Reedición de un viejo editorial: de nuevo sobre la patria boba
Por Marcelo Torres Benavides.
El texto que aquí reproducimos corresponde a un fragmento del editorial de LA BAGATELA, órgano del PTC, de abril de 2002. Por esa época, el PTC aún mantenía la sigla con la cual se conocía públicamente la corriente política fundada por Francisco Mosquera, la del MOIR, denominación que luego descartamos para adoptar el nombre original de la misma, la del Partido del Trabajo de Colombia, y evitar indeseables confusiones. La traída a colación de este editorial no obedece a la afición por exhumar viejos escritos. Se trata de la vigencia actual tanto de problemas cruciales del país que fueron planteados en ese editorial como de candentes cuestiones de la táctica de lucha de los oprimidos, que en el mismo texto fueron defendidas y siguen plenamente vigentes. El clima creciente y generalizado de violencia, los estragos sociales del aumento de la desigualdad y la pobreza, el incremento de la intrusión y el acentuamiento del dominio estadounidense, y las cruentas consecuencias de la política antinarcóticos gringa basada en la prohibición, la represión y la extradición de colombianos, eran entonces las desgracias nacionales que venían de atrás, como ahora siguen siendo básicamente los mismos infortunios los que asuelan hoy a Colombia. Al cortejo de padecimientos de ese momento se agregó un ominoso anuncio: la amenaza del fascismo. Que contra todo lo previsible y deseable, recibió muy poca o ninguna atención del grueso de la izquierda y demás sectores democráticos. En lugar de elevar la visión sobre el horizonte hacia el porvenir, se apreció la situación con anteojeras del pasado. En vez de salirle al paso a la poderosa fuerza adversaria que emergía de la simbiosis del conflicto armado y el narcotráfico, que determinaría prácticamente los 20 años siguientes de la política colombiana, se dispersó la fuerza y se enfocó de modo principal y fallido la lucha contra la vieja casta política en bloque y sin las elementales diferenciaciones entre sus segmentos.
Por contraste, el texto que ahora publicamos puso el acento en la naturaleza de esa fuerza emergente y de quien la lideró y la definió, desde ese temprano momento, tal cual hoy la denomina un clamor democrático de voces cercano al consenso nacional: como fascista. Lo aducido por el editorial cuyo fragmento presentamos, demuestra que la definición no procedía de extravagancia propagandística alguna sino de hechos públicos establecidos e inequívocos. El editorial formula un interrogante nada adjetivo: por qué y cuánto se valorizó la candidatura de Álvaro Uribe para los intereses de Estados Unidos. Hoy se sabe, por los documentos secretos del gobierno norteamericano que fueron desclasificados y publicados, que las agencias gringas tenían incluido al candidato de la seguridad democrática, con nombre y apellidos, entre los principales peces gordos del tráfico de estupefacientes. Ha quedado claro que a despecho de los despliegues prohibicionistas antinarcóticos que Washington exige a gobiernos títeres como los de Colombia, y que a pesar de los piadosos orígenes puritanos en que dice fundarse, el origen y naturaleza de aspirantes a gobernantes y de gobernantes en ejercicio, cualquiera que sean, son dejados pragmáticamente de lado si dichos mandatarios o candidatos a serlo muestran y ejercen con dedicación su voluntad de servicio al imperio.
En el mismo texto al que dedicamos esta nota introductoria se plantea también la táctica aconsejable en aquel momento que, por las circunstancias imperantes ahora, sigue siendo cuestión de candente actualidad. En aquel momento en que recién iniciaba el siglo XXI, la lucha para impedir que Uribe ascendiera al poder se frustró por la incapacidad de las fuerzas democráticas ─y en particular por la incomprensión del momento por la izquierda─ a concentrar la fuerza en un frente único que no se limitara a la izquierda pero que tampoco la excluyera, y que de hecho habría tenido un carácter antifascista. Dieciséis años después, en las presidenciales de 2018, prácticamente se repitió la historia por obra y gracia de algunos rezagados. Hacia 2022, sería de esperar que la obtusa limitante, esa persistencia de la tradición de la Patria Boba, supere el obstáculo ahora conocido como la posición excluyente de un centro político que rechaza la necesaria alianza con la izquierda. Es por todo esto que el texto aquí publicado, resulta lectura pertinente.
