¿Por qué ser un mundo de salarios dignos?
El último premio Nobel de economía fue adjudicado a David Card, Joshua Angrist y Guido Imbens, por su invaluable aporte a la discusión sobre los supuestos efectos negativos en el empleo ante un alza del salario mínimo. Ellos demostraron hace un par de décadas que no es cierto que el incremento salarial aumente el desempleo. Aunque solo hasta ahora se les reconoce su investigación, es muy oportuno el premio, ahora que en Colombia se discute el incremento al salario mínimo. Este y otros aspectos sobre el pago a los obreros son ampliamente discutidos en este artículo de Andrés Arellano.
Por Andrés Arellano Báez.
El esclavo obtiene una cantidad constante y fija de medios para su sustento; el obrero asalariado, no. Este debe intentar conseguir en unos casos la subida de salarios, aunque sólo sea para compensar su baja en otros casos. Si se resignase a acatar la voluntad, los dictados del capitalista, como una ley económica permanente, compartiría toda la miseria del esclavo, sin compartir, en cambio, la seguridad de éste.
Carlos Marx
No es solo el premio Nobel. O no lo es tanto. Es la realidad dictaminándolo: la promulgación de un sueldo mínimo en una nación, dotado de una cuantía capaz de sufragar los precios a asumir por una vida digna, es una demanda lógica para la ciudadanía y una benéfica para la economía.
Las dos posturas encontradas sobre la mesa de negociación son irreconciliables: para las patronales, a cargo del desembolso, es un input de la producción, una disminución de su tasa de beneficio, un costo; para los trabajadores, encarnados en los sindicatos, es la existencia misma. Un tercer actor hace presencia en el espacio de debate: la nación, personificada en el gobierno, quien en la práctica sirve como tercero liquidador de conflictos insuperables y cuya presencia se legitima por el impacto de lo negociado en una variable de la mayor importancia: la demanda agregada. Para qué lado de la balanza se recueste el Estado determina si la vida será una para vivir o una para meramente sobrevivir.
El pasar hambre a final de mes o dormir con la paz otorgada por poder mantener un hogar estable, define qué tipo de economía se ha establecido. Una plagada de precarios jornales desencadena una espiral descendiente hacia los horrores del esclavismo; una de sueldos decentes se encamina hacia el desarrollo; y, una de mensualidades altas desata un ciclo de destrucción del aparato productivo. Se deduce que, como siempre con la economía, lo deseado es el punto de equilibrio. Pero el neoliberalismo ha convertido la línea de meta en el comienzo de la carrera: si un empresario demanda de su trabajador todo su tiempo productivo a su servicio, la compensación debe permitir una vidorra.
En los países insertados en el fundamentalismo de mercado a la baja remuneración se le otorga la importancia que el poeta le confiere al amor. La dominación absoluta de las posturas ligadas al mercado en círculos académicos, mediáticos, políticos y empresariales, avalan como legitima un ingreso tan extremo como artificialmente bajo. Y, en muchos espacios de la nación, el mundo del trabajo se desenvuelve en una realidad más del abominado pasado que de la glorificada modernidad. Los cortadores de caña de azúcar en Colombia sufren de una patronal inmisericorde más digna del feudalismo que del promocionado capitalismo. Los espantosos relatos de empleadas encargadas del oficio de muchos hogares de América Latina, explotadas, abusadas y ultrajadas, permitiría calificar a sus familias empleadoras como sátrapas, a pesar de que en sus círculos se autodenominen como “gente de bien”.
La fuerte inmigración de venezolanos en hambre ha sido catalizadora del desastre, al funcionar, esa masa de ciudadanos desesperados, como un perfecto “ejército de reserva” con el que se puede reemplazar mano de obra de bajo costo por una dispuesta a recibir ingresos míseros, empobreciendo aún más las compensaciones por trabajo… de todos. La calidad humana del empresariado, extasiado por la posibilidad de explotar las desgracias de un pueblo por el que pregona preocuparse en demasía (de ahí que quieran destituir a su presidente y así “acabar todas las tragedias en Venezuela”), será un punto a analizar en futuras escrituras.
El credo propiciando la crueldad tiene origen en la teoría neoclásica de la demanda de trabajo. Ella, más una religión que una ciencia, busca precisar los hechos de la vida así ellos sean contrarios a sus postulados. Repiten como si de un rosario se tratara que las empresas operan con una productividad marginal decreciente, estipulando que cada nuevo trabajador aporta un aumento de la producción menor al anterior, con lo que el salario de un nuevo vinculado supera su compensación, forzando a los empresarios a una inevitable pérdida con cada acrecentamiento de los desembolsos de la nómina. El problema con ese racionamiento es que, por ejemplo, cuando los restaurantes de Nueva York osaron contradecirlos e incrementaron los sueldos, no hubo que despedir a nadie y sí, por el contrario, contratar a otros en respuesta a la considerablemente mayor nueva demanda agregada. Pero ellos siguen repitiendo sus hipótesis en forma de oraciones, no por ignorantes, sino con el afán de construir un castillo enorme capaz de tapar la verdad: el neoliberalismo es un conjunto de reglas económicas establecidas para imponer los intereses del sector corporativo. Una estafa.
