Cinco años, mil desastres
El proceso de paz y el alcance de los acuerdos con la guerrilla más antigua del mundo, pueden entenderse como un avance en la dirección de gestionar una solución positiva. Sin embargo, los acuerdos a los que se llegó ameritan un conjunto de fases o etapas extendidas en el tiempo, en las que intervienen todos los actores afectados. Si en la fase del postconflicto no se logra llegar al problema de origen para poder eliminar sus consecuencias, la esperanza de paz se reduce notablemente. Pero las decisiones gubernamentales en las que el alma es “hacer trizas los acuerdos”, tienen un efecto evidente en la reducción del potencial ambiental de los territorios y en la reducción de las dinámicas indispensables para lograr ambientes inclusivos y sostenibles. El éxito del proceso de paz estriba en el cumplimiento del mismo, pero los últimos cinco años han sido la ratificación de la capacidad que tiene el neoliberalismo de fabricar desastres.
Por Teresa Consuelo Cardona G.
El origen del largo conflicto colombiano es la inequidad, la injusticia y la desigualdad en la tenencia de la tierra y la iniquidad en los procedimientos para obtenerla. El proceso de paz y el alcance de los acuerdos con la guerrilla más antigua del mundo, pueden entenderse como un avance en la dirección de gestionar una solución positiva. Sin embargo, los acuerdos a los que se llegó ameritan un conjunto de fases o etapas extendidas en el tiempo, en las que intervienen todos los actores afectados. Si en la fase del postconflicto no se logra llegar al problema de origen para poder eliminar sus consecuencias, la esperanza de paz se reduce notablemente.
Dado que los asuntos pertinentes al medio ambiente pasan en gran medida por la tenencia, utilidad y vocación de la tierra, la asignación de concesiones para extracción minera, forestal y animal, el desarrollo rural, la salvaguardia de los derechos tradicionales de los pueblos originarios y la protección de las mujeres en el territorio, y que todos estos elementos tienen que ver directamente con el origen del conflicto, el impacto de la incapacidad del gobierno nacional para hacer efectivos los acuerdos, recae directamente sobre el medio ambiente.
La delimitación de la frontera agrícola, la protección de zonas de reserva, el establecimiento concertado de rutas para la resolución de conflictos y la implementación de sustitución de cultivos de uso ilícito, priorizando los Parques Nacionales Naturales, son algunos de los temas acordados en La Habana, que podrían darle un respiro a preocupaciones como la pérdida de la cubierta vegetal, la acidificación de la tierra, la declinación de la fertilidad del suelo y el agotamiento de la diversidad de las especies, agravados constantemente por sistemas inapropiados de manejo aguas, que podrían haber sido superados con una intervención oportuna y adecuada conducida por la ejecución legal, administrativa e institucional.
No es casualidad que el primer acuerdo sea “Hacia un nuevo campo colombiano: Reforma Rural Integral”, lo cual exige al gobierno nacional la identificación de las situaciones problemáticas puntuales en cada territorio, la caracterización de las necesidades específicas de cada comunidad afectada, la definición de los grupos de interés, la creación de equipos de trabajo en los que deben incluirse miembros representativos de las comunidades aquejadas, y tal como lo especifica el acuerdo, debió, en el plazo de dos años, hacer el diseño, socialización, construcción y ejecución “un plan de zonificación ambiental que delimite la frontera agrícola y que permita actualizar y de ser necesario, ampliar el inventario y caracterizar el uso de las áreas que deben tener un manejo ambiental especial”.
En su Plan de Desarrollo el Gobierno incluyó siete estrategias agrícolas, en las que se cuenta el ordenamiento social rural con la inclusión de mujeres en los procesos de formalización de tierras; el ordenamiento productivo del campo, encaminado al uso eficiente del suelo rural; la adopción de buenas prácticas agrícolas; la asignación de equipamiento para fortalecer el servicio público de adecuación de tierras; la financiación y gestión del riesgo de las actividades agrícolas para impulsar actividades de industria y comercio en las zonas rurales; y la creación de un sistema de Proyectos de Interés Nacional Estratégico (Pine) para el agro y la puesta en marcha de un sistema nacional de información agropecuaria.
