A Duque le explotó en las manos la bomba social

Edición #77
22 de mayo de 2021

Es evidente que la decisión más funesta que puede tomar el Presidente es instaurar la dictadura encubierta por medio de declarar el estado de Conmoción Interior para legislar por decreto y generalizar la represión militar. Es lo que le aconsejan desde el Centro Democrático, su partido, y, cómo no, desde el partido tradicional de los grandes terratenientes, el Partido Conservador. Incluso, los alfiles parlamentarios de Uribe están dedicados a convocar a los empresarios a ejercer la censura económica contra los medios informativos y a confrontar a los manifestantes, a quienes tildan de “terroristas”. Al mismo tiempo les piden a esos grupos con poder económico presionar al Gobierno para que cierre la puerta al diálogo y emplee la fuerza para disolver la protesta. Su justificación del despotismo y la violencia represiva es que se trata de “legítima defensa” y no un ataque abierto contra los derechos constitucionales a la libertad de expresión y la protesta social.

Por Arturo Cancino C.

Analista

No hay ninguna conspiración de izquierda para tumbar el gobierno de Duque. Es quimérico el intento de la ultraderecha de persuadir de ello a la sociedad colombiana. Y muy pobre su estratagema de, a falta de evidencia alguna, repetir las tesis descabelladas de un embaucador neonazi y culpar al gobierno de Venezuela, o presentar a Petro como el portentoso creador de la protesta popular. Las acusaciones del expresidente Uribe no son más que una insidiosa cortina de humo. Las cifras del Dane explican por sí solas el origen del malestar social: más de 42% de pobres, 21 millones de colombianos, y un desempleo de cerca del 20% en las ciudades principales del país. Dos millones y medio de personas expulsadas en el último año de la clase media hacia la pobreza y otro 30% de la población catalogada como vulnerable, es decir, amenazada con caer en ella. La mayoría de la juventud padece una devastadora privación de oportunidades y no ve ningún futuro. Pero el mayor agravante es la indolencia del Gobierno frente a estos problemas y su defensa inocultable de los privilegios de unos pocos, además de su incapacidad de liderar una gestión eficaz para afrontar la crisis sanitaria provocada por el covid 19. Colombia figura desde hace meses como uno de los países con peor manejo de la pandemia.

Van tres años de negar y tratar de ignorar la profunda crisis social acumulada, ahora acentuada por la catástrofe sanitaria que empezó en 2020. Dos reformas tributarias y una política económica consagrada a favorecer a los grandes capitales, desfinanciar el Estado, ignorar el desempleo, liquidar la clase media, aumentar la pobreza y ahondar la brecha de la desigualdad social. Un manejo errático de la emergencia sanitaria, caracterizado por la reacción tardía, el autobombo, el sectarismo con sus críticos y la vacunación retardada, además de la ineficacia y mezquindad de sus auxilios sociales, al tiempo con el despilfarro ofensivo de los recursos públicos por el Presidente y sus cercanos colaboradores.

Tres años dedicado a sabotear el Acuerdo de Paz y a la JEP, subordinado por completo a la meta máxima de la agenda uribista: ocultar la verdad y asegurar la impunidad de su caudillo. 75% de su periodo presidencial dedicado a repartir entre sus amigos personales y los protegidos de su jefe político los altos cargos del Estado, a descalificar a las Cortes y a infiltrar a los organismos de control con sus partidarios incondicionales, todo con el mismo fin. Una descomposición acelerada de la situación de derechos humanos en los territorios debido a la tolerancia del Gobierno con el genocidio contra líderes sociales y excombatientes y su negativa a poner en práctica la reforma rural integral pactada en el Acuerdo de Paz. Sin hablar del respaldo a militares acusados de graves violaciones a los derechos humanos y de la persecución ilegal a periodistas y ciudadanos críticos perfilados como enemigos. Ni del abuso que implica haber supeditado la política internacional del país a las preferencias políticas del uribismo, empujarnos a un enfrentamiento bélico con Venezuela y agredir al campesinado –víctima mayor de la desprotección social– con la fracasada guerra antidrogas y la amenaza de fumigaciones.

