Las mujeres de Octubre. A propósito del centenario de la Revolución de Octubre
¿Quiénes fueron las mujeres que estuvieron detrás de los Disturbios del Pan que encendieron la mecha de la Revolución de Octubre? En el Día Internacional de la Mujer Trabajadora de 1917, las obreras del textil abandonaron sus fábricas y tomaron las calles de Petrogrado para reivindicar pan y paz. Sus acciones desencadenaron acontecimientos de incontenible sublevación social y una huelga de masas que desembocó en la Revolución de Febrero, llevando en última instancia a la caída del Zar Nicolás, haciendo saltar la chispa que culminó en octubre y cambiando para siempre el curso de la Historia. En nuestra serie sobre el centenario de la Revolución de Octubre, ofrecemos a nuestros lectores un avance del libro de Tariq Alí, “The Dilemmas of Lenin”. Interesantísimo ─pese a nuestras reservas sobre algunas de las apreciaciones o juicios que plantea su autor─, por los episodios inéditos o poco conocidos que revela, por la candente vigencia del tema de la igualdad de género que ventila a la luz de los primeros tiempos de la primera gran revolución social de la época contemporánea, y por algunas de sus debatibles anticipaciones.
Tariq Alí
Escritor pakistaní, director de cine e historiador. Escribe habitualmente para The Guardian, Counterpunch, London Review of Books, Monthly Review, Z Magazine.Ali es, además, editor y asiduo colaborador de la revista New Left Review y de Sin Permiso, y es asesor del canal de televisión venezolano Telesur.
Las mujeres jugaron un gran papel en ambas revoluciones de 1917, y en mucha mayor medida del que tuvieron en 1905. El Levantamiento de Febrero fue, de hecho, desencadenado por una huelga de mujeres de la industria textil en su doble papel como obreras y, en muchos casos, viudas de los soldados del frente. Enviaron llamamientos a los obreros del metal para que se unieran a ellas y, para el final del día, más de 50.000 obreros estaban manifestándose en las calles de la capital. A ellos se unieron amas de casa marchando hacia la Duma exigiendo pan. Era el Día Internacional de la Mujer Trabajadora (8 de marzo en el calendario gregoriano), que la activista bolchevique Konkordia Samoilova había dado a conocer a los rusos en 1913 y que había sido celebrado, observado y marcado desde ese año en adelante. Habitualmente era un acontecimiento público más bien pequeño en unas pocas ciudades. Celebrarlo con una huelga de masas liderada por obreras no tenía precedentes. Había implicada una ironía especial: los capitalistas de Rusia tenían asumido que, ya que las mujeres eran el grupo más oprimido, dócil y socialmente atrasado (en el sentido de que, a diferencia de las terroristas de las décadas previas, una gran mayoría eran analfabetas) de la sociedad rusa, eso les convertiría, según la lógica capitalista, en los miembros más obedientes y nada problemáticos de la fuerza de trabajo. Fue un error de cálculo. Mientras la Primera Guerra Mundial continuaba, continuaba la necesidad de más empleo. El porcentaje de mujeres en las fábricas se duplicó y triplicó.
En Moscú, también, las obreras se estaban radicalizando. Una de ellas, Anna Litveiko, de dieciocho años en 1917, describiría más tarde la cuestión de la mujer en el proceso en unas breves memorias. Ella y dos amigas aproximadamente de su edad estaban trabajando en la fábrica Elektrolampa del cinturón industrial de Moscú. Ella recordaba a su padre regresando a casa en 1905 de la última barricada que quedaba en la ciudad, “todo golpeado, con su ropa rota y sus bolsillos llenos de cartuchos”. Esta vez era diferente. Muchos soldados y cosacos estaban de su lado. En octubre, había que elegir. ¿De qué lado estaban? ¿Mencheviques o bolcheviques? Anna admiraba a las dos organizadoras bolcheviques que trabajaban con ella. En su fábrica, los mencheviques enviaban intelectuales para dirigirse a ellas desde afuera, “pero entonces me dijeron que habitualmente era al revés: los mencheviques eran los obreros y los bolcheviques los intelectuales. ¿Cómo podría averiguarlo?” Un día esperó a uno de los bolcheviques y le preguntó: “¿Cuál es la diferencia entre los bolcheviques y los mencheviques?” Él contestó:
"Ya ves, el Zar ha sido echado, pero los burzhuis [burgueses] se han quedado y se apropian de todo el poder. Los bolcheviques son los que quieren luchar contra los burzhuis hasta el final. Los mencheviques no son ni una cosa ni la otra".
Anna decidió que “si era hasta el final, entonces voy a unirme a los bolcheviques.” Sus dos amigas pronto siguieron su ejemplo.
Ninguno de los participantes o dirigentes de los partidos políticos clandestinos enclavados en la capital tenía ni idea de que era el primer día de una revolución, excepto las oficinistas a las que escuchó Sujanov poco después de llegar a trabajar aquella mañana. Las mujeres salieron al siguiente día y esta vez, también los hombres. Y los partidos de la izquierda fueron ahora despertados por completo, escribiendo, imprimiendo y distribuyendo panfletos, muchos de los cuales eran de un tono similar excepto aquellos de los bolcheviques, que también reivindicaban paz y un final inmediato para la guerra imperialista. Para aquel fin de semana la suave brisa se había convertido en una tormenta. Sujanov, ahora fuera en las calles tomando notas y saboreando la situación, escuchó a dos espectadores poco simpáticos. “¿Qué es lo que quieren?”, dijo un hombre de aspecto sombrío. De vuelta vino la respuesta de su semejante: “Quieren pan, paz con los alemanes e igualdad para los yids [1]”. “Han dado en el blanco”, pensaría el futuro historiador, expresando su deleite ante esta “brillante formulación del programa de la gran revolución”.