Los horrores anticipados atenúan el ímpetu con el que golpea la sorpresa. Establecer en la mente de los ciudadanos, a través de la repetición de la propaganda, tal marco teórico, permite se originen con impunidad frases tan funestas como aquella pronunciada por el ex presidente español José María Aznar…
El puercoespín es un animal indefenso excepto por sus púas, el ciervo es vulnerable excepto por su velocidad. En la economía también hay personas relativamente débiles. Los discapacitados, los jóvenes, las minorías, los que no tienen preparación, todos ellos son agentes económicos débiles. Pero al igual que les ocurre a los seres en el mundo animal, (ellos) tienen una ventaja sobre los demás: la capacidad de trabajar por sueldos más bajos. Cuando el Gobierno les arrebata esa posibilidad fijando sueldos mínimos obligatorios, es como si se le arrancaran las púas al puercoespín. El resultado es el desempleo.
Replicar tamaña barbaridad empequeñece al interlocutor. Pero reproducirla es una necesidad al muchos haberla creído y defendido. Entre líneas de tan miserable sentencia se disimula la fuente filosófica de la que beben las políticas determinantes del salario en los países. Y sus resultados han sido los anhelados: tan fatídicos para unos, muchos; como rentables para otros, pocos. Pero la economía es un sistema interconectado y como una herida en el pie no tratada se convierte en gangrena que impide la locomoción de todo el cuerpo, el neoliberalismo ha venido descubriendo lo obvio: empobrecer a los trabajadores hasta niveles extremos contrae consecuencias generalizadas, siendo la más detestable el estado estacionario, o, en palabras sencillas: no encontrar clientes para lo producido.
Marx tuvo siempre la razón: la contradicción del capitalismo es que para crecer necesita constituir plusvalía, pero a más de ella creada, menos ingresos para los trabajadores y una demanda agregada disminuida evita la compra de los productos producidos. Lance Taylor a cuatro manos con Özlem Ömer, engendró un poderoso libro sobre la inequidad (“Macroeconomic Inequality From Reagan to Trump”), uno más después de tremendas obras realizadas por Thomas Piketty (“El capital en el siglo XXI”) y Joseph Stiglitz (“El precio de la desigualdad”) acusando a la alta concentración de la riqueza como el origen de todas las desgracias económicas modernas.
Su análisis es contundente: la visión macroeconómica keynesiana determina que el ahorro es igual a la inversión; pero en un modelo con dosis insensatas de concentración de la riqueza, el ahorro solo puede ser ahorro. Con una demanda agregada insuficiente y unas fuertes estructuras de monopolio, las grandes corporaciones pierden los incentivos para realizar inversiones. ¿Para qué querría invertir el grupo de Luis Carlos Sarmiento en producción en Colombia si domina una porción del mercado tan enorme que le garantiza unas utilidades ingentes? Y el ciclo de ineficiencia se desata: sin nuevas inversiones no se presentan aumentos de la productividad que permitan incrementar los salarios que, como dice Taylor, es la principal causa de la creciente desigualdad en la repartición de riqueza. Y sin crecer, el capitalismo pierde su encanto.
El desastre promueve la exasperación como corolario de la falta de oportunidades. ¿Cómo se surge en un país sin demanda agregada? ¿Qué pequeña empresa contrata? ¿Qué emprendimiento se puede realizar? Los bajos salarios significan poco poder de compra y enorme concentración de la riqueza. ¿Qué bienes o servicios se les puede ofrecer a un sector de la población que todo posee? Sin consumo, sin inversión, el desempleo y su hijo preferido: el desespero, hacen su aparición. Las crisis económicas convierten los flagelos de la sociedad en una contundente posibilidad para aquellos agonizando las penurias del hambre.
Dos cifras pueden resumirlo todo. Según estudio presentado en el prestigioso Journal of Epidemiology & Community Health, mejorar el salario mínimo hace descender las tasas de suicidio. Por poco imposible dar con mejor razón para luchar por implantar esta solución. El problema, igualmente, no es de producción tanto como de distribución: un empleado mexicano, por ejemplo, produce su salario por hora en tan solo siete minutos. El premio Nobel de economía entregado en 2021 a David Card, Joshua Angrist y Guido Imbens es un parte de calma frente a los miedos esparcidos por los amantes de la flexibilización laboral. Sus estudios son contundentes: se pueden adecentar los sueldos sin desatar el apocalipsis. En todo el mundo, tal legitimidad debería contraer cambios reales y transgresores.
