Editorial. Desmontado el confinamiento, retornará la movilización callejera
Los hechos dejaron en claro que para enfrentar la crisis en Colombia no hay trazas de que el uribismo gobernante emplee alguno de los medios idóneos: la moratoria de la deuda externa, la utilización de las reservas internacionales con fines productivos y sociales o el impuesto al patrimonio. El pueblo colombiano no obtendrá nada para sí y para la nación que no sea persistiendo en el camino abierto por el paro del 21 de noviembre. Bien lo dice un viejo adagio oriental: hay que disipar las ilusiones y prepararse para la lucha.
El peligro fascista
Al lado del coronavirus, amenaza mayor de los colombianos, emergen otros hechos en simultánea amenazante, proyectando una larga sombra sobre el presente y el inmediato futuro.
Se trata de muy recientes actos de gobierno, efectuados o anunciados, que apuntan directo al pleno desmantelamiento del Estado de derecho, con todas sus consecuencias.
El más reciente, la prohibición de la actividad de personas y grupos opositores del gobierno en las redes sociales, decreto filtrado antes de su proyectada expedición, si bien al final se truncó, por ahora.
En la tétrica serie, mientras prohíbe las sesiones presenciales del Congreso, se destaca la autorización del gobierno a la llegada y permanencia de tropas gringas, quebrantando el mandato constitucional de someter su tránsito en el país a la aprobación del Senado. Esta falta de asidero legal válido se suma a la que aqueja nada menos que a las 7 bases militares norteamericanas y al personal gringo en ellas pues la Corte Constitucional dejó sin vigencia, desde octubre de 2010, el “convenio simplificado” que en 2009 les dio existencia en el gobierno de Uribe.
Gravísimo atentado a la democracia lo constituyen las revelaciones de las “carpetas secretas” de la Contrainteligencia del Ejército sobre perfilamientos o expedientes a líderes de la oposición, periodistas críticos, magistrados, dirigentes sindicales, actuales funcionarios del gobierno y militares que apoyaron los acuerdos de paz. Al igual que el intento revelado a fines del año pasado de revivir los “falsos positivos” como práctica de las fuerzas militares.
En la turbia secuencia sobresale la ininterrumpida estela sangrienta de asesinatos contra los líderes sociales y exguerrilleros reincorporados a la vida civil.
Asimismo, el fallido intento de que se aprobara una ley con nombre propio para otorgar la segunda instancia a “Uribito” ─usanza uribista que burla el sentido general que debe caracterizar la ley─ en el camino de exonerarle de todos los delitos por los cuales fue juzgado y condenado.
Al empuje y fuerza del vigoroso movimiento democrático que viene robusteciéndose en Colombia obedecen el aumento sin precedentes de las denuncias contra el uribismo y su mandamás, la derrota electoral del Centro Democrático en las pasadas elecciones, y las masivas protestas sociales que no cejan y que pugnan por volver a confluir en el gran caudal que desató el paro nacional del 21 de noviembre.
Supo el país que la vicepresidenta Marta Lucía Ramírez omitió informar al asumir cargos públicos la condena de su hermano como narcotraficante en Estados Unidos ─como antes, que su marido fue socio del Memo Fantasma, otro narcotraficante, y que el Ñeñe, el otro capo de la cofradía, financió la campaña en la cual fue elegida como vicepresidenta de Duque─. Hechos reveladores de que aun con el estrecho margen de debate público y de lucha política actuales, el proyecto uribista enfrenta obstáculos formidables ─de ahí las constantes diatribas del expresidente Uribe contra las Cortes─, que hacen que su paso se vea plagado de fiascos y traspiés para el gobierno, y muestran que puede ser derrotado.
Puede vaticinarse que, de continuar profundizándose en el marco institucional ─así se trate de la ripiada democracia colombiana─ este grandioso y decisivo pulso entre la corriente democrática del país y la oscura fuerza que busca precipitarlo al despeñadero fascista, muy seguramente en las presidenciales de 2022 tendría un desenlace favorable a las primeras.