LA BAGATELA edición # 9, abril 25 de 2002
El apoyo del MOIR a Serpa
(Fragmento)
I
A finales del año pasado [2001] y comienzos del presente [2002] se operó un vuelco en el transcurso del actual debate presidencial. Mientras que el candidato liberal disidente, Álvaro Uribe Vélez, se remontó en las encuestas, el escogido por el liberalismo, Horacio Serpa, descendió abruptamente. Está ya muy claro que el factor de mayor peso en el trastueque de la favorabilidad pública fue la indignación nacional frente al recrudecimiento de la violencia y la carencia de resultados al respecto de la política oficial de negociaciones de paz. Bajo esta presión y, sobre todo, por la de Estados Unidos, acentuada sustancialmente después del 11 de septiembre del año pasado, el gobierno puso fin a las tratativas pacificadoras y con ellas a la denominada zona de distensión. La dramática ruptura de las negociaciones de paz, más el desencadenamiento de una fase de atentados terroristas que afectaron masivamente a la población y cobraron nuevas víctimas, acentuaron con celeridad esa suerte de corrida, tan irreflexiva como precipitada, de la opinión de algunas zonas sociales hacia quien planteaba una fuerte respuesta a las guerrillas y se había opuesto a la política oficial de paz, Álvaro Uribe Vélez. Al propio tiempo, dejaron mal parado a quien, de una u otra forma, era percibido por la opinión como uno de los apoyos a la gestión oficial pacificadora del gobierno Pastrana, Horacio Serpa. Hubo, desde luego, otros motivos de no poca monta que coadyuvaron hacia el mismo efecto.
La brusca disminución del respaldo de la opinión pública hacia Serpa tenía raíces muy anteriores, por allá a mediados del año 2000, en la adopción de una estrategia errática de su campaña presidencial que nosotros calificamos desde entonces como la de amistarse con el enemigo. Con su viaje a Washington de aquellas fechas, Serpa expresó su aceptación del Plan Colombia y la dirección nacional del liberalismo dio su visto bueno a los compromisos de la administración pastranista con el FMI. Todo ello, pese al ascenso de aquellos días de la campaña serpista, terminó por diluir el papel de Serpa como principal jefe de la oposición. El país, atenazado entre una violencia salida de madre y la mayor crisis económica jamás padecida [la del año 1999], lo percibió por entonces, cada vez más, como cercano o colaborador del gobierno Pastrana. El apoyo liberal al proyecto legislativo 012 y luego a la ley 715 [Sistema General de Participaciones] constituyeron hitos de aquella descaecida etapa. Así, los efectos acumulados del repudio de la opinión pública al gobierno por la exacerbación de la violencia, como de la desesperanza y la frustración del pueblo por la tragedia económico-social resultante del rampante neoliberalismo oficial, que no encontraron por esas fechas vocero ni intérprete en Serpa, terminaron por embarcar, para finales del 2001, a considerables sectores de la opinión pública tras el espejismo de la seguridad que Uribe ofrecía.
Las encuestas de opinión que acompañaron el descenso de Serpa y la subida de Uribe cabalgaron, es cierto, sobre la irrupción real de un estado de ánimo del país, el repudio generalizado contra la violencia. Pero a partir de ahí fueron utilizadas intensamente por los medios de comunicación para manipular la opinión, magnificando la percepción adversa a Serpa, incrementando la frecuencia de los sondeos, buscando desmoralizar las filas del liberalismo.
