Editorial. La candidatura de Claudia López, la coalición democrática y la consulta interpartidista
Levantó olas la proclamación de Claudia López como aspirante a la primera magistratura por el Congreso de Alianza Verde. Lógico, porque la candidata presidencial verde perfiló un liderato contra la gran corrupción cuyas escandalosas revelaciones han indignado tanto la nación. Los cuatro y medio millones de firmas depositadas por ciudadanos de todas las banderías en apoyo a la campaña contra ese flagelo al frente de la cual se destacó la senadora, son también elocuente reconocimiento de su papel. Una de las consecuencias positivas de la crisis provocada por la profundización del conocimiento del gran público sobre las prácticas más corruptas del país. Que, cual sísmica conmoción, cuestionan los viejos caudillajes y baronazgos, a la par que agrietan los cimientos del statu quo colombiano y pueden redireccionar la confianza de decisivas multitudes hacia nuevas salidas democráticas.
Tocada una de las fibras más sensibles del país, la airada repulsa contra la corrupción en las cúspides mismas del Estado, se desató una masiva tendencia a cortar por lo sano con quienes la personifiquen, a descubrir y denunciar sus fechorías ocultas o, simplemente, a demandar la verdad de los relacionados con sus ramificaciones. O sea, que el curso mismo de los hechos nos está diciendo que el caudal público puesto en movimiento podría volverse arrollador y, por tanto, llegar a tener un peso decisorio en las elecciones presidenciales de 2018. No es casual que con el retiro del antiguo candidato del Centro Democrático, Zuluaga –y el de mayor arrastre electoral de esa agrupación−, a consecuencia de Odebrecht, el uribismo haya tenido que encajar un notable percance. Ni tampoco que el exzar de la Infraestructura, Germán Vargas Lleras, distante hipercrítico del proceso de paz pero beneficiario del gobierno que lo presidió, haya decidido inscribir su candidatura mediante firmas en lugar de bajo el alar de su fementido Cambio Radical. Agrupamiento este del vargasllerismo, un tanto chamuscado ya, por sus conocidos avales a los artífices de la corrupción en La Guajira, por la militancia en sus filas del exzar Anticorrupción de la Fiscalía, protagonista del escándalo que involucra a dos expresidentes de la Corte Suprema y a otros magistrados, como por la extraña ignorancia sobre las andanzas de Odebrechet, cuyo contrato se ejecutó en buena parte a cargo de dependencias y entidades del gobierno bajo control del exvicepresidente.
La corriente contra la corrupción vino a agregar quizá la más potente carga anímica al “estado de la opinión” en Colombia. Se superpuso a otras circunstancias básicas que ya venían incidiendo considerablemente en la percepción pública: la intensa campaña del uribismo contra los acuerdos de paz y la creciente inconformidad popular por el rudo bajonazo de la economía y el deterioro de la situación social. Se generó entonces una imagen generalizada de la situación del país en la que, al tiempo que el repudio a la corrupción y la desaprobación al actual gobierno por su política económica y social se agrandaban hasta copar casi por completo el escenario nacional, decreció sustancialmente a su mínimo nivel la atención pública concentrada en el proceso de paz durante el año pasado. El relativo éxito de las huestes del expresidente Uribe y las demás fracciones de la ultraderecha en revivir la condena social por las heridas causadas por los alzados en armas, atizar el deseo de venganza contra estos, e inducir la desconfianza hacia los acuerdos de paz pactados, se combinó y fue objetivamente reforzado con la incongruente fórmula de paz con ajuste fiscal, tan obtusa como obcecadamente aplicada por el gobierno Santos. De modo que cuando irrumpió el escándalo Odebrecht y le siguieron luego otros de igual o peor calibre, fue como si la anterior gran expectativa nacional por el proceso de paz hubiera recibido su golpe de gracia.
