A 40 años del Paro Cívico Nacional de 1977

Ciro Queipo Jiménez Díaz

Abogado

Los cambios en la economía nacional y sus consecuencias en el movimiento obrero, ocurridos en las últimas cuatro décadas, han sido de gran trascendencia.

Por estos días conmemoramos los 40 años de la realización del Paro Cívico Nacional del 14 de septiembre de 1977, uno de los acontecimientos más importantes de la historia en lucha sindical y popular de Colombia.

El gobierno liberal de ese entonces, en cabeza de Alfonso López Michelsen, quien llegó tras la derrota del conservador Álvaro Gómez Hurtado y máximo exponente de la teoría económica del “desarrollismo”, antecedente de la actual doctrina neoliberal, obliga al “pollo vallenato” a demagógicamente proponer novedosas políticas, pro trabajadores, pero que, en realidad, desconocían los derechos básicos de la población y arremetían contra sus organizaciones sociales y, en especial, contra el movimiento sindical, cuando, como corolario de su campaña electoral, planteó una regresiva política laboral en tres etapas: i) Ingresos y Salarios; ii) Salario Mínimo y Salario Integral y iii) Reforma Laboral.

La primera tesis, los “Ingresos y Salarios”, la esgrimió López, en 1974, como si se tratara de un programa revolucionario en un gobierno de los trabajadores contra los capitalistas basada en el desarrollo de una “acción concertada”, que detendría la espiral inflacionaria y serviría de mecanismo eficaz para controlar la distribución de los ingresos.

En esa “economía concertada” el factor preponderante a regular eran los salarios, los que, desde ese entonces, apuntalaban la cantaleta de calificarlos como de nefastos efectos en la elevación del costo de la vida.

Dos años más tarde, 1976, la política de Ingresos y Salarios tiene un segundo capítulo con la fijación impositiva del salario mínimo ante el fracaso de la concertación en el Consejo Nacional de Salarios. La economía estaba boyante ante los excelentes precios del café en EE. UU., que llegó a niveles de 3,03 dólares la libra y su monetarización en pesos les preocupaba, por considerarla un factor inflacionario, en momentos que esta superaba el 27% anual y su negativa a revaluar el peso por la “bonanza cafetera”, pues, ello perjudicaría al resto de trabajadores.

Entonces recurre a dos medidas: proponer el salario integral y elevar el salario mínimo. Con el primero buscaba ir desapareciendo paulatinamente las prestaciones sociales, a las que calificaba de “chucherías “ y “abalorios” y dar un salario inmediato mayor, integral, el que es acogido por empresarios, gremios, y parte de la clase obrera: UTC y Fedemetal, enfrentadas a la Cstc y Fetramecol que lo rechazan, por desconocer derechos adquiridos.

Y, en materia de la elevación del salario mínimo, para el 50 % más pobre de la población, los estudios de la época lo desaconsejaban al calificarlo como promotor de la desocupación, al señalar que un aumento del 1% en el sueldo, equivale a un incremento del 2% en el desempleo. Pero, el costo de la vida desaforado, que pasó del 6,8 en 1970 a 26% en 1974, empobreció amplias capas de la población y sirvió de gasolina para la protesta social.

Y el tercer aspecto fue la presentación al Congreso de una reforma laboral, en la que se pretendía unificar el texto normativo laboral e introducir los cambios esbozados en campaña, intentando adecuar las falencias detectadas en los 25 años anteriores e introducir recomendaciones de la OIT, en medio del debate sobre la conformación de una Asamblea Nacional Constituyente que contemplaba propuestas directamente relacionadas con la contradicción entre el capital y el trabajo.

La década del 70, puede ser una de las más dicientes sobre la forma como la política laboral se utiliza eficientemente como instrumento para el avance y consolidación de los capitales monopolistas y se presenta como una respuesta oficial a las acciones combativas que libraban los trabajadores, cuando, con una oleada de luchas en ascenso, se veían alcanzando nuevas conquistas y avanzando para lograr espacios de unidad.

Hace 40 años, de la población económicamente activa, registraba cerca al 16% de los trabajadores organizados. La fuerza sindical se concentraba en el sector industrial, que si bien no era muy desarrollado, por lo numeroso, tenía un peso determinante en la economía del país y agrupaba a la clase obrera en los cordones industriales de las principales ciudades, y en la mayoría de esas empresas se tenían fuertes sindicatos.