Las acciones y anuncios contra el Estado de derecho, provenientes del propio gobierno se derivan de la conciencia oficial de que cada vez le es más difícil al régimen uribista gobernar en el contexto de la democracia política. Esta se alza como estorbosa barrera ante su proyecto ultraderechista, lo que ha generado de tiempo atrás su decisión de derribarla por cualquier medio, incluido el eventual tiro de gracia a la constitucionalidad y legalidad de Colombia. Es decir, la implantación de la dictadura uribista desembozada con todos sus horrores, que hundiría al país en una prolongada noche de terror.
He aquí por qué la dinámica de las circunstancias impuestas por la tiranía uribista en Colombia acercan, cada vez más, a estrujones y sin miramientos, el retorno de la protesta social, la movilización de millones y millones de compatriotas.
La vida del pueblo o la bolsa de los banqueros
Los resultados de la decisión del gobierno de reanudar la actividad económica desde el pasado 27 de abril, respecto del estado de la salud pública en relación con la pandemia, comprueban su carácter prematuro y temerario. Aunque la tasa de duplicación de casos de covid-19 se contabiliza hoy en Colombia en 14 días, cifra inferior a la que registraron otros países en momentos críticos, como España e Italia, donde se duplicaban los casos cada tres días, ello dista mucho de obedecer a la política oficial adoptada frente a la pandemia y con fundamento puede decirse que la baja tasa se opera a pesar de dicha política. Aun así, a despecho de tal fortuita y favorable circunstancia, frente a la decidida reanudación de la actividad económica y el cese casi total del confinamiento, el horizonte sanitario del país aparece bastante oscuro.
Era claro, desde antes de que el gobierno decretara tales decisiones, el riesgo de que se disparara el número diario de contagiados, y de que se acelerara, e incluso que se tornara vertiginosa, la expansión de la pandemia.
Tras la decretada reanudación de 43 actividades económicas desde el 1 de junio y con alrededor de 21 millones de colombianos que empezaron desde entonces a circular por calles y espacios públicos y a concentrarse en sus lugares de trabajo, el contagio comenzó a empinarse. Así lo muestran el considerable aumento de los infectados y los fallecimientos en Cartagena, Amazonas, Barranquilla, y muy claramente en los casos agravados en Bogotá de Corabastos, convertido en foco de propagación del virus hacia 25 municipios de Cundinamarca, y en la localidad de Kennedy.
Entre el 18 de abril y el 14 de junio, el contagio se multiplicó por casi 13 veces ─al aumentar de 3.621 a 46.858 contagiados ─, y las muertes ─que pasaron de 182 a 1.545 fallecimientos─ por más de 8,4 veces.
La cuestión es que la capacidad médico-hospitalaria dista mucho de haber recibido el fortalecimiento que urge. Las pruebas rápidas, las más usadas hasta ahora en Colombia, son poco eficaces para detectar el virus en pacientes leves o asintomáticos, por lo cual la eficacia del diagnóstico sobre el alcance poblacional del contagio tiene una débil base científica y en consecuencia el manejo de la pandemia se desenvuelve con un considerable margen de incertidumbre.
Pese a que el ministro de Salud anunciara desde el 27 de marzo que se había firmado la orden de pedido para compra de los primeros 1.510 ventiladores, lo cierto es que para fines de mayo el mismo funcionario informaba que apenas habían llegado 92 y volvía a anunciar la llegada de 391 para junio, de los que se sigue a la espera.
Entretanto, la fabricación de respiradores en Antioquia, de los que ya anunció el secretario de Gobierno de Medellín que están disponibles 100, producción a la que sólo falta la autorización del Invima, permanece atrapada en el laberinto burocrático de esta entidad que no se distingue precisamente por su rigor científico-técnico respecto de los medicamentos que los colombianos deben adquirir y consumir.