Lo anterior y muchos otros desatinos, que rebosaron la copa con la tercera Reforma Tributaria retirada tras varios días de protesta social, le están pasando ahora la cuenta de cobro al gobierno de Duque. Con el paro nacional actual, a las exigencias presentadas hace un año por el Comité Nacional del Paro sobre la renta básica, la defensa de la producción nacional y el respeto a los derechos fundamentales a la educación, la salud y la vida, se han sumado los reclamos de los pueblos indígenas, los transportadores y los campesinos, a quienes el Presidente no ha querido escuchar hasta ahora. Y si bien el Gobierno se ha empleado a fondo en su discurso de estigmatización de las marchas multitudinarias –resaltando los estragos del “vandalismo” mientras se abstiene de censurar sin rodeos los crímenes de la Fuerza Pública contra ciudadanos inermes– esta vez se ha quedado sin respaldo suficiente. No es solo que las encuestas muestren la profunda desconfianza y el mayor nivel de desaprobación de los colombianos hacia Duque, sino que muchos de los jefes políticos que anteriormente lo secundaron no parecen dispuestos a hundirse en el desprestigio total que representaría apoyar sus políticas desgastadas con el abuso del engaño y el autoritarismo.

También su maniobra reciente de repetir la inane “conversación nacional” del 2019 ha empezado a hacer agua: El Comité del Paro ha puntualizado que su intención no es dialogar inútilmente sino negociar las propuestas concretas ya presentadas y que debe haber garantías de cese de la represión policial de la protesta social y desmilitarización. Así mismo, ha exigido el acompañamiento de representantes de la ONU y de la jerarquía eclesiástica en las conversaciones. Por el lado del Gobierno, su vocería adolece de poca legitimidad. Ceballos, el comisionado de paz designado por Duque para coordinar el proceso, arranca con una denuncia firmada por muchas personalidades internacionales como enemigo de la paz, rasgo sobresaliente de su gestión como comisionado.

En Nueva York.

Pese a la gravedad de la situación, Duque parece preso de su intransigencia e insiste en manipular los diálogos para ocultar el fracaso de su gestión presidencial. Dice preocuparse por las tribulaciones de los colombianos, pero pretende continuar desconociendo los derechos de quienes protestan para seguir respaldando la vulneración de éstos, igual que en las protestas anteriores. Y en cuanto a soluciones al pliego presentado, trata de imponer su empecinamiento en simplemente refrendar programas de su gobierno como la vacunación lenta, el precario “ingreso solidario” o los microplanes fallidos de empleo e inversión, así como su visión sesgada de la estabilidad fiscal. Ese parece ser el guion que espera seguir recitando para soslayar la magnitud de los problemas y hacer caso omiso de las propuestas de otras fuerzas políticas, organizaciones sociales e instituciones académicas. Es la impresión que deja su mutismo frente a las acertadas recomendaciones de los rectores de varias de las universidades más importantes del país sobre los problemas sociales básicos que a su juicio el Gobierno debe abordar. Sin olvidar su desconocimiento miope a las soluciones fiscales propuestas por Gustavo Petro, ahora recogidas en la práctica por la Andi y muchos otros.

En línea con lo anterior y con igual actitud autista de limitarse a escuchar su propia retórica, Duque desperdició la primera reunión con el Comité del Paro dejando ver su reticencia a negociar. Eso repercutió en la confirmación de la convocatoria a la nueva movilización general del pasado 12 de mayo, que reiteró el rechazo a escala nacional a la obstinada negación por parte del Gobierno del desastre social que motiva el clamor en las calles. El pueblo volvió a expresarse masivamente y sin violencia. Y el Gobierno, al quedar en evidencia su cálculo equivocado sobre el efecto de sus respuestas evasivas, accedió a proponer al Comité Nacional del Paro mesas de negociación por tema.