En Sutimac, en la industria del cemento y Sindiconst, en la de la construcción, se tenía la mayor expresión organizativa, de solidaridad y de coordinación sindical, aunada a la USO y su histórica huelga patriótica, con fines exclusivamente políticos y nacionalistas, a diferencia de las anteriores reivindicativas y económicas.

En términos generales existían empresas industriales, cuyos sindicatos libraron importantes luchas, batallas: Good Year, Colcurtidos, Postobón, Croydon, Induacero, Conalvidrios, Eternit, Avianca, las textileras: Fabricato, Coltejer y Tejicondor, muchas de ellas con exitosas huelgas ante la intransigencia patronal.

De remarcar las expresiones de los maestros, los bancarios, cementeros, trabajadores de la salud, obreros de la Philips, de Ecopetrol, Vanitex, Riopaila, los funcionarios del Ministerio de Hacienda, etc., en movimientos huelguísticos en los cuales jugamos un papel de dirección y de solidaridad proletaria.

Los sindicatos en ministerios y entidades estatales tenían una buena presencia: Caja Agraria, Telecom, el ISS.

Todo esto significaba una fortaleza para poder confrontar al régimen y su política económica, sintetizada en la consigna obrera de “Contra el Mandato de Hambre a la Carga”.

De otro lado, la división en el movimiento obrero se mantenía: existían ya las cuatro agrupaciones nacionales: UTC, CTC y CGT, con direcciones tradicionales, gobiernistas y de derecha, sumadas a la del “sector clasista” que integraba la Confederación Sindical de Trabajadores de Colombia, Cstc, más un fuerte sector independiente.

La coyuntura, de serias contradicciones del gobierno con sus dirigencias sindicales afectas y el descontento generalizado de la población, permitieron una ejemplar preparación del paro cívico nacional.

Los obreros coordinaron todas las tareas. Constituyeron comités de paro en cada empresa, en cada barrio, en cada municipio y en todo el país.

Las tareas del paro arrancaron con mucha fuerza y desde abajo: los sindicatos de base, la juventud y el estudiantado, las Juntas de Acción Comunal, las asociaciones de padres de familia, el campesinado y miles de organizaciones sociales más, obligaron a las direcciones sindicales a sumarse al portentoso paro cívico nacional de protesta, que inició antes y terminó después del 14 de septiembre, con un saldo de más de 60 muertos.

Se paralizó el país entero.

El presidente López recurrió al manido argumento de la “acción subversiva”, señalando como promotores del desorden a los ejecutivos de las centrales obreras y reprimió violentamente.

Han pasado 40 años después de la gran demostración del descontento. El movimiento sindical, aunque bastante mermado, sigue activo y paulatinamente poniéndose al frente de la movilización social. Así lo demostraron las expresiones huelguísticas en el magisterio, la Dian, Mintrabajo, el Sena, el Icbf, la justicia, las Contralorías, entre otras, aunadas a los recientes paros cívicos de Buenaventura y el Chocó, (mayo/2017), o a los más distantes, agosto de 2013, el camionero o el nacional agrario.

En todas esas luchas se visualizó una nueva tendencia: crece la protesta social, que quiebra la racha de reflujo derrotista de los años 2002-2010, en donde la constante era la represión y la inexistencia de negociación.

En el gobierno Santos, las masas se han volcado a las calles y logrado reivindicaciones que, aunque limitadas, comportan un desahogo de la inconformidad y en un ambiente libre de la estigmatización de ser producto de la infiltración subversiva. La situación hoy, por efectos de la paz con las Farc, es muy diferente.

Sin embargo, el nivel de organización del proletariado sigue siendo muy deficiente: de la población económicamente activa, la afiliación sindical escasamente llega al 4%, predomina la del sector estatal, particularmente, los maestros, que casi, con sus 220 mil sindicalizados, constituyen el 50% de la totalidad de los organizados, mientras los obreros del sector industrial y la agroindustria, están reducidos a su mínima expresión.

La debilidad está explicada por la funesta actitud del Estado: la liposucción estatal (privatización), la imparable desindustrialización, quiebras y cierres de empresas, despidos y la “tercerización”, la inminente desaparición del contrato laboral directo.

Con todo y eso, lo cierto es que han sido cuatro décadas que han servido para mostrarle al país entero que el movimiento sindical no ha perdido su vigencia, que acabarlo no es posible y sigue siendo baluarte principal en la construcción de una patria en paz, dialogante, incluyente y que camina, en medio de dificultades, por la senda del progreso y la democracia.

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