¿Por qué quiebran países ricos?
Una de las discusiones más olvidadas y, aun así, más importantes en la ciencia económica moderna: la diferencia entre crecimiento económico y desarrollo económico.
Por Andrés Arellano Báez
Jack Ma, célebre fundador de Alibaba, durante un encuentro en Davos del Foro Económico Mundial, trazaba con sus palabras el camino a recorrer por China en el futuro. Acorde a su creencia, se puede entender el desafío de su nación con una metáfora: un Estado tiene idéntico ciclo de crecimiento al de un humano: en sus años de juventud necesita expandirse físicamente: incrementar estatura, complexión, su exterior; pero al llegar la adultez, en su interior radica el objetivo: su intelecto, su espíritu. A un grupo de resabiados empresarios, académicos y científicos sociales, el afamado emprendedor explicaba, con las palabras de un profesor dirigiéndose a unos recién ingresados estudiantes, una de las discusiones más olvidadas y, aun así, más importantes en la ciencia económica moderna: la diferencia entre crecimiento económico y desarrollo económico.
Recordar la disyuntiva es de vital importancia en un mundo enfrentado a la reconstrucción de su sociedad global después de sufrir la pandemia del Covid-19. Y parece válido el uso de algunas figuras para entender la dicotomía: una propia de esta coyuntura indicaría que el crecimiento económico creó la actual pandemia, mientras el desarrollo económico la hubiera evitado; hay otra, numérica: el crecimiento halla en el Producto Interno Bruto su indicador predilecto; mientras que el desarrollo, aunque oficialmente no ha escogido su insignia preferida, pareciera encontrar en el Índice de Desarrollo Humano la más acorde a lo que desea expresar.
La diferencia entre crecimiento económico y desarrollo económico es, además, la base de la discusión entre el neoliberalismo y el progresismo. El primero es el funcionamiento del aparato productivo nacional por encima de cualquier consideración. Para su contradictor intelectual lo deseado es el bienestar y el buen vivir, incluso al coste de frenar futuros ingresos monetarios. En el mundo neoliberal el dinero es el fin último de todo y en su consecución nada debe interponerse. La adquisición de éste valida cualquier coste, pues, con poseerlo, promulgan ellos, los daños causados por el proceso productivo se podrán reparar o compensar. El progresismo se opone a tal filosofía promoviendo la búsqueda de un crecimiento económico dirigido hacia el bienestar, entendiendo la necesidad del cuidado integral del ser humano y el impacto de su actividad.
Destruir una reserva forestal por un proyecto urbanístico puede llegar a ser un enorme negocio: se valorizaría la tierra, los inmuebles construidos generarían ingresos ingentes, los impuestos a recaudar serían excelentes para el fisco. Un progresista consideraría el impacto ambiental de la construcción y la conveniencia de una nueva mole de cemento sobre miles de personas en un espacio vital para la infraestructura ambiental, con sus consecuencias en el agua, el aire y su afectación sobre la vida humana. Si el análisis efectuado demuestra un alto costo para la salud humana y ambiental, un progresista jamás daría luz verde a tal desarrollo. Un neoliberal, después de observar las cifras de ingresos proyectados, no realizaría ningún estudio de impacto ambiental o salud. El ejemplo desata una conclusión: el primero propugna por el crecimiento económico, el que puede ser positivo o negativo (algo ratificado en el Informe Sarkozy realizado por Joseph Stiglitz y Amartya Sen para el expresidente francés); mientras su contraparte promueve un crecimiento exclusivamente positivo.
La clasificación de los tipos de aumento del producto nacional devela una realidad: se puede crecer, hacia el abismo, la depresión, la debacle. Crear la ilusión de riqueza mientras se está empobreciendo. Un país dotado de gran cantidad de selvas puede exportar millones de dólares en madera deforestando sus bosques hasta la aniquilación total. Destruida toda su jungla, finiquitados los ingresos por ventas al extranjero, llega al apocalipsis. Un concepto permite aclarar todo: el crecimiento empobrecedor. Rafael Correa, el expresidente de Ecuador, lo debatía en demasía con sus opositores y lo explicaba a sus interlocutores constantemente. Alejar a su país de esa senda, la recorrida históricamente por su Estado, es la razón más palpable y explicativa del éxito de su gobierno. Sirve aquí otra metáfora como instrumento explicativo: dos hijos reciben una herencia igualitaria, uno de ellos decide invertir su capital en educación, en salud y, sobre todo, en mantener un ahorro a futuro; el otro gasta el capital en obtención de autos de lujo, ropa de diseñador exclusiva, cenas en restaurantes con precios ilógicos.
