Lo histórico del pacto
Lo que hace que este pacto sea un pacto histórico, es que se está construyendo mediante una convocatoria amplia, de puertas abiertas, sin secretos ni clandestinidades. Es el primer pacto que se establece de cara a la ciudadanía y, en gran medida, construido por ella. Es un pacto para derrotar a los que siempre han traicionado los pactos. Es un pacto con la sociedad colombiana, transversal a todas las identidades, que se propone como alternativa a una cultura económica insostenible, trazando nuevos procesos de distribución y uso de los excedentes generados por múltiples actividades, dándole una resignificación a lo importante y a lo urgente en nuestra sociedad.
Por Teresa Consuelo Cardona
Colombia es un país de pactos, aunque la mayoría de ellos se hayan firmado de espaldas a la sociedad o sin que las comunidades lograran comprender los alcances reales de esos pactos. Entre los más destacados están: La Liga, Unión Republicana, Partido Nacional, Concentración Nacional, Unión Nacional, Golpe de Opinión, Frente Civil y el Frente Nacional. Pero hay otros. En general, los pactos se han presentado como un acuerdo que pretende evitar un mal peor del que ya se está viviendo. Es decir, nacen del reconocimiento de que los sucesos y acontecimientos que marcan la vida nacional van por mal camino. Pero normalmente, los pactos se han cerrado en torno a intereses muy particulares de unas pocas personas y se justifican, desde una aparente perspectiva amplia, que beneficiaría a muchos.
En 1886, los liberales fueron excluidos del poder y para enfrentar en las elecciones al Partido Conservador, se creó el Partido Nacional, presidido por Rafael Núñez, militante del partido liberal y por Miguel Antonio Caro, procedente de las entrañas del partido conservador, quien ya tenía la experiencia de haber fundado el Partido Católico. Ese partido se presentó como alternativa a los partidos tradicionales, y aunque duró solo hasta 1902, mostró las enormes posibilidades que se tejen en torno a una coalición de castas disfrazada de pacto social. Su eslogan fue “Regeneración o catástrofe” y ganó las elecciones con amplio margen. La Regeneración estuvo dedicada, a la exclusión y represión de las voces alternativas, como la del Partido Liberal. Fue un gobierno centralista y autoritario, cuyo ejercicio se extendía a otras ramas del poder público, disminuyendo la presencia de los opositores liberales en el Congreso mediante el fraude electoral y la represión violenta, e impidiendo su presencia en las regiones.
En el gobierno del Partido Nacional, todo era conservador: el Congreso, la Corte Suprema, el Consejo de Estado, el Ejército, la Policía y la burocracia. Para garantizar la obediencia de la población en todo el país, se limitó la libertad de expresión de los periódicos y se dieron amplias facultades de detención a la Policía Nacional. Ese pacto que aparentemente pretendía disminuir los choques violentos de liberales y conservadores, terminó atizando la llama de la Guerra de los Mil Días. Mientras los pobres fueron a la guerra, los ricos descubrieron los negocios internacionales, con la transacción en torno a Panamá. Una de las herencias más inmovilizantes de la sociedad en la Regeneración, es el Concordato entre Colombia y El Vaticano, que estableció que la educación e instrucción pública en universidades, colegios y escuelas debería estar en conformidad con los dogmas y la moral de la religión católica. El Concordato le permitió a la Iglesia el control de la educación y la familia, y los educadores de la sociedad fueron asignados por el Partido Conservador. La inmovilidad social estaba garantizada, y el pacto social entre el Estado y los colombianos fue de simple subordinación. Nada de participación.
Saltemos en el tiempo hasta 1946. Los liberales, que eran los marginados y excluidos, se reorganizaron, ganaron en las urnas y alcanzaron la conformación de la República Liberal, que duró del 30 al 46. Las bases empezaron a pedir redistribución y posesión de la tierra, salario justo, derecho a la huelga, impuestos a los ricos y soberanía, pero los jefes se desgastaron en peleas interminables que impidieron que los deseos de las bases se materializaran. Incluso la Revolución en Marcha, de López Pumarejo, tuvo que detenerse, para darle aire a las castas y a sus prioridades. Así, el Partido Liberal, transando con el ultraconservador Laureano Gómez, para evitar parecer comunista, traicionó el pacto que había hecho con las clases sin privilegios.