El punto más bajo de la campaña de Serpa y el de mayor repunte de la de Uribe tuvo lugar a comienzos de marzo de este año [2002], alrededor de las elecciones de Congreso. Estas manifestaron el repudio del país contra el gobierno actual, un respaldo a las corrientes que aparecían enfrentadas o distanciadas de este y un rechazo o una disminución del apoyo a aquellos sectores, especialmente de los partidos tradicionales, que la opinión pública percibió cercanos a la actual administración. Las elecciones parlamentarias del 10 de marzo también tuvieron efectos catalizadores tanto en las dificultades afrontadas por la campaña serpista como en una más clara delimitación de los bandos enfrentados alrededor de las candidaturas presidenciales. Dos hechos clave se sucedieron: con el desmonte de la candidatura de Juan Camilo Restrepo el respaldo soterrado del conservatismo a Álvaro Uribe se hizo manifiesto y este candidato recibió el “guiño” de aprobación del gobierno Pastrana. No indagó el país por qué se otorgaba este respaldo oficial precisamente a quien había sido hipercrítico de la política de las negociaciones de paz. Simultáneamente, los principales medios de comunicación cerraron filas en torno del exgobernador de Antioquia. Y enseguida, casi dos semanas después de los comicios de Congreso, se produjo el anuncio de la adhesión de un grupo de parlamentarios denominados independientes a la candidatura presidencial de Luis Eduardo Garzón. Pudo aparecer como una urdimbre tejida por casualidades pero, para mediados de marzo, los medios de comunicación más influyentes y buena parte del mundillo político, …(…).., se deshacía en alabanzas hacia Uribe mientras se configuraba una muy real constelación, Toconser (todos –¿los neoliberales?– contra Serpa).
¿Qué había pasado? Desde mediados del año 2000 y hasta septiembre del 2001, la candidatura de Horacio Serpa marchó, puede decirse, viento en popa. Entonces se catalogaba a Serpa, especialmente por los principales medios de comunicación, como el más fuerte aspirante a la Presidencia de la República de Colombia. El Departamento de Estado norteamericano desplegaba un intrincado juego dirigido, hoy está claro, a despistar al país y en primer término al mismo Serpa. Con el señuelo de un apoyo a su candidatura, sugerido con la suficiente ambigüedad, Estados Unidos buscó paralizar el papel que efectivamente podía jugar Serpa como vocero y líder de la inconformidad nacional. Declaraciones de funcionarios del gobierno norteamericano aseveraron que Estados Unidos trabajaría con quien resultase el ganador elegido en las elecciones presidenciales colombianas, lo cual traducía que Serpa podría llegar a la presidencia con el visto bueno estadounidense siempre que realizase los suficientes esfuerzos que, a juicio de Washington, ameritasen que el imperio levantara el veto que había pesado sobre su candidatura en las presidenciales de 1998. Mientras aquel sortilegio influenciaba a Serpa, el descontento del país nacional se quedaba sin portavoz; así, la erosión de la influencia pública del candidato oficial del liberalismo era cuestión de tiempo.
Cuando las tornas cambiaron, quedó evidente, ya lo anotamos, que el factor nacional que permitió a Álvaro Uribe capitalizar en su favor una amplia corriente de opinión fue el repudio nacional contra la violencia y el hundimiento de las negociaciones de paz de Pastrana. Lo no evidente, debe recalcarse, sigue siendo por qué y cuánto se valorizó su candidatura para los intereses de Estados Unidos en las nuevas condiciones del giro de su política exterior a partir de los acontecimientos del 11 de septiembre.
II
Los ataques terroristas a las Torres Gemelas y al Pentágono aceleraron y volvieron dominante una tendencia que venía de atrás y que cristalizó en la “cruzada” mundial de Bush. Esta redefinió el terrorismo antinorteamericano como blanco de ataque principal –frente al cual el narcotráfico pasó a un segundo lugar–, y adoptó la guerra de agresión contra objetivos identificados (Estados, organizaciones y dirigentes) como política de prevalencia internacional de los intereses estadounidenses. Proclamó de hecho y de palabra la voluntad imperial de imponer su hegemonía mundial a todos los países del orbe –aun a costa de contrariar los intereses de sus socios de los países desarrollados– en una recrudecida versión de lo que los afectados han dado en llamar “unilateralismo”. Emprendió el menoscabo de la superestructura formalmente democrático-burguesa, tanto dentro de Estados Unidos como en los países sometidos a su dominio, con medidas y reajustes de corte policíaco o abiertamente fascistoides. Amén de la guerra de agresión contra Afganistán, de anunciar nuevas aventuras bélicas contra Iraq, Irán y Corea del Norte, y de intervenir en Filipinas, desató en el interior de Estados Unidos una verdadera ola de xenofobia, racismo y cacería de brujas. La justificación oficial de la tortura y del asesinato, del secuestro de extranjeros y de la tergiversación o el ocultamiento de información oficial que debía suministrarse al público, todo ello por razones de “seguridad nacional”, como las detenciones en masa de emigrantes del Tercer Mundo, la suspensión de los derechos constitucionales a ciudadanos no norteamericanos, junto con la supresión del derecho de defensa a los acusados de terrorismo, los allanamientos y el espionaje electrónico sin autorización judicial, son algunas de sus más conocidas manifestaciones.
