El paquete tributario del Gobierno en versión posterior al Paro Nacional
Si alguna duda quedaba de que la coalición política gobernante en Colombia que preside Iván Duque es incapaz de poner a pagar impuestos justos a los dueños de las grandes fortunas, la reforma tributaria recién aprobada es una prueba concluyente. También lo es de su obstinación en desechar una reestructuración de la deuda. Una de las herencias de Duque que más perjudicará a un nuevo gobierno que se proponga impulsar el progreso social de la nación, es dejarle un régimen tributario en extremo ineficiente e inequitativo y contrario al interés nacional. Hablamos de un régimen que mientras es exigente e inflexible con los negocios y personas de ingresos modestos, exonera de muchos tributos a la inversión extranjera o le permite la evasión de cuantiosos impuestos y regalías.
Por Arturo Cancino C.
El Congreso aprobó a las carreras y sin debate el último proyecto tributario presentado por el Gobierno. Si alguna duda quedaba de que la coalición política gobernante en Colombia que preside Iván Duque es incapaz de poner a pagar impuestos justos a los dueños de las grandes fortunas, la reforma tributaria recién aprobada es una prueba concluyente. También lo es de su obstinación en desechar una reestructuración de la deuda.
Venimos de una recesión que quebró a más de medio millón de empresas pequeñas y medianas, duplicó el desempleo en las grandes ciudades, sumergió en la pobreza a 42% de los colombianos (21 millones) y dejó otro 30% al borde de la misma. La emergencia sanitaria mundial obligó a todos los gobiernos a afrontar la crisis económica derivada con un gasto social compensatorio extraordinario, pero el gobierno de Duque limitó la respuesta a menos del 3% PIB, la mitad de Chile y la tercera parte de Perú o Brasil. La insuficiencia del gasto público de emergencia, agravada con su mala asignación y ejecución, hizo que fuera mínima la mitigación social del impacto del derrumbe económico. En consecuencia, la devastación de las condiciones de vida de la mayoría de los colombianos se convirtió en una catástrofe que no termina.
Sin embargo, a diferencia de todos los demás gobiernos, el presidente y su ministro Carrasquilla pretendieron recuperar con creces para el fisco las migajas gastadas y contrarrestar la caída de los ingresos tributarios mediante una reforma encaminada a exprimir los ingresos de los trabajadores y de la clase media en ruinas, sin siquiera esperar la superación de la pandemia. Y así desencadenaron una reacción popular descomunal que obligó al retiro del proyecto original y le costó a Duque la caída de su ministro de Hacienda. No obstante el Gobierno, igual que persistió en negar la legitimidad de la protesta social -atribuyéndola a una conspiración de izquierda en su contra y respondiendo al reclamo popular con la violencia criminal de los organismos del Estado- se empeñó en resucitar la reforma tributaria con algunos cambios pero el mismo criterio: distribuir el costo del precario gasto realizado (y la caída de los ingresos fiscales) entre la mayoría de los integrantes del sector productivo, manteniendo intactos los privilegios de los grandes capitales y la inequitativa estructura tributaria vigente.
El objetivo real de la reforma
¿Qué se propone este proyecto aprobado con el nombre de Ley de Solidaridad Sostenible? Como en la anterior reforma tributaria de 2019, llamada “Ley de Crecimiento” -que agudizó la desfinanciación del Estado para mejorar las abultadas ganancias de los grandes capitales- los apodos usados para las políticas de este gobierno cumplen el papel de disfrazar el verdadero fin que buscan. En esta reforma, la prórroga y ampliación de cobertura de la insignificante ayuda a los damnificados (“ingreso solidario”) junto con la extensión por el resto de este año del subsidio a la nómina (Paef) y el pago de la matrícula a los estudiantes de estratos bajos, representan esencialmente una pantalla para justificar el alza indiscriminada del impuesto a las empresas. Se incluyen nuevos subsidios temporales al empleo juvenil (25% del salario mínimo) y femenino (15%). Pero el resultado de aumentarle la carga impositiva a las empresas será dificultar la recuperación especialmente de las Mipymes y perjudicar creación de la mayoría del empleo que dice proteger. Además, por la vía del traslado de los costos al consumidor, contribuirá al aumento general de precios, que ya superó el 4%, una inflación que erosiona los ingresos y perjudica en mayor proporción a los más pobres.