Se operó así un trastocamiento mayúsculo de la percepción pública colombiana, en cuanto ha tenido lugar una falsa o deformada valoración de los factores en presencia. La influencia simultánea de sucesos de gran importancia intrínseca –el rechazo a la corrupción y el gran descontento social– con otros dirigidos a alterar el conocimiento real de la situación del país –las tergiversaciones y descaradas mentiras de la extrema derecha–, terminó por ocultar o impedir valorar la entidad del factor realmente determinante en la vida del país. Esta raíz de todas las cosas en Colombia ha sido el conflicto armado y ahora, cuando este parece transitar su terminación definitiva, lo es su reverso, el cumplimiento de los acuerdos del proceso de paz. No hay asunto fundamental en el país, –el nivel de vida de la población, el desarrollo nacional, la democracia en general y los derechos de las nuevas ciudadanías en particular, la misma lucha contra la corrupción y nuestra contribución a la movilización mundial por frenar el calentamiento global– que no dependa de si se logra o no aclimatar la paz en Colombia.
La finalización de la contienda armada conllevaría la cesación de la sangría, la destrucción y los horrores del conflicto, y con ello se abriría la posibilidad de invertir los ingentes recursos públicos y privados dedicados a la guerra, en bienestar social y desarrollo económico. Con la terminación de la utilización de las armas en la lucha política se mejorarían enormemente las condiciones para seguir librando la pugna por la defensa de los derechos democráticos y con ello sus resultados. La misma batalla de la población contra la corrupción podría librarse a fondo, en un entorno de garantías civiles, sin los enormes riesgos de la violencia política. El cese del conflicto armado pondría fin al injusto clima ideológico que identifica toda expresión progresista o de izquierda con la violencia y el terrorismo, lo cual conformaría un contexto político-social en el que las fuerzas democráticas tengan opción real de gobierno.
El hecho de que la importancia de la paz como principal propósito nacional haya sido mediáticamente relegada o desplazada al fondo de la escena colombiana, no disminuye un ápice su papel de hilo conductor de la comprensión del rumbo del país. Y sea que la decisión trascendente –la elección de presidente en 2018− se tomara bajo su consciente influjo, o que, por el contrario, diversos fenómenos concurran a mantener apartada de su importancia la atención de una opinión nacional desorientada y confundida, el peso de dicho factor terminará definiendo, para bien o para mal, el porvenir del país. Para bien, si el flujo masivo en pro de la paz que atestó con su entusiasmo juvenil calles y plazas el año pasado hubiese sido potenciado, o pudiese serlo aún, con la conciencia del grueso de los sectores de la población de que la posibilidad de conquistar una sociedad más justa mediante profundas transformaciones pasa en Colombia por la previa aclimatación de la paz en nuestro suelo. O para mal, si en lugar de esto, los enemigos abiertos y encubiertos de la paz y el progreso –adulterando los hechos, propalando falacias y apuntalando creencias retrógradas− lograran encauzar en favor de sus liderazgos el malestar social, las demandas de justicia y hasta los deseos de cambio.
En Colombia las cosas vienen inclinándose, al parecer, por un sendero a medio camino entre tales opciones. Hechos fortuitos, en cuanto escapaban al control de los poderes establecidos en Colombia, originados fuera del ámbito nacional, como el escándalo Odebrecht y el estallido del derivado del acuerdo del exgobernador Lyons con la DEA, desataron una dinámica de escandalosas revelaciones en serie de la gran corrupción estatal y privada. Cuya respuesta social, la gran reacción en cadena de repulsa generalizada a la corrupción, amenaza con enderezar su filo contra el vértice del establecimiento colombiano. De modo que la inesperada cadena de circunstancias –caminos inéditos de la lucha social y política− bien puede terminar afectando la credibilidad de las dos principales facciones enemigas de la paz, el uribismo y el vargasllerismo, y propiciando una genuina salida democrática. Es decir, favoreciendo en últimas la victoria en las elecciones presidenciales del 27 de mayo de 2018 de una de las candidaturas democráticas, y consolidando así, los acuerdos y el camino de la paz colombiana. Si por esta ruta, la del repudio del país a la corrupción y a sus mayores responsables, recorrida merced a detonantes por nadie previstos, se ha llegado, como en efecto sucede, al reconocimiento y apoyo público a los principales liderazgos democráticos, tal cual lo indica una serie sostenida de encuestas, en la cual vienen figurando en el pelotón puntero Gustavo Petro, Sergio Fajardo, Claudia López, y Clara López, aún hace falta, cabe reiterar, una imprescindible premisa: la conformación de una “enorme” coalición –según la afortunada expresión de Humberto De la Calle– que lleve a cabo, antes de la primera vuelta, una consulta con la participación de las candidaturas de todos los sectores democráticos en la cual se escoja su candidato único.