Los miedos esparcidos sobre el alza generalizada de los costos laborales se enfocan en el posible impacto a tener en muchas empresas de tamaño mediano o pequeño: la imposibilidad de poder asumirlos y verse forzadas a finalizar sus negocios. Su contraparte positiva es el esperado incremento en las ventas por un aumento de los negocios gracias a que un mayor salario de todos los empleados conduce a una mayor demanda agregada. Siendo ese el reto, tal vez un punto intermedio pueda presentarse.
Para el 2022, desde el primer día del primer cuatrimestre, las grandes empresas estarían obligadas a aumentar el salario mínimo en un 20%. La obligación se haría efectiva para las empresas medianas a partir del primer día del segundo cuatrimestre y, para las más pequeñas el decreto se efectuaría a partir del primer día del tercer cuatrimestre. El objetivo de la medida sería incentivar las ventas de las organizaciones más pequeñas sin elevar sus costos, entregándoles estabilidad y crecimiento. Las empresas más grandes sufragarían una mejora salarial significativa sin mayor inconveniente para su estabilidad y, ese mayor ingreso de los trabajadores tendría un impacto positivo al transformarse en una mayor demanda agregada para las medianas y pequeñas empresas. Con unos ascendentes ingresos por ventas, estas organizaciones económicas más débiles se encontrarían en una mejor posición para ajustar sus salarios a los niveles deseados.
La Revolución Ciudadana desató una década ganada con una medida inspiradora. Durante los años de Rafael Correa a cargo de las instituciones políticas de los ecuatorianos, las empresas de su nación fueron forzadas a honrar el trabajo con un salario digno (mucho más alto que el mínimo), como condición previa para poder declarar utilidades. Mientras sus números estuvieran en rojo, cancelar el salario mínimo era una posibilidad; pero hechos realidad los sueños de los emprendedores, la riqueza por todos producida a todos se repartía. Los chinos, profundos entendidos en el verdadero significado del socialismo y el comunismo, han tomado por sorpresa a todos, impactado hasta a una de las almas del capitalismo global, el mismísimo portal de negocios Bloomberg, al obligar a sus más grandes empresas a honrar el trabajo de los suyos con salarios altos, buscando repartir con más justicia la riqueza contraída. La flecha hacía abajo en los gráficos de las valoraciones de sus poderosas corporaciones, así como los ruegos de sus grandes ejecutivos, ambas en respuesta a la política decretada, han tenido nula incidencia en los líderes del Partido Comunista, quienes inamovibles caminan con paso firme y la mirada fija hacía su meta: la prosperidad para toda la nación.
En su segunda carrera por la presidencia Bernie Sanders recordó a muchos por qué, en su momento, se materializó él como la fuerza política más temida por el capitalismo global. Un intercambio de palabras con el candidato dueño del medio de comunicación citado debería ser grabado sobre mármol para la eternidad y conservado en los corazones de los trabajadores de toda la humanidad. Arrancaría el billonario reiterando lo que a través de la propaganda tanto han deseado vender sobre ellos: su tenacidad como hombres de negocios: “Soy el único aquí que ha iniciado un negocio. ¿Es eso justo?”. Sanders lo leyó a la perfección y daría inició a una cacería inmisericorde, atrayéndolo hacía él con una carnada irresistible para su presa: “Mike Bloomberg posee más riqueza que los 125 millones de estadounidenses más pobres. Eso está mal. Eso es inmoral. Ese no debería ser el caso cuando tenemos medio millón de personas durmiendo en la calle”. Tal manjar es uno irresistible para los poderosos y Bloomberg, sin pensar que podría ser una trampa, se lo devoró insaciable: “He tenido mucha suerte, he ganado mucho dinero y lo estoy dando todo para mejorar este país. He trabajado muy duro para lograrlo”. El candidato de la casta aun saboreaba las delicias preparadas cuando Sanders lo atacó como el más salvaje de los cazadores: “¿Sabe qué señor Bloomberg? No fue usted quien hizo todo ese dinero. Quizás sus trabajadores también jugaron algún tipo de papel en eso. Y es importante que esos trabajadores también puedan compartir los beneficios”. El poderoso aplauso del respetable sonó a liturgias para el sueño político del magnate. “La justicia es la verdad en acción”, sentenció con precisión Benjamin Disraeli.
Si estos son los cinco países con el salario mínimo más alto del mundo: Suiza, Islandia, Noruega, Luxemburgo, Dinamarca y estos cinco los países con el más bajo: Uganda, Georgia, Bangladesh, Tanzania y Gambia, ¿cómo puede seguir teniendo alguna credibilidad las posturas económicas dominantes? Los primeros no distribuyen porque sean ricos, son ricos porque distribuyen. Y el análisis a la inversa con los segundos es idéntico y exacto. Ser un país de salarios dignos es más que mejorar los ingresos de unos trabajadores, es evolucionar como sociedad, crecer como nación, erigir una economía desarrollada. Es crear Otra República.