Como es evidente, ninguna de ellas está encaminada seriamente a la delimitación de la frontera agrícola ni mucho menos a la zonificación ambiental, pese a que el Ministerio del Medio Ambiente de Santos, dejó construida la ruta para la “identificación general de la frontera agrícola en Colombia” en un documento que debería ser aplicado inicialmente en los municipios PDTS (Programas de Desarrollo con Enfoque Territorial) y extendido a todo el país, pero ninguna estrategia toma en cuenta el problema original de tenencia de la tierra y, en cambio, todas parten de dejar las cosas como han estado, lo que favorece y fortalece los factores generadores de la guerra, tales como el crecimiento del narcotráfico, que es en sí mismo un factor de guerra, que no le da demasiadas oportunidades al posconflicto. La restitución de tierras a campesinos apenas alcanza el 0,08% de lo esperado y la asignación de nuevas parcelas ha estado signada por la mala calidad de la tierra y la ausencia de agua para cultivo o para producción de oxígeno. En ese marco de acciones, se ha consolidado el monocultivo de la caña, el de palma de aceite con inversión de 5.000 millones en la adecuación de tierras en Córdoba y su respectiva planta de extracción de aceite, el convenio con una empresa norteamericana que comercializará en el mundo biomasas para producir combustible de aviación elaborado a partir de cultivos de maíz, soya, herbáceos y leñosos, la expansión de la ganadería, y el aumento de explotación minera en territorios que deberían ser de reserva, conservación y protección ambiental, lo que le da al sector agropecuario un crecimiento del 3,3% incluyendo el aguacate hass y el cacao con su cosecha más grande de la historia según datos del Ministerio, pero que por la destinación de la tierra obliga al país a una importación de alimentos que supera el 30% de lo consumido, lo cual es gravísimo en un país con vocación agrícola, si se tiene en cuenta que, en el mundo, las importaciones de alimentos han elevado sus precios en un 40% según datos de la FAO.
A cambio de lo esperado en el cumplimiento de los Acuerdos de Paz, que era una disminución en el desplazamiento, un aumento en cultivos de alimentos, mayor productividad en las unidades campesinas, inversión de capitales con destinos más tolerantes y respetuosos del medio ambiente, sustitución de insumos tóxicos por orgánicos, y, en lo ambiental, protección de los páramos, estímulo a la interconexión de ecosistemas estratégicos, áreas protegidas en contextos urbanos, regulación hídrica, el Gobierno concede nuevas autorizaciones a las multinacionales para que hagan exploración y explotación en zonas que ponen en peligro la vida de los lugareños y de los complejos urbanísticos de amplias zonas del país.
Por su parte las desaparecidas Farc se comprometieron, en materia ambiental a “participar en los programas de sustitución de cultivos de uso ilícito y en programas de reparación del daño ambiental, como por ejemplo la reforestación”. Sin embargo, los firmantes dedicados a esas labores han sido los más vulnerables frente al asesinato sistemático, que ya ha alcanzado la cifra de 300 víctimas. Las decisiones gubernamentales en las que el alma es “hacer trizas los acuerdos”, tienen un efecto evidente en la reducción del potencial ambiental de los territorios y en la reducción de las dinámicas indispensables para lograr ambientes inclusivos y sostenibles. No hay una efectiva protección de los ecosistemas, como tampoco una protección del agua entendida como un ciclo vital, y menos la educación de las comunidades para lograr conciencia ecológica, producción y consumo responsable y defensa de los recursos hídricos. No se ha hecho ningún proceso de sanación efectiva de los escenarios donde se desarrollaron conflictos bélicos en zonas de alta biodiversidad y especialmente vulnerables, conocidas como puntos críticos de biodiversidad. Al contrario, se han bombardeado por parte del Gobierno. Tampoco hay una línea de sustitución de cultivos de uso ilícito, que propenda por la seguridad y lo soberanía alimentaria de los campesinos.
Así las cosas, en el postconflicto, igual que en tiempos pretéritos, el modelo económico sigue imponiéndose sobre la vida en todas sus manifestaciones. El éxito del proceso de paz estriba en el cumplimiento del mismo, pero los últimos cinco años han sido la ratificación de la capacidad que tiene el neoliberalismo de fabricar desastres.