Salta a la vista que la aprobación de las políticas de gasto público puede seguir un camino diferente del de una reforma tributaria y que su financiación se relaciona con el uso de los ingresos ordinarios de la nación, su distribución por partidas, el gasto militar, la suma destinada a inversión vs. la del servicio de la deuda, el crédito público, etc. La formulación de estas políticas es más propia de un Plan de Desarrollo o del Presupuesto General de la Nación. De modo que al incorporar en la reforma tributaria unos planes de gasto social que no comprometen sino una parte del nuevo recaudo esperado, queda en evidencia la envoltura demagógica del proyecto.
Como muchos analistas han observado, el imperativo verdadero de este proyecto es otro distinto del que el Gobierno quiere venderle a la opinión. Se trata en realidad de moderar el déficit fiscal para ofrecer garantías de solvencia a los acreedores financieros ante el aumento exponencial de la deuda. Esta se empezó a disparar con el festival de obsequios a la inversión extranjera y de privilegios fiscales para los más ricos de las reformas tributarias anteriores a la pandemia. Y se acentuó con la mayor caída de los ingresos tributarios durante esta última.
Pero si bien el desbordamiento de la deuda es el origen innegable del desequilibrio fiscal, para la ultraortodoxia neoliberal de éste gobierno antes que renegociar las condiciones del pago de la deuda pública[1] es preferible gravar con mayores impuestos la actividad económica, aun convaleciente de la recesión de 2020. No importa si se sacrifica la recuperación por tratar de aparentar la reputación de buen deudor. Aspira así a seguir suplantando la inversión productiva por el crecimiento al debe.
Así mismo, prefiere ignorar que, gracias a la racha de privilegios fiscales regresivos establecidos por los gobiernos neoliberales -multiplicados en los de Uribe y Santos y agigantados por el presente- los ingresos fiscales y la confianza en la capacidad de pago del país ya están en alto grado deteriorados a la vista del mercado de capitales y se ha terminado por perder el llamado grado de inversión. Lo cual no es bueno para el sector público porque aumenta el costo del endeudamiento, pero es igualmente malo para el sector privado endeudado en el exterior. Y resulta también perjudicial para el negocio financiero receptor de dinero barato que convierte en préstamos caros, con cuyas ganancias de la usura y especulación se inflan las cifras de crecimiento. Las mismas que le sirven para presumir al Gobierno, pero poco mejoran las del empleo y nada la distribución del ingreso.
El contenido de la reforma y sus alcances
La derrota que le infligió a Duque la formidable protesta social del Paro Nacional dejó un consenso temporal entre las fuerzas gobiernistas que éste no pudo desconocer en la reforma actual: abstenerse de ampliar el IVA de la canasta familiar y renunciar a convertir en contribuyentes del impuesto de renta a muchos trabajadores, pensionados y sectores medios de ingresos bajos. El proyecto que el Paro Nacional hundió en abril pretendía recoger cerca de $30 billones, 90% apoyado en estos nuevos gravámenes. Traía también como barniz, para disimular el zarpazo a los ingresos de los sectores populares, un tenue ajuste hacia la equidad consistente en un impuesto transitorio al patrimonio de los más ricos (mayor de $4.900 millones) y un incremento de la tasa impositiva vigente a las rentas de capital (dividendos), gravamen que a duras penas se proponía elevar hasta cerca de la mitad de la que se cobra a las rentas laborales.
El nuevo proyecto redujo a $15,2 billones los ambiciosos ingresos fiscales que se buscan obtener y sustituyó los originados en la extensión del IVA y las rentas laborales por una reversión parcial y temporal de los beneficios otorgados a las empresas en la reforma de 2019, como había sugerido sin resultados la Andi. También incluyó una sobretasa de 3% entre 2022 y 2025 a las utilidades de los bancos. Pero, contrariamente a las recomendaciones de economistas y expertos tributarios sobre eliminar las gabelas injustificadas y discriminatorias que benefician principalmente a las multinacionales y a los grandes conglomerados -como las otorgadas a las zonas francas y la agroindustria y las exenciones de impuestos para la importación de maquinaria- lo que se revirtió fue la disminución general de la tasa de impuesto de renta que reducía los costos por igual a grandes y pequeños empresarios nacionales.