Mientras tanto, las demostraciones de protesta cumplen más de tres semanas y continúan sin tregua. Pero Duque se niega a frenar el uso abusivo de la fuerza contra los manifestantes y a desescalar la violencia. Esto obligó en la siguiente reunión al Comité del Paro a exigir garantías elementales para la protesta pacífica como condición para empezar las negociaciones. Sin embargo, horas después se produjo la agresión policial contra los manifestantes en Yumbo, Valle, y la orden expresa de Duque a los militares de usar la fuerza para levantar los bloqueos, lo que pone en duda qué tanto el Gobierno cree en el diálogo que proclama. “La protesta social no es un problema de orden público” indica certeramente monseñor Henao, mediador en las conversaciones por la Conferencia Episcopal. No obstante, en la respuesta de los voceros del Gobierno al pedido de garantías democráticas que hizo el Comité del Paro no hay ningún compromiso concreto de su parte, solo generalidades no vinculantes. Semejante demostración de mala voluntad se ha entendido como un aval presidencial a la continuidad de las agresiones y una evidencia de su inclinación autoritaria. Es un tema central que los manifestantes han salido a rechazar enfáticamente con la nueva movilización general que se convocó el 19 de mayo.

De otro lado, como reacción lenta a las múltiples denuncias documentadas de los crímenes y atropellos de la Fuerza Pública contra los manifestantes y a la fuerte presión internacional, la Procuraduría y la Fiscalía han empezado a hablar con visible retraso de abrir investigaciones. Pero nadie ignora que tanto el Fiscal General como la Procuradora y el Defensor del Pueblo no son independientes sino estrechos colaboradores de Duque, razón por la cual hay una profunda desconfianza en que estas gestiones se traduzcan en condenas y no sean tan solo pantalla; o que más bien se centren en judicializar a ciudadanos acusados de “vandalismo” y no a los miembros de la Fuerza Pública. Tampoco se ve voluntad alguna del Gobierno y su partido en reformar la doctrina y criterios de los cuerpos armados del Estado para que tengan como eje los derechos humanos y la protección de la sociedad civil. Como resultado, al mismo tiempo que se multiplican los reclamos de los manifestantes se refuerza la sensación de impunidad que anima a los agentes perpetradores de estos crímenes. Ya son más de 40 los homicidios. Casi todas las víctimas eran jóvenes que protestaban pacíficamente como Lucas Villa, Nicolás Guerrero, Daniel Azcárate, Santiago Murillo, Daniel Zapata y muchos más. Los desparecidos durante el paro pueden sobrepasar los 500, denuncian Indepaz y la ONG Temblores, de los cuales ya aparecieron muertos dos. Además, hay denunciados numerosos casos de retenciones ilegales, torturas y abuso sexual contra jóvenes menores de edad.

Solo una condena categórica y creíble por parte del Presidente de estas conductas criminales, acompañada de la judicialización efectiva a los delincuentes uniformados y civiles, podría frenar la espiral de violencia contra la población civil. Pero, a juzgar por las declaraciones ambiguas de Duque y la subestimación que profesa de la violencia policial, ni este mínimo gesto ni la reforma de la Fuerza Pública parecen estar en sus planes. De hecho, el Presidente, su ministro de Defensa y los comandantes de la policía y del ejército han sido denunciados ante la Corte Penal Internacional como responsables últimos de esos crímenes de lesa humanidad cometidos contra ciudadanos inermes a quienes debían proteger. Y la Comisión Interamericana de Derechos Humanos ha reaccionado a las denuncias de las ONG y ha dispuesto una misión de observación para investigar los miles de delitos señalados. También hay un ambiente en el congreso de EE. UU. de censura y posible suspensión de programas de cooperación por los actos de barbarie y el uso de armas letales por parte de la policía nacional contra los manifestantes.