El agresivo viraje de la política exterior de Estados Unidos ha encontrado activa resistencia tanto dentro como fuera de su propio suelo y tanto en los países más desarrollados como en la periferia atrasada y explotada. Medios académicos, órganos de prensa, redes o corrientes de Internet, gigantescas movilizaciones, organizaciones no gubernamentales, elementos del propio Congreso norteamericano y aun foros internacionales han alzado la voz para denunciar la nueva era en ciernes de atropellos y persecuciones políticas o por lo menos para no secundar las iracundas directrices de la Casa Blanca. Hace poco, dos grandes concentraciones se efectuaron en Washington para protestar contra la intervención militar norteamericana en Colombia.
La lógica de las cosas revela una visible y creciente incongruencia entre la actual agresiva política norteamericana y un elemento de su política anterior, los llamados derechos humanos. Si ya en el pasado estos fueron invariablemente subordinados a los intereses del imperio, resulta claro que su mantenimiento en el esquema de la cruzada mundial de Bush es más y más retórico de día en día. En el fallido golpe contra Chávez en Venezuela fue evidente el tono aprobatorio del Departamento de Estado al cuartelazo, su omisión a la condena de la ruptura del orden constitucional, y salió a flote la estrecha relación entre el nefando subsecretario de Estado, Otto Reich, y el magnate golpista líder del grupo Cisneros.
En el Medio Oriente, Bush llama “legítima defensa” a la ocupación territorial de suelo palestino y a las acciones terroristas del gobierno de Sharon contra la población de este pueblo inerme, cohonesta la masacre de Jenin que ha horrorizado al mundo y el cerco en que las tropas de Israel mantienen al líder Yasser Arafat. En la ONU, ha vetado con éxito a Mary Robinson para una prórroga de su período como Alta Comisionada de la organización para los derechos humanos debido a la posición independiente de esta funcionaria. Y en Guantánamo, somete a los prisioneros de guerra afganos al más vejatorio y bestial trato. En síntesis, que de día en día, la política norteamericana de los derechos humanos deviene en pancarta deshilachada, estorbosa para los halcones petroleros y financieros de la administración Bush, y de muy probable caída en desuso.
Para nuestro país tal viraje se viene concretando en una decidida política oficial norteamericana de ampliar las acciones militares del Plan Colombia de modo que, sin abandonar su carácter antinarcóticos, se dirijan primera y fundamentalmente contra las guerrillas. En busca de la modificación en tal sentido de la Ley de Ayuda al Extranjero, la administración Bush ha encomendado la reforma a la iniciativa legislativa como vía hacia el mayoritario apoyo bipartidista del Congreso. El texto del proyecto de ley fue entregado recientemente al propio presidente Andrés Pastrana por la Comisión de Relaciones Exteriores de la Cámara estadounidense. Al tiempo con el anuncio de un nuevo y sustancial incremento de la asistencia militar norteamericana, altos funcionarios de la administración Bush demandaron al gobierno de Pastrana “una estrategia nacional político-militar” contra el terrorismo y un mayor esfuerzo económico para aplicarla. La solicitud formal de la extradición de un miembro de las Farc por parte del gobierno norteamericano hecha a primeros de abril, y el anticipo de que el pedido se extendería a 11 miembros más de esa organización, puede convertirse en el motivo que suministre la plataforma “legal” para la ominosa perspectiva cercana de una intervención militar estadounidense en escala masiva en nuestro territorio. Como fuere, opuestos como hemos sido los moiristas a todo género de aventuras armadas, al secuestro y al empleo del terrorismo en la lucha política, hemos de reafirmar nuestra negativa rotunda a la extradición de colombianos en las actuales condiciones de dominio norteamericano.