Para una mirada no involucrada, el segundo hijo es un millonario a la vez que su hermano no deja de ser un pobre y miserable huérfano. La realidad es más compleja, aunque no por eso, totalmente obvia: a futuro, el segundo no tendrá nada, mientras el primero de los hermanos habrá creado una base para ser más productivo y acrecentar su riqueza en tiempos venideros. Los países funcionan bajo esa misma lógica: los recursos recibidos, naturales y capital humano, son su herencia; cómo los manejan produce desarrollo o estallidos sociales y revoluciones demandando cambios de gobierno. Un crecimiento empobrecedor es saquear, finiquitar, derrochar los recursos a usufructuar por la nación evitando alcanzar estados de civilización más avanzados, extinguiendo sus medios de intercambio por el placer efímero de bienes suntuosos e innecesarios.
Los estadounidenses han sabido siempre conceptualizar los hechos de la vida. Una frase característica de ellos sirve para demostrar cuál es el problema acá tratando de ser definido. La sentencia es:follow the money (sigue el dinero). En un programa local en Bogotá, (Colombia es uno de los mejores ejemplos de crecimiento empobrecedor), un analista político, no económico, comentaba su satisfacción al vivir en una situación nacional en la que los consumidores, gracias a los diferentes tratados de libre comercio, accedían a bienes de consumo a más bajo costo, producto de la magia de las importaciones. Ignora él que, al comprar un suéter tejido allende a las fronteras nacionales, más económico (por citar su ejemplo), un porcentaje de ese dinero abandona su economía para cancelar la cuenta del productor de esa prenda. Al entender que la compra de un café, un auto, una cerveza, del extranjero, se traduce en un porcentaje del dinero fugándose del país en dirección a las cuentas de los productores internacionales, es fácil entender el fenómeno del crecimiento empobrecedor. En cada consumo hecho, se está desvalijando la economía nacional. ¿Cómo se paga esas prendas compradas? Con las divisas adquiridas por el Estado a través de, básicamente, tres mecanismos: ventas al extranjero, inversión extranjera, deuda externa.
Las cifras son engañosas. El PIB indica que se está mejor. Las ventas en los locales han aumentado. Los emprendedores han contratado más personal y el empleo crece. Hasta que la debacle arrasa con todo. En términos simples, las barras de las divisas en los gráficos comienzan a achiquitarse. En época de globalización, los países que no son Estados Unidos, miden el éxito suyo y de otros por la cantidad de monedas internacionales obtenidas o faltantes. Entre más de ellas posea, más sólida es su economía, más exitoso su aparato productivo… América Latina es un gran ejemplo de una región en gran parte perdedora con la globalización, a día de hoy. El subcontinente ha ingresado billones de dólares con la bonanza de las materias primas y, ese capital, como si del segundo hijo se tratara, se ha intercambiado por bienes de lujo, retornando el flujo hacia sus países de origen. La bonanza ha concluido, ergo, llegó una sequía de monedas fuertes y las ya conseguidas siguen abandonando la economía a través de importaciones. Ese consumo, en muchos sentidos, impide la inversión, como si del primer hijo se tratara, para crear una nación realmente productiva: una educada y saludable. En Colombia, por citar un ejemplo, después de más de una década con precios del petróleo históricamente altos, la salud y educación pública sufren de déficits crónicos, mientras en las demacradas calles se divisan autos para los gustos más exquisitos.
La compra de bienes al extranjero en un país, superior a la venta de ellos en el mercado mundial, produce un déficit comercial, un faltante de divisas. Se paga más de lo que se cobra. Para solventar el faltante, se ha acudido a la inversión extranjera como el gran rubro de salvación insertando divisas, un argumento posible de usar solo si se contrae del análisis dos elementos profundamente relevantes, los dos por demás obvios: primero, si alguien invierte mil en un país, espera sacar de ese país más de mil hacía su lugar de origen; y dos, la cantidad de capitales buscando donde asentarse es limitada, no puede durar para siempre y, por ende, en algún momento el mecanismo cesa de servir como fuente de dinero. El ejercicio concluye en un escenario sin nuevos montos de divisas mudándose al país, los emprendimientos realizados recuperando su inversión y las repatriaciones de utilidades volviéndose mayores a las capitalizaciones.