No hace falta decir que en materia de UCI, ese vital elemento de la capacidad médico-hospitalaria, el país está muy lejos de las más de 16.000 que, de conformidad con el “plan de contingencia” del Ministerio de Salud, fueran anunciadas desde el 21 de marzo. En Bogotá ya se rebasó el 50 por ciento de utilización de las UCI disponibles, con lo cual se hizo necesario la alerta naranja y el control centralizado de dichas camas públicas y privadas, anunciados por la alcaldesa.
Las muertes de médicos y otros integrantes del personal de salud, los innumerables reclamos y actos de protesta de los mismos en procura de que se les dote de equipos de protección, de que se efectúe el pago de sus sueldos atrasados y se corrijan las bajas remuneraciones y duras jornadas laborales, son muy elocuentes respecto de la ninguna prioridad que el gobierno Duque otorga, precisamente en tiempos de pandemia, a la salud pública nacional.
Lo que hace falta para el disparo sin precedentes del contagio y el trágico colapso consiguiente del sistema de salud, podría suministrarlo una de las recientes medidas del gobierno. La fijada fecha oficial de agosto para reiniciar clases de manera presencial, cuya presentación pretendió “suavizar” el gobierno con la llamada “alternancia”. De modo justo y en defensa de la comunidad educativa, como de la salud pública nacional, Fecode se ha opuesto a la medida. No es cosa de broma el grueso chorro poblacional que agregarían a la actual aglomeración, circulación y transporte urbanos de gentes, ya de por sí hoy excesivas, alrededor de 20 millones de personas adicionales, entre niños, adolescentes, estudiantes universitarios, maestras y maestros de todos los niveles educacionales, personal directivo y administrativos de las instituciones educativas, que abarrotarían de nuevo las mismas. Esperándose que sólo hasta agosto se alcance el pico de la curva del contagio, todo depende de que el brusco aumento de pacientes severamente afectados no constituya una cifra que rebase la capacidad médico-hospitalaria del país. Que de ser rebasada y precipitarse así el colapso del sistema de salud, días angustiosos y amargos esperarían a Colombia.
Sería resultado neto de que en Colombia lo primero para el régimen es que la economía genere el excedente que absorbe ávida la bancocracia apoltronada en la cúspide de la pirámide social, la propiedad privada corporativa, la vigencia y la realidad social impuestas por las normas básicas del modelo en salud y seguridad social, las relaciones laborales “flexibilizadas”, el presupuesto público cicatero para las necesidades sociales, las tasas de interés usurarias para los simples mortales pero pródigas para el capital financiero, y el comercio exterior regalado y espléndido para las multinacionales pero asfixiante y ruinoso para la producción propia, etcétera, etcétera.
Lo peor de la crisis económica está por venir
El bajonazo de la economía provocó ya graves efectos económico-sociales. Luego del primer semestre del año, el PIB registraba todavía un crecimiento del 1,1 por ciento, pero en el segundo, uno de los considerandos del Decreto 637 de 6 de mayo de 2020 que prorrogó la emergencia económica argüía, para esta nueva declaratoria, que se padecía una limitante de la actividad productiva del país “en un porcentaje superior al 27 por ciento”. Después, aunque estimados oficiales oscilaban entre un 10 y un 15 la caída porcentual del producto de dicho segundo trimestre, algunas de origen privado la elevaban al 20 por ciento. Claro atisbo de lo que se avecina, la crisis económica nacional en el contexto de la recesión global, es el ahondamiento de sus destrozos: brusco descenso productivo, caída del volumen de las divisas, desempleo como nunca y deterioro mayor de ingresos y salarios de la mayoría.
La Ocde ha estimado la caída del PIB colombiano en 2020 en un porcentaje cercano al 8 por ciento. Desde abril, con casi el 20 por ciento de cesantes, el desempleo pasó de 5 millones de colombianos. Distintos estimativos del desempleo venidero oscilan entre un 25 y un 30 y más por ciento, los más lúgubres desde que hay registros del flagelo social.