No se requiere un notable esfuerzo para inferir que, dentro del esquema de la actual cruzada gringa antiterrorista, por lo menos en Colombia, el tipo de gobernante que mejor encarna el interés de la nueva política norteamericana ya no se limita al acostumbrado tecnócrata neoliberal “demócrata” y pro-norteamericano; ahora el más indicado será quien, además de la obediencia infinita a Washington, se muestre partidario sin ambages de la presencia militar del gendarme del mundo en nuestro territorio, y esté dispuesto a adelantar sin remilgos una política de represión, aun a costa de llevarse de calle cualquier vestigio de democracia política en nuestras latitudes. De seguro, tampoco será difícil para cualquier colombiano identificar al aspirante a la presidencia que encaja de lleno en este nuevo perfil: Álvaro Uribe Vélez.
Esta verdad es tanto más importante por estos días, cuando la serie de interrogantes públicos sobre la trayectoria de Uribe Vélez ha activado un despliegue en su defensa de algunos medios de comunicación empeñados en tapar el sol con las manos. El país debe reflexionar sobre algo evidente: ¿por qué la extrema indulgencia, la pasividad o el extraño silencio de Estados Unidos frente al cúmulo de hechos presentados sobre los antecedentes de Álvaro Uribe? ¿Procederían igual si se tratara de Serpa? Nadie puede tomar el señalamiento crítico de la Alta Comisionada de la ONU para los derechos humanos, Mary Robinson, [sobre el apoyo] a “algunos candidatos” que aúpan las acciones y organizaciones armadas ilegales en el conflicto colombiano, en inequívoca alusión a Álvaro Uribe Vélez, como procedente de Estados Unidos. El mundo entero sabe de la inquina y el proceder del imperio contra ella.
Una conclusión emerge rotunda: Álvaro Uribe Vélez es el candidato que más encuadra en el actual esquema represivo e intervencionista de política exterior de la Casa Blanca. Un informe del Colegio de Guerra del Ejército de Estados Unidos sobre Colombia, de marzo pasado, respalda la propuesta uribista de fundar una organización civil armada al concluir que el gobierno colombiano debe crear “fuerzas locales” de civiles puesto que “Ninguna guerra contrainsurgente se puede ganar de otra forma”[1]. Y por algo, el más servil de los gobiernos progringos, el de Pastrana, como varios ex funcionarios de la administración Gaviria y de la actual, al igual que los medios de comunicación más neoliberales y pro norteamericanos, se alinearon con Uribe. Un eventual gobierno de este personaje constituye el mayor peligro inmediato para Colombia. La presidencia de Álvaro Uribe significaría abrir la puerta a un régimen de corte fascista, el ahondamiento del modelo neoliberal y la amenaza de la ocupación militar extranjera.