Por esos días, empezó a sonar ardientemente el nombre de un joven parlamentario, Jorge Eliécer Gaitán, quien ya había sido alcalde de Bogotá, ministro de Educación y de Trabajo, que quiso aglutinar las fuerzas sobrevivientes de ese liberalismo revolucionario, haciendo pactos con los olvidados para garantizar sus reivindicaciones, pero fue acallado por los acuerdos de sus compañeros liberales que defendían la propiedad privada amenazada por la reforma agraria. Aunque su discurso se modificó, mantuvo sus ideales durante la candidatura presidencial en representación de los sectores populares y sindicatos, frente a Gabriel Turbay, su opositor liberal que representaba a la burguesía, al empresariado y a los banqueros. La división del Partido permitió el triunfo de Mariano Ospina Pérez. Poco después, Gaitán, el fervoroso candidato de los pobres fue señalado de comunista y asesinado, y el pacto del liberalismo con sus bases se rompió para siempre.
En 1956, de espaldas a la sociedad, se firmó el Pacto de Benidorm, en el que liberales y conservadores, encabezados por Alberto Lleras Camargo y Laureano Gómez, respectivamente, acordaron establecer un sistema que permitiera el reparto igualitario de la administración del Estado, lo que se llamó el Frente Nacional. Los detalles se acordaron en la ciudad de Benidorm, España, y la preocupación que lo motivó era el poder en manos de Gustavo Rojas Pinilla, un general golpista que, pese a todo, gozaba de una cierta aceptación popular por haber derrocado a ambos clanes políticos y era incómodo para las burguesías. En marzo del 57 se protocolizó el Frente Nacional, que se oponía a otro período de Rojas Pinilla. También entonces se firmó el acuerdo para convocar a los colombianos al Plebiscito del 57, en donde se ponía a consideración de la ciudadanía si aceptaba o no el Frente Nacional. La sociedad no intervino en el pacto, ni pudo sugerir modificaciones, solo lo aceptó porque se presentó como el fin de las disputas bélicas entre liberales y conservadores, que habían desangrado al país en lo que se conoce como La Violencia.
Nada se acordó sobre la concentración de la tierra, el acceso de otras fuerzas políticas a la participación democrática, los impuestos a los ricos, el salario justo y el trabajo digno, cuyo desequilibrio despojaba legalmente a los ciudadanos de sus escasos recursos. Ese pacto, que se ejecutó por 16 años entre dos partidos, traicionó las esperanzas de vivir en paz, porque no se resolvieron los problemas que nutren la guerra, desconoció actores y sectores, y porque impidió durante casi dos décadas la participación de otros partidos políticos como el Partido Comunista que había alcanzado 4 escaños en la Cámara de Representantes y desplegaba su presencia en todo el territorio nacional.
Después del Frente Nacional se han firmado otros pactos, entre los que figuran los Acuerdos de Paz con la insurgencia y, posiblemente, la Constitución del 91 sea el resultado de esos pactos. Sin embargo, el vínculo entre los gobiernos y la sociedad sigue estando roto frente a la profunda transformación económica y social que requiere el país, que no se ha podido materializar porque todos los pactos han sido hechos a puerta cerrada.
Otros pactos, como el de Ralito, que han tenido el carácter de ilegales, han contribuido a la pérdida de respeto hacia los partidos y al aumento de la desconfianza sobre las verdaderas intenciones de sus líderes. Con el nombre de Pacto de Ralito (Santa Fe de Ralito) se conoce al acuerdo, inicialmente secreto, firmado el 23 de julio del año 2001, entre jefes de grupos paramilitares y más de un centenar de políticos de diferentes regiones del país, como senadores, representantes, concejales, gobernadores y alcaldes de partidos de derecha, para un proyecto político que se comprometía a refundar la patria. Fue un pacto que pintó de vergüenza las estructuras estatales, los ambientes democráticos y los territorios, porque develó que quienes lo firmaron lo hicieron con total convicción de alcanzar el objetivo final que era mezclar el narcotráfico y las fuerzas paramilitares con las instituciones del Estado, para saquear los recursos de estas y fortalecer el poderío económico de un sector que ejercía ilegalmente el control de territorio mediante la violación a los derechos humanos y el terror.