Atraer dinero de diferentes latitudes contrae un agravante y es la carrera hacia abajo a la que se enfrentan los países para convencer a los poseedores de ahorros de disponer sus millones y dejarlos en los territorios. En Colombia se le bautizó al fenómeno como la “confianza inversionista”: un marco regulatorio absolutamente laxo a los capitales extranjeros en lo referente a sus obligaciones tributarias nacionales. Con estatutos demasiado favorables, el saqueamiento de la economía nacional es más profunda. Una línea de pensamiento analítico lo hace claro: los capitales entran al país, del país salen por el consumo de los nacionales, por las utilidades repatriadas y por el no cobro en impuestos a las corporaciones internacionales por el derecho a actuar en una economía nacional.
La compresión del contexto de la era vivida es obligatorio: un país insertado en la globalización está forzado a vender más de lo que compra, de lo contrario, contraerá un déficit comercial creciente, un faltante de divisas, sólo posible de solventar a través de inversión extranjera, cuyo objetivo primordial es sacar más dinero del llevado. ¿A qué futuro inevitable lleva tal insostenible situación? La verdadera, mala y terrible noticia llega ahí. Cuando ese flujo se detiene, las divisas comienzan a faltar y los países recurren a la deuda externa. Las acreencias internacionales tienen dos problemas: uno, es muy costosa, se termina pagando ella hasta el infinito; y dos, aunque sus cobros sí son eternos, la cantidad de ella para cada país es finita.
Así como aconteció en Argentina, la banca internacional al notar la incapacidad de un país para producir los dólares suficientes para honrar sus acreencias, detiene sus préstamos abruptamente, estableciendo todas las condiciones para la entrada de la debacle máxima. En el mundo globalizado de hoy, interconectado, la falta de divisas lleva a las crisis de deuda y al cierre de todo posible financiamiento, dada la creencia de que el Banco Central está impedido para imprimir moneda. Y es ahí donde un país con alta tasa de crecimiento, como las habidas en España, Argentina, Grecia, Irlanda, Islandia antes de estallar en mil pedazos sus sociedades, entran en una crisis de deuda, en una depresión profunda, a pesar de venir presentando números positivos en su economía, según el PIB. El miedo a futuro proviene de una obviedad: la compraventa de bienes y servicios en el mercado mundial contrae dos posibles escenarios, superávit o déficit. Por cada país con un superávit, hay otro con déficit, de forma que, a nivel global, siempre habrá un gobierno encaminado hacia el estallido social producto de la llegada de una crisis económica.
Las divisas son, en arriesgada comparación, el efectivo de una nación. En qué lo gasta determina en gran parte su futuro: un consumo local puede significar la adquisición de bienes más costosos, en algo de peor calidad, pero también, la creación de empleo nacional. Importar no requiere de gran mano de obra; crear algo, sí. Consumir productos extranjeros significa financiar emprendedores allende a las fronteras, quienes contratan mano de obra en su territorio. El mundo laboral está hoy en debacle en Occidente porque el trabajo se ha mudado a China. Según los neoliberales, no habría porque sentir preocupación: millones de empleos habrían de emerger gracias a la especialización y reorganización de la economía planetaria. Esa parte de su promesa está por cumplirse aún, después de haber vivido cuarenta años bajo el reinado de sus ideas.
Jack Ma y su país comprendieron todo: China, en una carrera sin miramientos por el máximo crecimiento económico envenenó a sus ciudadanos con gases contaminantes, consecuencia del uso de carbón como combustible de sus portentosas fábricas. Pero así como las divisas inundaron el país, igualmente lo hizo el smog en los pulmones de sus ciudadanos. Un solo dato es suficiente para ilustrar el costo asumido: en Pekín se diagnosticaron niños de ocho años con cáncer de pulmón. Un precio a pagar insoportable que clarifica a cabalidad qué es el neoliberalismo y cómo desata un crecimiento empobrecedor. El Partido Comunista ha dictaminado una nueva etapa para su nación, una centrada en la búsqueda de un crecimiento más positivo del mercado interno, en la calidad de vida de sus nacionales, respetando el ambiente… La esperanza es la de una nueva era progresista histórica y ejemplificante para el planeta entero y así evitar la quiebra de la futura economía más rica.
Incluimos del mismo autor, Andrés Arellano Báez, de Otra República, quien analiza un artículo del profesor Pascual Amézquita y, basado en él, concluye que Colombia está en una situación de finanzas públicas preocupante, incluso, realmente quebrado.