III
Del concepto de “autoridad” de Álvaro Uribe, que inspira su lema de enfrentar la guerrilla con mano firme, deriva su caracterizada tendencia fascista elocuentemente expresada en su propuesta de crear una organización de civiles armados, paralela al Estado, integrada por un millón de hombres. Igualmente ilustrativo resulta su anunciado impulso a una reforma constitucional que dé paso a una legislación antiterrorista aún más drástica, puesto que la ley de Seguridad Nacional, en buena hora declarada inconstitucional por la Corte Constitucional, que atribuía funciones judiciales y de gobierno a las fuerzas armadas del Estado y daba cabida a la arbitrariedad de los uniformados, le pareció “muy tímida”. Revelador se muestra su total acuerdo con la actual designación del Fiscal general por el Presidente de la República, como su no respaldo a la corriente jurídica democrática que busca suprimir, como debe ser, las funciones judiciales a la Fiscalía y circunscribirla a las meramente investigativas. La conformación de bandas armadas de matones constituyó un elemento, característico en su momento, del fascismo alemán, italiano y español, los típicos grupos de asalto de camisas pardas y negras. No se requiere mucha imaginación para avizorar el poder represivo de que dispondría un gobierno uribista y el acusado carácter policíaco que tendría el Estado con una fuerza de magnitud semejante, desplegada por toda la geografía nacional, bajo un mando centralizado. Si a ello le agregamos el proyectado injerto constitucional fascistoide de Uribe, con el subsiguiente y draconiano estatuto antiterrorista, más el nombramiento de un nuevo Fiscal de bolsillo por el Presidente, con una Fiscalía como instrumento de persecución del Ejecutivo, más la revocatoria del Congreso, las perspectivas para el movimiento popular y democrático en un eventual gobierno uribista serían muy lúgubres. Con el expediente de la lucha contra el terrorismo, pronto se generalizaría la represión a cualquier forma de protesta social mediante el arrasamiento de los postulados, procedimientos, garantías y libertades democráticas, lo cual abriría el camino a la liquidación de toda oposición legal.
Hasta hoy, con excepción de la condenable práctica de los asesinatos y desapariciones de dirigentes sindicales y populares acusados de vínculos con las agrupaciones guerrilleras, puede afirmarse que la represión oficial contra el movimiento obrero y popular en general en el país se mantiene dentro del restrictivo promedio latinoamericano. Pero bajo un gobierno de Uribe, poca duda cabe de que se descargaría sobre los sindicatos y demás organizaciones populares, como contra los paros reivindicativos y cívicos y otras formas de resistencia civil frente a las medidas neoliberales, una verdadera ola represiva. El golpe sobrevendría contra los derechos de organización, huelga, reunión, movilización y expresión, y proseguiría sobre los de inviolabilidad del domicilio y la correspondencia, el debido proceso, prolongándose sin fin en un ominoso etcétera. No sólo el movimiento obrero, las organizaciones de izquierda, las liberales progresistas y las socialdemócratas sino las universidades, como las actividades y tendencias avanzadas en el plano de la cultura y el arte, e incluso políticos tradicionales y periódicos y medios de comunicación uncidos por conveniencia al carro del uribismo, llevarían del bulto bajo ese régimen liberticida. De resultar elegido Álvaro Uribe, a todas las desgracias ya sufridas por el país se añadirían nuevas y peores provenientes de la amalgama entre neoliberalismo y la variedad criolla del fascismo.
Recientemente, el columnista Fernando Garavito de El Espectador, luego de divulgar denuncias contra Álvaro Uribe, tuvo que huir al exterior amenazado de muerte. Aunque el mencionado candidato presidencial declaró su disposición a solicitar protección oficial para el periodista, lo cierto es que este tuvo que abandonar el país para salvar su vida y que quedó sentado el precedente de que las denuncias contra Uribe se pagan con la vida o el destierro. Esperemos que el director de Noticias Uno, Daniel Coronel, ya amenazado por lo mismo, corra con mejor suerte. En medio de la pasividad casi total del gobierno Pastrana, opera en muchas regiones del país una intimidación armada contra los seguidores de Horacio Serpa y de otras campañas, y en favor de Uribe Vélez, que ya ha producido víctimas fatales, y que impide al primero el adelantamiento de su campaña proselitista. Álvaro Uribe, a su vez, ha sido blanco de varios condenables y fallidos atentados en su contra. La situación constituye la mayor alteración de las reglas de juego de la democracia política que haya tenido lugar en Colombia en los últimos tiempos. Si esto ocurre a manera de abreboca, en el mero debate eleccionario, ¿qué le espera a los colombianos si Uribe llega a apoltronarse en la Casa de Nariño?