Esta tenía algunos efectos positivos sobre la competitividad de la producción nacional frente a las importaciones, además de favorecer la moderación de precios para los consumidores. Por otro lado, tampoco se incluyó en la reforma aprobada el impuesto a las bebidas azucaradas, pese a que esta rama está dominada por poderosos oligopolios y no obstante su comprobado efecto nocivo en la salud. No es una sorpresa que tras haberse descartado en la reforma el principal mecanismo confiscatorio de los ingresos de la gente (extensión del IVA y ampliación de contribuyentes de renta), motivo que justificaba el empleo de recursos de distracción, el Gobierno también haya prescindido por completo de las tibias disposiciones del proyecto inicial favorables a la equidad o al interés social en campos como la salud y el medioambiente. Duque, el uribismo y los partidos gobiernistas son alérgicos a semejantes “populismos”.
Tales son las diferencias entre los dos proyectos. Pero, sin contar el circo de los tres días sin IVA, hay algo de fondo en que sí coinciden el proyecto frustrado y el aprobado: reafirman la inequitativa estructura tributaria que consiste en sostener las finanzas públicas prioritariamente con impuestos indirectos como el IVA, socialmente regresivos, y descargar el grueso de los directos en las rentas de las empresas y no en los ingresos de la minoría de individuos dueños de las grandes fortunas. Lo contrario de lo que ocurre entre los países de la OCDE y lo que en general hacen los países de mayor desarrollo, donde los impuestos directos y progresivos de las personas naturales contribuyen más que los indirectos y los que gravan a las personas jurídicas. El resultado que allí se obtiene en cuanto a disminución de la desigualdad social y la pobreza es evidente: mientras que en Colombia no cambia la distribución del ingreso antes y después de impuestos, en los países mencionados mejora sustancialmente dado que su sistema fiscal tiene, en diverso grado, una función redistributiva de la riqueza que el dogma neoliberal ha desterrado del nuestro.
Las empresas más grandes de nuestro país gozan, así mismo, de generosas exenciones que les permiten pagar hasta la mitad y menos de las tasas nominales, lo que las habilita para trasladar a sus propietarios gruesos dividendos por los que éstos pagan una tasa ridículamente baja de impuestos. Eso aparte de la exigua o nula tributación de los activos improductivos como las grandes extensiones rurales en poder de un número ínfimo de grandes terratenientes, tierras ociosas o dedicadas a la ganadería extensiva, muchas de ellas acumuladas por medio del despojo violento o la ocupación ilegal de baldíos de la nación. Su contribución fiscal sigue esperando el desarrollo y aplicación del catastro multipropósito contemplado en el Acuerdo de Paz, saboteado sistemáticamente por las fuerzas políticas del uribismo y sus aliados gobiernistas.
Lo anterior es apenas una porción del agudo problema de la evasión y elusión fiscal, cuya cuantía se estima en $50 billones anuales, más de tres veces lo que se espera recaudar con la reforma aprobada. Al respecto, una fracción menor de los nuevos ingresos que espera el Gobierno de la reforma aprobada proviene supuestamente de la disminución de la evasión fiscal. Pero lo dispuesto en la reforma no apunta a instaurar una gestión eficaz que actúe sobre una parte importante de esa evasión, los $300 billones que se estima se han traslado a paraísos fiscales, con el fin de obligarlos a pagar impuestos en Colombia. En cambio se incluyó nuevamente una amnistía a los dineros ocultos (15% de impuesto) como en la reforma de 2019, que aunque incentiva alguna legalización de capitales, también estimula su fuga ante la expectativa de nuevas amnistías, ya que los ingresos declarados en el país en promedio pagan una tasa mayor que la del beneficio ofrecido para la “normalización tributaria”.
De hecho, se ha vuelto usual que las grandes empresas tengan en promedio solo una cuarta parte de sus capitales en activos productivos mientras que el resto lo destinan a la especulación financiera. Una parte importante de esos fondos se esconde en paraísos fiscales lejos de los ojos de la Dian, y las filiales “de papel” que allí se crean facilitan el fraude fiscal en las operaciones de comercio exterior. Ante la dimensión de este agujero negro para los ingresos tributarios, no se explica que la lucha contra la evasión se reduzca a la citada amnistía o a la factura electrónica destinada a los negocios locales. Para no hablar de los inciertos resultados en la recuperación de dineros robados al Estado y sacados del país como los del contrato del MinTic con Centros Poblados, una modalidad de acumulación ilícita de fortunas con los recursos públicos que ha hecho carrera en los últimos años.
