ejercicio peligroso. Cruentas represalias, provenientes del paramilitarismo o de la insurgencia guerrillera, fueron no pocas  veces la inapelable respuesta. Ni la sátira genial de un humorista como Garzón fue eximida de la implacable sentencia de la extrema derecha. Pero liberado el país de semejante escenario, el debate público podría librarse en un contexto mucho más propicio; no sólo para que pueda darse sino para que, libre de temores y cortapisas, la expresión de partidos y ciudadanos fluya sin tapujos y pueda llegar al fondo de los asuntos. También la izquierda se beneficiaría grandemente de este nuevo clima. Podría ventilar sus diferencias, su táctica, sin el viejo y aún vigente riesgo para sus voceros, de convertirse por ello en víctimas del execrable método de la eliminación física del adversario ideológico y político, infortunadamente convertido en usanza por los alzados en armas, tanto frente a otras organizaciones como dentro de sus propias filas.

El PTC, que desde su nacimiento ha descartado el uso de las armas en las condiciones reinantes en Colombia, ha padecido, como varias otras colectividades y sectores, atentados y asesinatos de numerosos militantes suyos, valiosos cuadros ─mujeres y hombres─,  a manos no sólo de paramilitares sino de grupos de alzados en armas y específicamente de las Farc.  Y todo, en este último caso, por el simple hecho de plantear que la línea insurreccional armada no corresponde a la situación del país y que los secuestros, la extorsión y los actos terroristas, como las acciones contra la población civil, no son compatibles con los métodos ni con los fines de la revolución. Concluidos los acuerdos de La Habana, celebramos que abran la puerta a una etapa distinta, en la cual la izquierda desheche la sórdida tradición de zanjar las diferencias con descargas de fusilería y la reemplace por el método de resolverlas mediante conclusiones fundamentadas en la experiencia y en la ciencia.       

La lucha armada no era la vía

En ese sentido, tanto la iniciativa del gobierno Santos de comenzar y llevar a su fin las negociaciones de La Habana, como la decisión de las Farc de dejar la lucha armada para reincorporarse a la vida civil y hacer política en el marco institucional vigente, deben reconocerse como una gran contribución para librar al país del mayor obstáculo a su proceso de democratización y desarrollo. La misma decisión de la agrupación guerrillera también permite extraer con el rotundo peso de las cinco décadas y más de conflicto a cuestas, la conclusión de que no era posible llegar al poder en Colombia por la vía armada, porque nunca cuajaron las condiciones para que el pueblo apoyara ese camino de confrontación y lo hiciera suyo. Dentro de ese estado de cosas, el balance militar de fuerzas no pudo trocarse en favorable para los insurgentes que, de un período transitorio de ascenso pasaron a recibir repetidos y sustanciales reveses y hubieron de replegarse, retornar a la defensiva estratégica y sopesar la opción de negociar. La inminencia del asalto al poder del Estado se tornó distante, indefinida y muy incierta. En tal contexto, los mandos de las Farc hicieron lo mejor que podían, para ellos y para el país: adelantar, con buen suceso, una negociación que les posibilitara positivas condiciones para su reincorporación a la vida civil.

El PTC, durante un lapso casi tan largo como el de la duración del conflicto armado Farc- Estado, sostuvo que concluido el tramo de guerra civil de la Violencia liberal-conservadora no habían vuelto a reunirse las condiciones imprescindibles que hiciesen brotar entre el pueblo el incandescente estado de ánimo preciso para abrazar como propia la insurrección armada y convertirla en una genuina sublevación popular. Lejos de la absurda negación de la existencia de la guerra, vociferada por el uribismo, precisó que la variedad de guerra irregular que asoló al país, enfrentaba, de un lado, a agrupaciones armadas insurrectas contra el Estado, y de otro, al poder establecido y a organizaciones paramilitares con el concurso de segmentos del engranaje estatal contra las guerrillas. Y que, mientras la ferocidad de la contienda, la barbarie y la degradación que desató impusieron inenarrables sufrimientos a la población, especialmente en las zonas rurales, el pueblo nuca fue protagonista o sujeto activo de la misma sino su víctima.

La vinculación al movimiento obrero, la necesidad de persistir en la lucha política, y la firme actitud de negarse a secundar insurrecciones desligadas del sentir general, han  sido los rasgos más destacados y permanentes de la táctica general del PTC. Se deben a su fundador e inspirador, Francisco Mosquera. La elocuencia de los hechos, patente  en el desenlace del proceso de la nación de los últimos cincuenta y tantos años, ya le dieron la razón. A su hora, llegarán los verdaderos balances históricos del turbulento período y la valoración y el reconocimiento a sus tesis y a su línea. Entretanto, perseveramos en su espíritu de clase y en sus enseñanzas.

Fuerzas democráticas, con opción de gobierno

Otra gran ventaja que sobrevendrá como consecuencia del cese de la violencia,  reside en que las posibilidades de que la lucha política democrática y progresista influya a más amplios sectores, no se verán más disminuidas por el falaz anatema que, bajo la orientación del uribismo, fue adoptado por parte considerable de las capas medias del país, lanzándolo contra todos los líderes de izquierda al señalarnos sin fundamento como promotores de violencia, terroristas, secuestradores y extorsionistas. Suprimidos estos flagelos de la lucha política colombiana, tendrá que disiparse el terrible inri al desaparecer las premisas, reales y ficticias, que lo han alimentado. Entonces, la influencia de las fuerzas democráticas se ensanchará, y con ello sus opciones de constituirse en gobierno.

20 de septiembre de 2016

Compartir