No hay impunidad que dure cien años
La persecución del delito, al igual que ocurre con los problemas medioambientales, ya no es un asunto que se limite al marco nacional pues de esta manera no se logra enfrentar sus amenazas. De manera que argüir hoy que las actuaciones de la Corte Penal Internacional o la Corte Interamericana de Derechos Humanos o Amnistía Internacional –algunos de los organismos que tienen bajo vigilancia a Colombia por los actos de barbarie incitados o alcahueteados por el gobierno–, no es solo un intento de renunciar a algo que ya hace parte del patrimonio de la civilización, la defensa de los derechos humanos.
Por Edmundo Zárate
A propósito de los asesinatos, torturas, violaciones y demás atrocidades cometidas por la fuerza pública a ciencia y paciencia del uribismo y del gobierno de Duque durante los días del paro iniciado el 28 de abril, cae bien esta noticia: la sentencia a cadena perpetua contra el genocida Ratko Mladic, más conocido como “carnicero de los Balcanes”, fue confirmada el pasado 8 de junio.
El jefe político de Ratko Mladic, Radovan Karadzic, cumple ya la misma condena, proferida como castigo por la muerte de unos 8.000 hombres y adolescentes bosniacos en 1995 en Srebrenica (Servia).
La historia no se repite, pero deja lecciones
En su defensa, los dos genocidas habían argumentado no ser responsables porque ellos no cometieron los asesinatos sino que fueron sus subordinados. Contra tan extravagante argumento el Tribunal sostuvo que los acusados controlaban las tropas y también a las unidades de policía en los días del genocidio. Ese tipo de defensa ya había sido intentada por los altos mandos nazis luego de la Segunda Guerra Mundial, pero no les dio resultado.
A pesar del genocidio, que se extendió por varios años, Mladic fue derrotado en la guerra de Bosnia y, al tiempo que se escondía –realmente fue protegido por sus viejos compañeros de armas y deambulaba por su país, Serbia, sin problemas– dispuso que los cadáveres fueran enterrados por sus secuaces en fosas comunes para evitar su acusación. Pero luego de quince años –sin duda años de zozobra– fue capturado y llevado al Tribunal Penal Internacional para la antigua Yugoslavia.
Esta condena recuerda la de muchos altos mandos de los ejércitos que estuvieron en el poder en el Cono Sur de América Latina en la época del golpe militar de Pinochet, quienes complotaron, con la CIA, para adelantar la Operación Cóndor dirigida a liquidar a quienes se opusieron a sus dictaduras.
El reciente asesinato de Moïse en Haití recuerda el esquema de la Operación Cóndor consistente en que grupos de militares y paramilitares encubiertos se desplazaban por los países de la región para asesinar a los opositores mientras los gobiernos de los países donde se cometían las muertes se hacían los de la vista gorda y dejaban transitar a los asesinos. Uno de esos atroces hechos ocurrió ni más ni menos que en las calles de Washington, la capital del imperio, donde cayó abatido por las balas de la agencia de seguridad chilena y de la CIA el exministro de Allende, Orlando Letelier en 1976.
Si bien durante años los cóndores pudieron seguir libres, como si nada, finalmente sobre muchos de ellos cayó la justicia y hoy pagan largas condenas en las cárceles que usaron para torturar a sus opositores. De acuerdo con la doctora Francesca Lessa, que dirige en la Universidad de Oxford un programa de investigación para desvelar y castigar a los involucrados en la operación Cóndor, hoy hay 44 procesos en marcha, aparte de los ya concluidos, todos con condena.
Eso explica que en otro caso, a principios de junio pasado un militar pinochetista Walther Klug Rivera, fuera capturado en Argentina y enviado a su país a pagar la condena que pesa sobre él como jefe de uno de los campos de detención ilegales de la dictadura. Duró más de tres décadas haciéndole el quite a la justicia, durante los cuales tuvo que esconderse en diversos países, incluida Italia de donde fue deportado una vez.
La Corte Penal Internacional, no obstante la interesada oposición de varios países para que no funcione –entre otros, Estados Unidos e irónicamente el desmemoriado Israel–, ha venido haciendo juicios a puertas abiertas contra los principales episodios de barbarie de los gobiernos. En otro memorable fallo, el pasado 6 de mayo, condenó a 25 años de prisión al militar de Uganda Dominic Ongwen acusado de haber autorizado a sus tropas a disparar a la cabeza a los manifestantes.
La historia de esta Corte se remonta a finales del siglo pasado. A raíz de los genocidios en Yugoslavia (1991-1995) y en Ruanda (1994), la ONU creó el Tribunal Penal Internacional para la ex Yugoslavia y luego varios países firmaron el Estatuto de Roma en 1998 que estableció la Corte Penal Internacional, CPI, organismo permanente –no transitorio, como lo fueron los Tribunales– encargada de perseguir y condenar los más graves crímenes en contra del derecho internacional humanitario.
Su actuación es subsidiaria en el sentido de que si los responsables por las violaciones de los derechos humanos no reciben un castigo proporcional a su culpa por los jueces nacionales, pueden ser entonces encausados en la CPI.