Seguramente la complicidad visible de las autoridades con la violación sistemática de los derechos humanos, aunada a la comprobación de que prevalece la agresión deliberada y la injusticia, terminará ampliando el rechazo y la desconfianza de la sociedad colombiana. No solo hacia la Fuerza Pública y la justicia, sino respecto al Gobierno y todas sus iniciativas; es decir, socavará severamente la llamada gobernabilidad. En Chile una crisis similar condujo al gobierno de Piñera a un referendo sobre la Constitución chilena heredada de la dictadura a cambio de frenar la revocatoria de su mandato y el adelanto de las elecciones. ¿Cuál será el caso de Colombia?

Una cosa parece cierta: cuanto más demore Duque en pasar de las poses de diálogo a dar respuestas verdaderas a las demandas principales de la protesta social, más se acrecentará el descontento y se sumarán nuevas demandas cuya atención ha sido aplazada por muchos años, además de otras vinculadas a acuerdos pasados incumplidos. Así, cada vez se alejará más la meta del Gobierno de restablecer la calma luego de la tempestad que ha desatado. El detonante de la explosión social no ha sido únicamente la conocida incapacidad e inflexibilidad de Duque como gobernante, su frivolidad y desconexión con el país. Más graves son sus limitaciones doctrinarias y su adhesión a la regresiva política neoliberal de exclusión social, así como el manejo inescrupuloso del Estado y el uso de sus atribuciones para favorecer al partido de gobierno, a su jefe y a sus colaboradores. No solo se conocen los escandalosos contratos destinados a propaganda oficial y otros costosos servicios contratados para premiar generosamente a sus partidarios en medio de la peor crisis económica y fiscal. También resalta, como reflejo de su talante sectario, la endogamia burocrática de su gobierno, tara que ha agudizado su aislamiento y le ha impedido contar con ministros y altos funcionarios algo más calificados para entender la situación real y concertar soluciones.

¿Qué nos espera? Más allá de sus declaraciones acartonadas, el indicio más claro de si Duque ha escogido el realismo y la responsabilidad constitucional sobre la soberbia y el dogmatismo será la respuesta concreta que eventualmente dé a las demandas del Comité del Paro. Y su mayor o menor demora en hacerlo: El país sabe que una de las prácticas típicas del mandatario frente a los reclamos sociales es la dilación y conoce su proclividad a disfrazar la realidad con eufemismos demagógicos. La intención es quemar tiempo, aunque posiblemente así solo consiga reafirmar su descrédito y acrecentar el descontento popular. Sobre todo si insiste priorizar el uso de la fuerza y el discurso de estigmatización por encima del respeto y la concertación.

Sin embargo, es evidente que la decisión más funesta que puede tomar el Presidente es instaurar la dictadura encubierta por medio de declarar el estado de Conmoción Interior para legislar por decreto y generalizar la represión militar. Es lo que le aconsejan desde el Centro Democrático, su partido, y, cómo no, desde el partido tradicional de los grandes terratenientes, el Partido Conservador. Incluso, los alfiles parlamentarios de Uribe están dedicados a convocar a los empresarios a ejercer la censura económica contra los medios informativos y a confrontar a los manifestantes, a quienes tildan de “terroristas”. Al mismo tiempo les piden a esos grupos con poder económico presionar al Gobierno para que cierre la puerta al diálogo y emplee la fuerza para disolver la protesta. Su justificación del despotismo y la violencia represiva es que se trata de “legítima defensa” y no un ataque abierto contra los derechos constitucionales a la libertad de expresión y la protesta social.

De obedecer la orientación de Uribe (su llamado expreso al uso de las armas por la Fuerza Pública, aunque ahora trate de despistar con engañosas “propuestas”) Duque tendría que abandonar el Estado de Derecho. Pero entonces no solo tendrá que renunciar a la apariencia democrática que ha manejado para interpretar su papel vergonzoso e incoherente frente al gobierno de Maduro en Venezuela, sino que hundirá a Colombia en una crisis más profunda.

Mayo 19 de 2021

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