Por lo pronto, la acción táctica de la extrema derecha parece evidenciar su plena claridad sobre la correlación de fuerzas y su principal blanco de ataque. En efecto, tras un “casual” y cordial encuentro de sus jefes en Neiva, el expresidente Álvaro Uribe y el candidato presidencial Germán Vargas Lleras, el exvicepresidente anunció que si fuere necesario uniría fuerzas con el exmandatario para impedir la posibilidad de que la izquierda llegue al gobierno. Y hace poco, en Barranquilla, de nuevo el Clan Char insistió ante el exgobernante de la “mano dura” sobre la conveniencia de su alianza con la campaña de Vargas Lleras, y esta vez para juntar fuerzas en la primera vuelta presidencial. En el dicho y en los hechos, así, viene dándose el agrupamiento de las fuerzas ultraderechistas. En el mismo sentido, circula la versión de que “Los Ñoños”, Musa Besaile y Bernardo Elías, los caciques políticos de Córdoba, quienes apoyaron la primera elección de Santos siguiendo la instrucción el entonces jefe de la U, habrían expresado ahora que como desquite con el gobierno por haberlos abandonado a su suerte en el escándalo de ese departamento, canalizarán su cauda electoral –casi 300 mil votos– hacia las huestes de quien resulte candidato presidencial del Centro Democrático, de “el que diga Uribe”.
En las filas de las candidaturas presidenciales del bando que puede denominarse democrático, con muy pocas excepciones, la preocupación dominante es la idea de integrar si no una coalición “enorme” sí una alianza más o menos amplia que escoja un candidato único. El que la discusión sobre el tema se haya intensificado en los diferentes agrupamientos de izquierda, del centro e incluso en el liberalismo, así lo demuestra. La existencia de distintos enfoques sobre la coalición y de diferentes maneras planteadas para llevarla a cabo, manifiesta la complejidad del asunto pero subraya el acercamiento a una raíz común: la necesidad de concentrar las fuerzas democráticas para escoger un candidato único capaz de vencer. La proclamación de Claudia López como candidata de Alianza Verde, de la cual formamos parte, la resolución aprobada por su reciente Congreso en pro de la construcción de una amplia coalición democrática, la alianza de la aspirante presidencial verde con los candidatos Fajardo y Robledo para conformar una coalición de tres, como la propuesta de integrar una lista única democrática de Senado, debe verse en esta perspectiva. Tales hechos manifiestan claros avances. Menos de los deseables ante la urgencia de la hora, pero avances en fin de cuentas. Así sea en cámara lenta, y quepa la glosa –justa– de que faltan en esa coalición Gustavo Petro, Clara López y Humberto De la Calle, al igual que los otros candidatos democráticos. Como fuere, parece empezar a emerger el instinto de conservación de entre los numerosos segmentos y matices de la democracia colombiana. Procede, por tanto, a la par con el apremio por apretar el paso, el de ensanchar en los hechos la coalición de todas las fuerzas de la democracia.
Bogotá, 22 de septiembre de 2017