Bajo esta modalidad, y por petición de cualquier persona o asociación de ciudadanos, la CPI inicia exámenes preliminares para establecer la veracidad de las acusaciones y la inoperancia de la justicia nacional. En este momento hay abiertas 13 causas preliminares en el planeta (ver mapa), más casi una decena de casos ya en marcha.
En el caso de Colombia el expediente abierto tiene que ver con “presuntos crímenes de guerra cometidos desde el 1 de noviembre de 2009 y presuntos crímenes de lesa humanidad cometidos desde el 1 de noviembre de 2002 en Colombia”. Los sucesos acaecidos desde el inicio del paro del 28 de abril están en la mira de la Corte en el conjunto de las observaciones, y pueden derivar en una acusación específica.
¿Violación de la soberanía?
La creación de la Corte Penal Internacional fue el resultado de la lucha de los sectores democráticos del planeta por establecer una política común contra el delito que afecta los derechos humanos, que puede verse como un logro de la humanidad.
También lo es la fundación de la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, en diciembre de 1993, dependiente de la Asamblea General de las Naciones Unidas, siendo la chilena Michel Bachelet la actual Alta Comisionada. Ambas entidades trabajan mancomunadamente y si bien la Corte tiene como restricción que no tiene jurisdicción sino sobre los países signatarios del Estatuto de Roma, la Oficina del Alto Comisionado sí tiene jurisdicción sobre todos los miembros de la ONU. Finalmente está la Corte Interamericana de Derechos Humanos, CIDH, cuyo radio de acción está en los países miembros de la OEA, a la cual está adscrita la Corte.
En días pasados se dio a conocer el Informe de la CIDH sobre Colombia, que ha circulado profusamente por las redes, y desde antes de su aparición ya Colombia había sido denunciada por Bachelet en el informe de la sesión inaugural del Consejo de Derechos Humanos de la ONU –conformado por 47 países–, en Ginebra el 21 de junio en donde la Alta Comisionada hizo las primeras acusaciones sobre las barbaridades que se están cometiendo, subrayando el dato de 56 muertes (54 civiles y 2 policías).
La embajadora de Colombia ante la ONU, Alicia Arango, uribista purasangre, descalificó el informe de la Alta Comisionada sin exhibir ninguna prueba que rebatiera el expediente, y en varias ocasiones se ha oído a Duque y a su séquito sugerir que hay violación de la soberanía nacional cuando hay estas denuncias, afirmación que nunca se hace cuando llegan las misiones del FMI, de la Ocde o de la CIA a dictaminar el caminado del gobierno. En respuesta a la CIDH el gobierno de Duque no argumentó asuntos de soberanía sino que tergiversó las recomendaciones.
Otra entidad que ha venido tomando creciente importancia planetaria en cuanto a la defensa de los derechos humanos y la denuncia a quienes los vulneran es Amnistía Internacional, una ong fundada en el Reino Unido hace 60 años, en junio de 1961. Su finalidad es hacer que la Carta de los Derechos del Hombre y del Ciudadano firmada en 1945 se cumpla, a través de la difusión de los derechos y de sus violaciones a todo nivel y de la acusación a los sospechosos y responsables ante las entidades judiciales. Una de sus preocupaciones iniciales fue ver cómo ciertos países se convertían en refugio de genocidas, fueran nacionales o extranjeros.
Aunque en la actual etapa del desarrollo de la humanidad aún prima el concepto de la soberanía y de la autodeterminación de las naciones, no por ello puede considerarse como violatoria de la soberanía la existencia de estos organismos multinacionales puesto que en primer lugar su rango de acción es supletorio. Como queda indicado, solo operan cuando los órganos nacionales de justicia no actúan o se percibe que hay impunidad a través de las actuaciones judiciales como ocurrió durante mucho tiempo en los países del Cono Sur cuando los tribunales oficiales exculpaban a diario a los torturadores de las dictaduras.
La existencia de estos órganos ofrece cierta luz de esperanza de que ningún país se convierta en cueva de delincuentes que le garanticen, a cambio de unos pesos, impunidad total.
Una nueva faceta de los caminos que está tomando la justicia es la confirmación del fallo a cadena perpetua emitido el pasado 9 de julio en Italia contra una docena de altos mandos de varios países latinoamericanos que participaron la Operación Cóndor, incluido un exministro uruguayo. Los delitos por los que se les condenó fueron contra ciudadanos ítalo-argentinos, dada la doble nacionalidad que tienen algunos latinoamericanos por sus ascendientes en Italia, España y otras naciones europeas.
La persecución del delito, al igual que ocurre con los problemas medioambientales, ya no es un asunto que se limite al marco nacional pues de esta manera no se logra enfrentar sus amenazas. De manera que argüir hoy que las actuaciones de la Corte Penal Internacional o la Corte Interamericana de Derechos Humanos o Amnistía Internacional –para mencionar solo algunos de los organismos que tienen bajo vigilancia a Colombia por los actos de barbarie incitados o alcahueteados por el gobierno–, no es solo un intento de renunciar a algo que ya hace parte del patrimonio de la civilización, la defensa de los derechos humanos, sino que suscita la sospecha del que mete en remojo su barba cuando ve que la del vecino está ardiendo.