Hacia el Sí en el Plebiscito del 2 de octubre: Las ventaja de la paz
Editorial La Bagatela, No. 44, octubre de 2016
Un vuelco grandioso: tal el que se halla a punto de experimentar Colombia. Al cabo de 52 años, se juntan las condiciones para que –así sea en medio de intrincadas circunstancias– los colombianos iniciemos una nueva época, en la cual los conflictos de fondo del país no se diriman más mediante la violencia.
El próximo 2 de octubre, la inminencia del nuevo período del acontecer nacional podrá convertirse en acontecimiento real por obra de los ciudadanos que concurran a la histórica cita refrendatoria para lograr la victoria del decisivo Sí plebiscitario. Las Farc, la más antigua y mayor de las agrupaciones armadas insurgentes del país, abandonará el camino de la violencia para la búsqueda de sus propósitos y perseguirá estos a través de la lucha política. Dado el peso que esta agrupación ha tenido en la dinámica de la mayor perturbación del país durante la última media centuria, el conflicto armado interno, puede anticiparse que su dejación de las armas contribuirá de modo fundamental a la terminación definitiva y total de la contienda bélica. En espera de que el pueblo colombiano refrende los acuerdos, de elemental objetividad resulta reconocer al gobierno del presidente Santos y a los dirigentes de las Farc lo suyo en el histórico logro.
Habrá quienes menosprecien o desdeñen la enorme repercusión que este hecho tendrá en la vida nacional. Pero negar la diferencia abismal entre la Colombia de las masacres, las desapariciones, los atentados, los actos terroristas, las bajas en combate, las muertes y mutilaciones por las minas antipersonales, los secuestros, la extorsión, las “chuzadas”, los falsos positivos, de un lado, y, del otro, una Colombia distinta, la que puede surgir de los acuerdos, en la cual cesen tan terribles realidades y cedan el paso a la civilización de las contradicciones políticas, sería como pretender tapar el sol con las manos. La lucha por los intereses y derechos económicos y políticos de los trabajadores al igual que los del pueblo en su conjunto, como los superiores de la nación, podría entonces desarrollarse en un entorno social más favorable, sin el cortejo de horrores a que han estado expuestos en Colombia la población civil y los luchadores populares. La contienda política democrática y progresista, sus posibilidades de influir amplios sectores, no se verían más oscurecidas por el estigma, en especial el proveniente de parte considerable de las capas medias del país, las más derechizadas de América Latina, que identifica o asimila injustamente a todos los líderes de izquierda como terroristas, secuestradores o extorsionistas. Consecuentemente, sin el ominoso ingrediente de la violencia en la política, se ampliaría considerablemente el margen de probabilidades de que los sectores más progresistas de la sociedad, puedan llegar al gobierno e iniciar un período de transformaciones similares a las de países donde se lograron gobiernos de este tipo merced al auge de los Vientos del Sur.
Siempre planteamos, durante décadas, bajo la orientación de la línea trazada por Francisco Mosquera que, en Colombia, después de la Violencia liberal-conservadora no habían vuelto a surgir condiciones para la lucha insurreccional armada y que todo intento de forzar las cosas terminaría en grandes fracasos e ingentes pérdidas. Más de cinco decenios de turbulenta historia colombiana, lejos de desmentir, confirman sin esguinces esta tesis. Por eso, logrado el cese de las hostilidades armadas, también se aclimataría una particular y muy importante ventaja: la de adelantar la polémica pública sobre los asuntos del país, como el añoso debate de la línea táctica de la izquierda, sin correr el riesgo, archiconocido, de sufrir la tristemente célebre y ominosa práctica de la eliminación física del adversario ideológico. Nuestro Partido fue víctima numerosas veces de tan indeseable práctica tanto por parte de paramilitares como de agrupaciones guerrilleras, y en particular de las Farc. Ad portas de iniciarse un período distinto, celebramos por anticipado su advenimiento.
Es muy cierto que, salvo algunos apartados avanzados y positivos relativos al agro, a los cultivos ilícitos y al narcotráfico, los acuerdos de paz no ventilan los problemas de fondo del país –distintos a la violencia– ni han pactado transformaciones estructurales para solucionar los mismos. También son verdades simples y fundamentales, primero, que el balance real de fuerzas entre los contendientes del conflicto armado no daba para acuerdos diferentes al cese de la violencia; segundo, que este acuerdo es un grandioso paso de avance en la vida nacional y tiene un inmenso valor para el pueblo y sus genuinas fuerzas; y tercero, que por tanto, si la supresión de la violencia en la política no generará ni garantiza automáticamente las conquistas y cambios democráticos, el logro de estos en Colombia sí requiere de modo imprescindible la terminación del fuego cruzado de los fusiles.
Tan grande importancia, la del logro de la paz, se resume en que, en adelante, una vez consolidada la finalización de la violencia, superado el marco de sangre y hierro determinado por el principal obstáculo de la democratización del país, el conflicto armado, podremos adelantar, en condiciones sustancialmente mejores que en aquellas del medio siglo anterior, las luchas democráticas de fondo por las reformas de gran alcance y las transformaciones fundamentales. Tales las invaluables ventajas de la pura y simple paz.
A contrapelo del rumbo que los colombianos nos disponemos a escoger, actúa intensamente un bando encabezado por el expresidente Álvaro Uribe, que agrupa a la ultraderecha y a los sectores más retrógrados del país. Hoy esta contratendencia encarna el máximo peligro para una Colombia en paz. Así como recurrió a artimañas mil y a todas las formas de lucha para sabotear el proceso de negociaciones de La Habana, ahora realiza ingentes esfuerzos para torpedear el buen suceso del plebiscito refrendatorio, como previsiblemente se empeñará –una vez el Sí logre el parte de victoria en el plebiscito– en sabotear el cumplimiento de los acuerdos de paz. Sin descartar, incluso, que emprenda acciones que intenten desatar una nueva jornada de violencia política nacional. A pesar de lo cual, y especialmente de las sombrías expectativas sobre su proceder en el futuro inmediato, una vez aprobados los acuerdos de paz en el plebiscito, las fuerzas partidarias de la paz debemos perseverar en la línea de conseguir un acuerdo entre todos los sectores y banderías, en especial con el uribismo, con tal de asegurar el punto final de la violencia. Lo propio cabe expresar del Eln, para cuyas tratativas actuales con el gobierno, no obstante lo escarpadas que aparecen, esperamos un pronto y buen suceso. La paz colombiana bien vale una misa.