El golpe más rudo se prevé cuando llegue a su pico la ola de quiebras y cierres temporales o definitivos de las mypimes, que hoy proveen el 80 por ciento del empleo, que añadiría más millones de parados a la crisis, al provocar la caída en picada de la demanda solvente y ésta a su turno más y más empresas productivas que cerrarían sus puertas, ensanchando el círculo de la tragedia social.
El comercio, con sus casi 4 millones de puestos de trabajo, ante la fuerte disminución de la producción de bienes, privado del nivel habitual de compradores, verá la drástica reducción de sus filas.
La cadena alimenticia campo-ciudad, ─que ya empezó a crujir con las medidas sobre Corabastos en la capital─, dado el mayúsculo descenso de la capacidad adquisitiva de grandes masas urbanas y la desprotección total frente a la importación de cereales sin arancel, podría adelgazarse como nunca o incluso romperse.
El resultado de todo, un descenso del nivel general de vida del grueso de la población trabajadora que golpeará incluso amplios sectores de las capas medias. La hambruna tocando las puertas de muchísimos hogares.
¿Por qué ─surgirá sin falta el escéptico interrogante─ tan alarmista y apocalíptico pronóstico?
Porque el gobierno Uribe-Duque no desembolsará los recursos públicos necesarios, de los que dispone la nación, que podrían contrarrestar la crisis. En primer término, para el ingreso denominado renta básica universal
Porque la profundidad de la actual crisis global y nacional podría mitigarse ─ya que no evitarse del todo el sufrimiento general─ con gobiernos que, como en la Gran Depresión de los años 30, pusieran en marcha desde el Estado los programas sociales y económicos encaminados a paliar el desempleo y la pobreza y a reactivar la economía.
Pero los actuales cabecillas del capitalismo global, especialmente en Estados Unidos, lejos de avizorar la salida de la crisis con la reactivación de la demanda mediante vastas obras de infraestructura, ayudas y subsidios estatales masivos, como en aquellos tiempos de capitalismo keynesiano, hoy sólo se proponen mantener intactas sus impuestas leyes de capitalismo salvaje mientras el costo en muertes y padecimientos de la gran crisis lo pagan los miles de millones que constituyen la abrumadora mayoría de la humanidad.
Cierto es que en aquella crisis capitalista del período de entreguerras, el gobierno norteamericano y los europeos, actuaron espoleados por los espectaculares avances del comunismo soviético en su transición hacia la revolución industrial de la época durante la década de 1930 ─la de más rápido crecimiento económico en los 74 años de la URSS─ y por el temor a la rebelión de los trabajadores en sus propios países.
Hasta la Alemania nazi salió de la crisis a través del enorme gasto en obras públicas y en el rearme, vía que a la postre, con la guerra mundial, sacó de la crisis al mundo capitalista.
Pero hoy el planeta padece una recrudecida ola derechista con clara inclinación hacia el fascismo encabezada por Trump desde la Casa Blanca, y en América Latina una minicopia con Bolsonaro en Brasil y una microrréplica con la dictadura militar de Bolivia. Uribe y Duque son piezas del mismo engranaje.
Y los hechos dejaron en claro que para enfrentar la crisis en Colombia no hay trazas de que el uribismo gobernante emplee alguno de los medios idóneos: la moratoria de la deuda externa, la utilización de las reservas internacionales con fines productivos y sociales o el impuesto al patrimonio. El pueblo colombiano no obtendrá nada para sí y para la nación que no sea persistiendo en el camino abierto por el paro del 21 de noviembre. El que señalan las justas protestas recientes de Bogotá y Medellín.
Bien lo dice un viejo adagio oriental: hay que disipar las ilusiones y prepararse para la lucha.
Bogotá, 14 de junio de 2020