Las “jugaditas” de Duque a la oposición en la reforma tributaria
Haciendo gala de sus conocidas mañas demagógicas, el presidente y su nuevo ministro de Hacienda, Restrepo, se han esmerado en presentar la reforma aprobada como fruto de un amplio consenso, casi un acuerdo unánime de la nación, resultado de consultas exhaustivas e incluyentes. Nada más ajeno a la realidad. El ministro sólo se reunió con los gremios empresariales (pero se desestimaron las opiniones de Acopi, asociación que reúne a los pequeños y medianos empresarios), con los políticos de la bancada de gobierno y algunos mandatarios regionales y con ciertas asociaciones civiles afines al régimen o “neutrales”, para usar el más reciente eufemismo. Se excluyó de este proceso a las organizaciones sociales independientes y sus líderes, las Centrales Obreras y el Comité Nacional del Paro, así como a los partidos de oposición. La meta real no era escuchar a todos los implicados sino asegurar los votos suficientes en el Congreso para que su proyecto pasara sin debate y con modificaciones secundarias. Sus ponentes recibieron muchas propuestas de cambio, pero descartaron casi todas. Así se impuso a pupitrazo el proyecto.
Ese proceder es marcadamente inescrupuloso si se tiene en cuenta que la mayoría de las disposiciones de la reforma se aplicarán a partir del año entrante, cuando el gobierno de Duque está de salida. Y sus consecuencias tendrá que asumirlas el próximo gobierno. Es el caso, por ejemplo, del plan de austeridad del gasto público aprobado en la reforma, con el que espera cuadrar los ingresos totales proyectados. En el contexto de la crisis actual, más que un grave desatino neoliberal que no se le ha ocurrido a ningún otro gobierno, se trata de una camisa de fuerza para obstaculizar hacia el futuro una política de creación de empleo en el sector público que es una herramienta efectiva para disminuir el desempleo y fortalecer al Estado colombiano, tan limitado y ausente en múltiples áreas de la gestión pública.
Pocos pueden creer que un presidente cuyo gobierno le ha entregado los organismos de control a sus amigos y se ha distinguido por el despilfarro y el acceso discrecional de sus protegidos a los puestos y recursos públicos, a estas alturas se esté comprometiendo con algún tipo de “austeridad”, como no sea la de los servidores públicos subalternos. Mucho menos cuando con el mayor descaro hizo introducir de contrabando en el Presupuesto Nacional, aprobado a pupitrazo en el Congreso, la eliminación de la Ley de Garantías hecha para impedir a los funcionarios del Estado usar los contratos oficiales para financiar su campaña política y sobornar votantes en época preelectoral.
Además, es claro que el limitado efecto que tendrá esta reforma sobre el déficit fiscal frente a la necesidad de incrementar el gasto público, así como el imperativo de una verdadera reforma estructural, probablemente obligará al próximo gobierno a tramitar una nueva reforma tributaria que se proponga equilibrar la carga impositiva, recuperar la sostenibilidad de las finanzas del Estado y reducir el gasto oneroso de la deuda, aun si decide abordar una aconsejable renegociación de la misma. Y para esa gestión legislativa pesará negativamente en la opinión el desgaste a que ha sometido el gobierno de Duque al país con el trámite cuatro proyectos tributarios durante su mandato, dos de ellos fallidos.
Con todo, una de las herencias de Duque que más perjudicará a un nuevo gobierno que se proponga impulsar el progreso social de la nación, es dejarle un régimen tributario en extremo ineficiente e inequitativo y contrario al interés nacional. Hablamos de un régimen que mientras es exigente e inflexible con los negocios y personas de ingresos modestos, exonera de muchos tributos a la inversión extranjera o le permite la evasión de cuantiosos impuestos y regalías. Como resultado tenemos un esfuerzo fiscal inferior al 20% del PIB, más bajo que la mayoría de países de desarrollo medio y casi la mitad de los de la OCDE. Se trata de un sistema fiscal complaciente con el 0,1% de los superricos del país, los mismos que contribuyen con menos del 3% de sus ingresos al sostenimiento de un Estado funcional a sus intereses, dedicado a colmarlos de privilegios, mientras se destinan sumas residuales a la inversión y la política social.
Septiembre 26 de 2021
[1] En la cumbre realizada el año pasado al inicio de la pandemia entre el FMI y varios presidentes latinoamericanos, mientras los otros mandatarios exigían apoyo financiero y la refinanciación de la deuda, Duque se limitó a quejarse del rigor de las calificadoras de riesgo (¡!)