La batalla de los chips. Pugna por el predominio mundial en la microelectrónica
Dos décadas atrás Estados Unidos producía más del 50 por ciento de los semiconductores del mundo; hoy sólo un escaso 10 por ciento. Hoy el mundo asiste a la paradójica situación de dependencia de los países del centro de la producción de países de su órbita en materia de un suministro estratégico, los semiconductores, pues sus propias empresas apenas fabrican una parte muy insuficiente de ellos. La batalla de los chips se perfila áspera y prolongada. Abarcará un buen trecho del siglo XXI y sin duda constituirá uno de los factores decisivos en el desenlace de la pugna por la primacía mundial en la centuria.
Por Marcelo Torres Benavides
Bogotá, 22 de febrero de 2021
Sigue la crispación en los circuitos de la economía mundial por la escasez de semiconductores. Desde diciembre pasado, y en enero y febrero, las grandes corporaciones automovilísticas de Estados Unidos, Japón y la Unión Europea, una tras otra, han anunciado drásticas reducciones de su producción y hasta suspensión de actividades en algunas plantas. General Motors, Ford, Chrysler-Fiat, Volkswagen, Toyota Motors, Nissan, Mazda, Honda, Subaru y varias más, experimentan el impacto del muy insuficiente suministro de chips. Que no se limita a esta rama de la industria, sino que afecta a toda la producción de productos electrónicos de consumo, como los sistemas de redes 5G, vehículos sofisticados, los teléfonos inteligentes, televisores, computación de alto rendimiento, equipos de audio, cámaras de video y muchos más, incluyendo los equipos médicos.
Durante la expansión del coronavirus del 2020, los fabricantes de automóviles redujeron al mínimo sus pedidos de chips por la reducción del empleo de ese medio de transporte, pero el confinamiento generó, tanto en Estados Unidos y Europa como en China, una avalancha de compras de productos electrónicos de consumo. Y en el tercer trimestre del año de la peste global se reanimó también la adquisición de automóviles en dichos mercados. Desde ese momento se reveló la imposibilidad de las empresas productoras de semiconductores para atender la elevada demanda de tales bienes, que siguió ascendiendo.
Ejecutivos y analistas de la industria en publicaciones especializadas registraron varias circunstancias a la vista como desencadenantes del desajuste entre oferta y demanda de chips y de la mayúscula perturbación consiguiente. La amenaza de retaliaciones del presidente Trump a las empresas del mundo que vendiesen productos o componentes a Huawei provocó enormes compras de semiconductores por el gigante chino de las telecomunicaciones destinadas a servirle de reserva antes de mediados de septiembre, cuando debían entrar en vigor las restricciones comerciales estadounidenses. También redujeron la oferta de chips el gran incendio en octubre de una planta de Asahi Kasei Microdevices Corp (AKM), en Japón, y las huelgas de trabajadores en Francia en la planta del fabricante STMicroelectronics. Tampoco dejaron de considerarse el confinamiento por la pandemia en los países productores de semiconductores, en su mayoría asiáticos, ni la insuficiente inversión en el ramo por parte de los mismos.
Pero la raíz del asunto va más allá. El covid-19 operó como catalizador que reveló de modo abrupto uno de los efectos del desbarajuste que viene gestándose de mucho tiempo atrás. La causa reside en la peculiar configuración de las cadenas de suministro mundiales −en particular de aquella que constituye la base de los productos de la electrónica, los chips− generada por la globalización durante los últimos 40 años. Consiste en la llamada deslocalizacion de la produccion para ahorrar costes, en la distribución de sus segmentos por el globo para maximizar el beneficio de las multinacionales. El fondo de la cuestión es la ubicación de etapas parciales o enteras de la producción en países de la periferia, que antes se realizaban en las metrópolis, porque en esas latitudes la mano de obra resulta sustancialmente más barata. Tal el secreto de la “competitividad”: la superexplotación que genera las superganancias de las grandes corporaciones.
Dos décadas atrás Estados Unidos producía más del 50 por ciento de los semiconductores del mundo; hoy sólo un escaso 10 por ciento. Los países centrales reubicaron el grueso de esa fabricación en la taiwanesa TSMC (Taiwan Semiconductor Manufacturing Co) −la más grande del mundo− y en la surcoreana Samsung, concentrando entre las dos más del 70 por ciento de la producción mundial de chips. A Taiwán y Corea del Sur, dos claras parcelaciones imperialistas en Asia resultado de la II Guerra Mundial y de la Guerra Fría, les fue asignada así una crucial función en el nuevo marco de la globalización. Entretanto, la dinámica globalizadora que reubicó plantas de numerosas ramas de la producción en países del Tercer Mundo, propulsó también una tendencia a la desindustrialización en Estados Unidos. En lugar de los tiempos en que Silicon Valley en asocio con la Universidad de Stanford proveyó a los Estados Unidos de la más alta tecnología derivada de una gran labor de investigación básica con fondos públicos (de allí surgió el Proyecto Darpa del cual nació Internet), ahora sobrevino la era neoliberal. Entonces, los gobiernos entregaron del todo a Wall Street el manejo de la economía, esta se financiarizó, el mundo laboral de Norteamérica se precarizó y el desempleo llegó para quedarse. El atasco actual en la cadena mundial de suministros de los semiconductores no es más que una criatura de la globalización imperialista.
Hoy el mundo asiste a la paradójica situación de dependencia de los países del centro de la producción de países de su órbita en materia de un suministro estratégico, los semiconductores, pues sus propias empresas apenas fabrican una parte muy insuficiente de ellos. Un Goliat como Apple depende mucho más de los suministros asiáticos que de la producción estadounidense de chips. Tanto las productoras o diseñadoras de chips estadounidenses como las europeas subcontratan con Taiwan y Corea del Sur la fabricación del mayor volumen de su producto. Ahora, a marchas forzadas, en nombre de la recuperación de la autosuficiencia, pretenden revertir el movimiento de ayer de traslación de esa producción a sus traspatios. Las norteamericanas como Intel, Qualcomm, Micron Technology Advanced, Micro Devices y AMD, acaban de enviar carta de súplica a Biden –a cuyo clamor se suma el interés de Avago Technologies, SanDisk y Teradyne– para que financie con ingentes inversiones públicas y estímulos fiscales la reimplantación de la producción de semiconductores en suelo gringo. En Europa sucede igual. La neerlandesa NXP Semiconductors y la ASML Holding, como Infineon Technologies, alemana, y varias más, acuden a la Comisión de la Unión Europea en su auxilio.
La batalla de los chips se perfila áspera y prolongada. Abarcará un buen trecho del siglo XXI y sin duda constituirá uno de los factores decisivos en el desenlace de la pugna por la primacía mundial en la centuria. Por ahora, todo indica, tanto en EE. UU. como en Europa, si los círculos dominantes van a contrarrestar el brete, que deberán echar mano de un fuerte capitalismo de Estado, y en alguna considerable proporción, de los planes económicos. Como en las carreras de largo aliento, la velocidad de los competidores importará pero la capacidad de resistencia será requisito para participar en la disputa. No se le ve suficiente de ninguna de las dos condiciones al imperio norteamericano que periclita, ni a la vieja Europa. China, en cambio, dispone del capital y la dirección estatal para lograrlo.