30 años del Consenso de Washington. Leña para el fuego
Por Edmundo Zárate
Economista, profesor universitario e investigador
En lo que parece una coincidencia, en la semana anterior a la caída del Muro de Berlín en noviembre de 1989, se llevó a cabo la reunión que delinearía lo que se vino a conocer como el Consenso de Washington.
Antecedentes
América Latina tuvo su mayor desarrollo en la historia en los años posteriores a la II Guerra Mundial, aproximadamente entre 1950 y 1973. La tasas de crecimiento de la economía y de la industria en particular alcanzaron cotas que nunca antes ni después se han vuelto a tocar. Fue, desde otra perspectiva, un período de oro para las burguesías nacionales latinoamericanas que vieron ensanchar sus patrimonios y ganancias a costa de explotar el mercado nacional, es decir, a costa de la población arruinada. Mientras tanto el capital gringo engordaba saqueando los recursos naturales y prestando a estos países.
1973 marcó un brusco giro por la primera crisis petrolera, que se tradujo en el alza del precio del producto (con el impacto negativo en el sector industrial), cuyas ganancias empezaron a ser atesoradas por los grandes bancos del planeta y a la vuelta de pocos años se convirtieron en una masa desproporcionada de dólares prestados a los países atrasados.
El neoliberalismo, que estuvo en hibernación durante casi medio siglo, aprovechó estas circunstancias para lanzarse al ruedo, y Friedman, uno de sus teóricos en la Escuela de Chicago, escogió a Chile como conejillo de indias, para ese momento en manos del recién llegado Pinochet. Era, hasta donde la información histórica permite constatarlo, el primer país del mundo en el que se imponía el modelo neoliberal sin ningún tipo de restricción ni miramiento con las víctimas, aprovechando el fascismo impuesto por Pinochet.
En los años siguientes se expandiría el experimento de los “Chicago boys” a todos los países del Cono Sur, coincidiendo con sangrientos golpes de Estado en esos países. Pero fue tan estruendoso el fracaso del modelo, que sus promotores solo reconocieron la paternidad en Chile, pero nunca en el resto de los países. El desastre recibió una denominación benévola: La década perdida. Y los supuestos buenos resultados chilenos en ese tramo quedan hoy al descubierto como una gran estafa urdida por economistas y periodistas neoliberales.
Finalmente, en el último tramo de los años 1980, el debilitamiento y derrota del socialimperialismo soviético que tuvo su clímax en la caída del Muro de Berlín, permitiría a los monopolios gringos expandir el modelo neoliberal a todos los países atrasados del orbe, pues en medio de los escombros de la destrucción de las economías latinoamericanas del Cono Sur latinoamericano siempre hubo un ganador, el capital financiero gringo, que absorbió ingentes cantidades de dólares vía el endeudamiento de los países de la región. Había que imponer el negocio en todo el planeta.
Consenso sin consenso
El Consenso de Washington es una especie de extorsión de alto nivel: Los países que siguieran el recetario recibirían dinero de tres entidades radicadas en Washington, el FMI, el Banco Mundial y el banco central gringo. Es decir, según explicaba Williamson, promotor de la reunión de noviembre de 1989, había consenso entre las tres entidades de Washington en que le prestarían dólares a los países que aplicaran las reformas.
El menú tiene diez grandes políticas, cuya síntesis es esta: a) Achicar el papel económico del Estado a su mínima proporción, lo que implicó un golpe de muerte a la industria; b) Abrirle la puerta a los monopolios gringos, es decir, apertura económica, como se llamó en Colombia; c) Privatizar las empresas del Estado y d) Abaratar los costos laborales, la flexibilización laboral, o sea empobrecer aún más a la población.
Con la notoria excepción de algunos países asiáticos que se conocerían como los Dragones, por la impresionante velocidad de desarrollo que tuvieron hacia finales del siglo, en toda América Latina y muchos países atrasados aparecieron los Gaviria, los Fijumori, o los Menem que cumplieron a pie juntillas el recetario entre 1990 y finales de siglo.
Pero en esos diez años arruinaron aún más a estos países. Ya no solo fueron víctimas otra vez los obreros y campesinos, sino que ahora los productores nacionales fueron arrasados. Sus empresas, que habían sido el emblema de una clase durante casi un siglo, quebraron, como fue el caso en Colombia de Coltejer. Y las pocas que subsistieron cayeron en manos de capitalistas mundiales, como, por ejemplo, Bavaria o Avianca.
El saqueo hizo que la década de 1990 fuera de grandes luchas, acalladas a sangre y fuego como ocurrió en Argentina, en Perú o en Venezuela. Pero Hugo Chávez fue marcando el paso de lo que sería la siguiente etapa en varios países de la región. Promediando la década dio un golpe de Estado, fallido, fue detenido y purgó cárcel. Pero, una vez libre, aprovechando la legalidad burguesa se presentó como candidato presidencial y arrasó.
Fue una vía alterna que abrió para llevar al gobierno a un sector dispuesto a pelear contra las políticas de Estados Unidos, es decir, contra el Consenso de Washington.
Marx afirmó en medio de las luchas de 1850 que la legalidad burguesa mata a la burguesía. Y en efecto, eso ocurrió en América Latina. Durante la primera década y media del siglo XXI en la región se instaló, mediante el voto popular, una docena de gobiernos a nombre de la defensa de los intereses de los más pobres. Sus políticas fueron ante todo dirigidas a mejorar las paupérrimas condiciones de vida de las grandes masas urbanas y rurales, usando la riqueza producida por los recursos naturales que fueron nacionalizados (es decir, se les pagó a los monopolios internacionales un precio, no hubo grandes expropiaciones).
Debido a que en general los negocios de los magnates mundiales no van bien (la productividad está casi estancada a lo largo de este siglo, no obstante los grandes avances técnicos), no coincide con los intereses del capital un gobierno que se le ocurra repartir cualquier moneda a los pobres. Hay que bajarlo.
La legalidad los mató y empezaron a desdibujar esa legalidad para enfrentar a los recién llegados. Dos primeras víctimas fueron el presidente Lugo de Paraguay y Zelaya de Honduras, pero no pararon ahí sino que siguieron con líderes más simbólicos de la región como Lula y Correa, y a los más bravos, a los venezolanos, les tendieron un ignominioso embargo.
En reemplazo de los tumbados llegó una cáfila de neoliberales de turbio pasado y presente, cuyo sostén en medio de sus fechorías viejas y nuevas es el peor de los servilismos al gobierno gringo: Temer y Bolsonaro en Brasil, Macri en Argentina, Kuczynski (uno de los coautores del Consenso de Washington) en Perú.
La acrecentada voracidad y putrefacción del neoliberalismo ocasionó que en los últimos cinco años haya hecho tantos o peores estragos de los vividos al inicio del Consenso, lo que está llevado a una sublevación en toda la región. Pero se le suma que la década de gobiernos de resistencia en los doce países crearon, unos más que otros, un empoderamiento de la pobrería en torno a sus derechos y en relación con su capacidad de lucha, factor que no estuvo presente ni por atisbo en el siglo pasado.
Colombia y México, entre las economías grandes, fueron los únicos que no tuvieron un respiro de resistencia desde el gobierno contra los monopolios a lo largo de todo el Consenso. Pero el recién posesionado AMLO en México cambió una larga historia de dictadura civil antipopular, de la cual se puede esperar mucho como ya quedó demostrado con el solidario trato dado a Evo Morales.