Más allá de algunas poses engañosas, la trayectoria de Uribe y varias de sus propuestas actuales permiten aseverar que un gobierno suyo tendría un acentuado sello neoliberal. En efecto, fue ponente, en el gobierno de César Gaviria, de las nefastas leyes 50 de 1990 y 100 de 1993 que provocaron sustanciales retrocesos en materia laboral y de salud pública y seguridad social. Como gobernador de Antioquia adelantó una agresiva política de privatizaciones, despidió masivamente trabajadores del Estado –maestros en particular–, provocó un deterioro ostensible de la educación pública y acreció la deuda del departamento. En sus planteamientos de campaña sobresalen su denodada defensa de la rentabilidad del capital financiero, la privatización de las entidades y empresas del Estado, su oposición al subsidio de desempleo, su política de “reducción de gastos administrativos y operacionales” para el ISS3, su anuncio de que cerrará el Sena, su defensa de la reforma pensional del FMI y su proyecto de supresión de las rentas parafiscales. Bajo un gobierno de Álvaro Uribe, se ahondaría el ruinoso modelo neoliberal que en las condiciones de Colombia remataría la consumación del proceso de desindustrialización nacional, de subasta final de los bienes públicos y de mayor apertura de nuestro mercado a la competencia foránea, se profundizaría el carácter de despensa de recursos naturales y energéticos del subsuelo asignado al país por Estados Unidos, como de uno que otro cultivo tropical, se acogotaría al extremo a Colombia en las fauces de la deuda externa, y se arrojaría el grueso de nuestra población a la más espantosa miseria.
Mas la peor de las posiciones de Uribe, la más lesiva para la existencia de Colombia como nación, por él planteada tanto años atrás como hoy, la constituye, sin duda alguna, su propuesta de que lleguen tropas de la ONU a “poner orden” en el conflicto interno colombiano. En mayo de 1996 como gobernador de Antioquia, cuando se desarrollaba un cruento enfrentamiento entre grupos armados ilegales por el control del territorio en Urabá, demandó la presencia de Cascos Azules en la región. De nuevo, en mayo de 1998, durante la última fase del debate presidencial de ese año, repitió su requerimiento de tropas de la organización mundial, esta vez para todo el territorio nacional. Y una vez más, en diciembre del año 2001, en el curso de la actual contienda por la presidencia, reafirmó su apátrida posición. En esta ocasión, habida cuenta de que la proclamada cruzada antiterorristra mundial de Bush estaba ya en plena marcha y de que Colombia es uno de sus blancos, fue ostensible la intención de granjearse el apoyo de Washington para su candidatura presidencial.
Las intervenciones de la ONU demuestran invariablemente que estas se producen, o dejan de hacerse, cuando los intereses norteamericanos lo demandan y en ellas las fuerzas militares estadounidenses han tenido siempre un peso decisivo. Varias de las intervenciones de la ONU en la posguerra fría resultaron aleccionadoras para los pueblos pobres del mundo: bombardeos, ultrajes a la población y masacres que bordearon el genocidio, como en Somalia; presencia militar en Timor para consolidar la anexión brutal de Indonesia. En la propia Europa, la intervención de la OTAN, bajo la égida norteamericana, consolidó el despresamiento de la antigua Yugoslavia y prohijó, como acaba de revelarse, matanzas contra la población musulmana a la cual supuestamente iba a proteger.
IV
Dado que la candidatura de Uribe Vélez es la mayor amenaza para Colombia, y dado el hecho de que “va ganando”, con mayor razón y urgencia se requiere una táctica capaz de enfrentar eficazmente su marcha hacia la Presidencia de la República. Lo más eficaz reside en respaldar la mayor fuerza que puede contrarrestar e incluso derrotar a Uribe, la que aglutina la candidatura de Serpa. El reconocimiento de que esta campaña ha afrontado serios problemas sólo hace más apremiante la necesidad de que las fuerzas revolucionarias, democráticas y progresistas se movilicen en su apoyo.