El Acuerdo de paz con la guerrilla de las Farc, podría ser interpretado como otro pacto entre el Estado y la sociedad, ya que sus alcances pretendieron abrir nuevas rutas al restablecimiento de derechos de toda la población, no solo de los guerrilleros firmantes. Por su carácter, el pacto se hizo a puerta cerrada y la materialización de los beneficios para el pueblo se estrelló contra la rígida muralla de una clase dirigente que no está interesada en ceder sus privilegios.
El pacto es una herramienta válida, pero ha sido tan menoscabada que adolece de dos particularidades: Por un lado, la desconfianza generalizada nacida de experiencias vividas y por otra parte, la incomprensión de los términos y alcances de lo que el pacto se propone. Para que un nuevo pacto se produzca y sea histórico, urge que la sociedad sustituya el sistema de creencias que le obliga a ver el país desde la violencia sectaria y que afianza la idea que todo pacto es entre élites y, por lo tanto, que las decisiones se toman arriba (centro) y se aplican abajo (periferia).
El denominado Pacto Histórico, promueve la construcción de un verdadero pacto nacional público que se alce desde y en los territorios, con la participación de sus habitantes. Es un pacto que advierte que, ceder espacios y representaciones regionales, etarias, étnicas, de género, a los ilusionistas de siempre, pone en peligro lo histórico del pacto porque no se trata solo de cambiar el rumbo de Colombia, sino de que ese cambio se consolide en el tiempo, y ayude a construir lo colectivo, la soberanía y la democracia. Reconoce la existencia de las explosiones sociales, no como un problema, sino como un derecho de la sociedad en su conjunto, pero especialmente de jóvenes y mujeres.
Sin embargo, el Pacto Histórico es apenas un punto de partida hacia esa construcción que tomará mucho tiempo, por la sabida desconfianza que existe. Lo de ahora, es una convergencia de caminos culturales, de líneas sociales, de trazos políticos que se gesta en la crisis civilizatoria que atraviesa el mundo. El Pacto Histórico es un punto de encuentro que será cada vez más visible, más robusto y más manifiesto, entre más líneas concurran, para enfrentar la desconfianza que existe desde la sociedad civil por el establecimiento y sus formalismos democráticos actuales. Es un punto de apoyo, que se opone al camino brutal que arrastra vertiginosamente el futuro de Colombia hacia un abismo insondable. Es la explicación del orden social que no ha sido planteada nunca con honestidad y es, a la vez, el llamado a la transformación participativa de ese orden excluyente. El Pacto Histórico es, en la práctica, la politización de una sociedad que ha padecido inmóvil una política de marginalidad, exclusión, violencia, represión y miseria, dándole herramientas para defenderse, ponerse en marcha, definir fines y alcanzarlos. Es el freno de mano a la hecatombe que nos hundiría en un señalamiento de todas las sociedades del mundo, frente al cual no podremos reponernos.
En el Pacto Histórico, los acuerdos son mínimos pero determinantes y se puede inferir que los más ambiciosos son: La unidad sin disidencias, pero también sin obediencias. Es decir, una unidad basada en el consenso y respetuosa del disenso; la defensa de la vida digna para los colombianos basada en la oposición a las tendencias neoliberales que azotan a los más vulnerables, y de la paz como derecho inalienable y bien superior, cuya defensa sea el centro neurálgico del Gobierno; la garantía de decisiones ejecutivas y legislativas que direccionen al país hacia un ambiente sano, que sea respetuoso del territorio y de la identidad; el desarrollo de la tecnología al servicio de disminuir la brecha social, con un uso adecuado y respetuoso.
Lo que hace que este pacto sea un pacto histórico, es que se está construyendo mediante una convocatoria amplia, de puertas abiertas, sin secretos ni clandestinidades. Es el primer pacto que se establece de cara a la ciudadanía y, en gran medida, construido por ella. Es un pacto para derrotar a los que siempre han traicionado los pactos. Es un pacto con la sociedad colombiana, transversal a todas las identidades, que se propone como alternativa a una cultura económica insostenible, trazando nuevos procesos de distribución y uso de los excedentes generados por múltiples actividades, dándole una resignificación a lo importante y a lo urgente en nuestra sociedad. Los pactos siguen estando en vigencia a pesar de sus fracturas. Son el camino civilizado hacia el encuentro. Y son más afortunados si convocan e involucran a múltiples diversidades y exhiben claridades mientras establecen compromisos estrictos.