En las elecciones presidenciales colombianas del 2002 se libra a ojos vista uno de los más reñidos zafarranchos políticos de que se tenga noticia. De aquel lado, los sectores liderados por la minoría neoliberal del país, y ahora también por fascistas y profascistas, cuyo aglutinante actual es Álvaro Uribe Vélez, y en esta orilla, ese amplísimo espectro económico-social y político cuyo elemento más visible lo constituye la antigua casta política –mayoritariamente conformada por el liberalismo–, cuyo principal exponente, de tiempo atrás, sigue siendo Horacio Serpa. Los alineamientos políticos configurados en torno a uno y otro dirigente no se circunscriben al debate presidencial en curso sino que expresan intereses y tendencias básicas desde el inicio mismo del período neoliberal en Colombia. Configuran, pese a que algunos factores desdibujan su nitidez y sus fronteras, dos bandos permanentes y básicamente definidos: el de Uribe Vélez, que representa la fuerza recolonizadora del imperio norteamericano y sus agentes neoliberales en el país, de naturaleza antinacional, antipopular y profundamente regresiva; y el de Serpa, las fuerzas y baluartes de la nación que han resistido a su manera, con las características propias de distintas clases sociales, los embates del neoliberalismo pro norteamericano. Hasta hoy, la divisoria política principal del país, la que imprime su peculiar dinámica a la lucha en el terreno político, sigue derivándose de la pugna entre estos dos bandos. A las fuerzas patriotas del país, el desenvolvimiento y desenlace de tal enfrentamiento no les es ajeno, y en modo alguno pueden permanecer al margen. Las trascendentes repercusiones de este pleito van muchísimo más allá de la suerte de la vieja “clase” política, asaeteada por una irresistible tendencia a la desintegración, y tienen una incidencia decisiva, sea o no percibido así por las mayorías del país, para el rumbo de Colombia como nación. Las fuerzas patrióticas, y entre ellas la corriente proletaria revolucionaria en primerísimo lugar, debemos, por tanto, cerrar filas con el bando que se expresa con la candidatura presidencial de Serpa.
Flaco servicio se le presta a la causa de la resistencia anti-neoliberal si para eludir este imperativo de la hora se pone por delante la constante inclinación de la dirección liberal a conciliar, a acomodarse, a amistarse y a capitular, incluso, frente al enemigo. O la influenciable actitud de Serpa ante las maniobras de Washington para desactivar el potencial subversivo de su papel. Lo que corresponde ante esa proclividad del liberalismo a la vacilación, que incluye la realización de actos contrarios al interés nacional y popular, es la crítica franca, firme y pública, que no transija ante tales descarríos en el seno de la nación y que pugne por rectificaciones de fondo.
El hecho de que a pesar de la heroica lucha de resistencia del movimiento obrero no haya podido cuajar una genuina expresión de clase en el terreno político lo suficientemente fuerte para erguirse como una opción plausible en el debate presidencial –índice del atraso de nuestro proceso revolucionario–, no puede exonerarnos de tomar partido por el bando con el cual hemos librado, desde 1990, memorables batallas en desarrollo de una táctica proletaria que se mueve entre “los frutos de la tierra”.
Quienes desde las filas de la candidatura de Luis Eduardo Garzón le hacen el esguince a la necesidad de concentrar desde ahora todas las fuerzas posibles para salirle al paso a la marcha amenazante de Álvaro Uribe, con el argumento de que habrá tiempo para eso en la segunda vuelta, simplemente ignoran, deliberadamente o no, que la primera puede ser la vuelta definitiva. Hasta para un ciego resulta meridiano que el juego de los principales medios de comunicación al inflar artificialmente la campaña de Garzón, no busca cosa distinta que socavar la influencia de Serpa con el fin de allanarle el triunfo a Uribe en la primera vuelta. En junio de 1932, en la Alemania de la República de Weimar que colapsaba, las votaciones sumadas de la socialdemocracia y del Partido Comunista alemán habrían aventajado, si se hubiesen unido, en más de tres millones de votos a los sufragios obtenidos por el nazismo hitleriano que, dada la división de las fuerzas que podían detenerlo, ganó las elecciones para el Reichstag. Aquella derrota selló el destino de Europa, abrió la puerta a la Segunda Guerra Mundial y determinó el curso de la historia mundial en el siglo XX. Los socialdemócratas y comunistas terminaron uniéndose, en los campos nazis de concentración y de exterminio. De te fabula narratur.
Notas
[1] “EE.UU. Informe del Colegio de Guerra de EE.UU.”, El Tiempo, 2 de marzo del 2002, pág. 12.