Solo había dos mujeres miembros del Comité Central bolchevique en 1917: Alexandra Kollontai y Elena Stasova. Varvara Yakovleva se unió un año más tarde y fue ministra de Educación en 1922, convirtiéndose posteriormente en ministra de Hacienda. Los mencheviques no estaban mucho mejor. El contraste numérico con la organización terrorista Voluntad del Pueblo no podría haber sido más llamativo, pero incluso su sucesor, el Partido Social-Revolucionario (SR), mostraba cuánto había cambiado en el nuevo siglo. La proporción de mujeres en sus órganos directivos, también, había registrado un declive muy agudo, aunque marginalmente menor en su brazo terrorista secreto, la Organización de Combate.
Las razones para esta situación eran variadas. Las obreras estaban siendo reclutadas en grandes números en los complejos industriales. Una comparación política es igualmente reveladora. Aquellos hombres y mujeres de los viejos grupos que querían mantener sus lealtades en diferentes épocas podrían haber ingresado en los SR. La mayoría de ellos ahora aparecían en público sin la máscara del terrorismo.
Alexandra Kollontai no fue la única mujer que jugó un importante papel en la primera Unión Soviética, pero fue sin duda una de las más dotadas, y poseía una mente y un espíritu fieramente independientes. Es en su obra en la que podemos ver la síntesis del feminismo revolucionario (socialista, no radical). Entendió mejor que la mayoría las necesidades sociales, políticas y sexuales de la liberación de las mujeres. Pudo ser dura a veces en sus apreciaciones sobre las mujeres con diferentes orígenes de clase, pero esas visiones no eran compartidas por muchos de sus camaradas, hombres o mujeres. Fue deliberadamente malinterpretada y retratada como una defensora del libertinaje permanente; en el campo, los pequeños terratenientes utilizaron su nombre para alertar a los campesinos pobres sobre que si iban adelante con el plan de colectivización agrícola tendrían que compartir a las mujeres más jóvenes de sus familias con todos los demás hombres, mientras las mujeres más mayores serían reducidas a jabón.
Kollontai era muy consciente de la naturaleza absurda de la mayoría de la propaganda y se irritó especialmente cuando le acusaron de priorizar el sexo sobre el amor. En su breve ensayo autobiográfico Autobiografía de una mujer comunista sexualmente emancipada, explica que el amor siempre había supuesto una amplia parte de su vida, pero que era una experiencia pasajera. Más importante era la necesidad de “entender que el amor no era el principal objetivo de nuestra vida y que sabemos cómo situar el trabajo como su centro”. Podría haber añadido, “…como hacen los hombres”. Ella quería que el amor fuese armoniosamente combinado con el trabajo, pero “una y otra vez, las cosas resultan diferentes, desde que los hombres siempre intentan imponer su ego sobre nosotras y adaptarnos plenamente a sus propósitos.” La elección era aceptar esta posición para el resto de la vida o, al contrario, terminar con ella. Explicaba que desde que “el amor se había convertido en un grillete”, la única salida era a través de “una inevitable rebelión interior… nos sentíamos esclavizadas e intentábamos relajar el vínculo amoroso.” No pretendía que no hubiera contradicciones en el camino “hacia la libertad”, sino al contrario: “Estábamos de nuevo solas, infelices, solitarias, pero libres –libres para perseguir nuestro amado y querido trabajo ideal–.” Fue una de las primeras declaraciones fundamentales de los valores feministas modernos, y uno de los que el siglo veintiuno se ha retirado, a pesar de los aleluyas interminables honrando el “matrimonio gay”.
Lenin escribió en 1918 que “desde la experiencia de todos los movimientos de liberación, puede advertirse que el éxito de una revolución puede ser medido por la extensión de la implicación de las mujeres en él.” Prácticamente todos los revolucionarios rusos, independientemente de su facción o partido, habían estado siempre de acuerdo en esto. Como discutía en el Capítulo 12, desde los años 1860 en adelante, las mujeres rusas jugaron un papel ejemplar, mucho más avanzadas que sus hermanas en el resto de Europa y en todos los demás continentes.
Los debates sobre el papel de la familia nuclear en las ciudades y el campo, y sobre la función del matrimonio, estaban más avanzados y eran más auténticos en Rusia que en ninguna otra parte durante el final del siglo diecinueve y el comienzo del siglo veinte. Las revoluciones de 1917 aceleraron mucho más este proceso, ya que estos temas ahora ya no eran abstracciones. Era necesario tomar medidas concretas. Marx, Engels y Bebel habían insistido en que el capitalismo estaba negando los usos y necesidades tradicionales de la familia. En las sociedades campesinas, la familia actuaba como una unidad colectiva de producción. Todo el mundo trabajaba, aunque las mujeres mucho más duramente. Clara Zetkin, dirigente del SPD alemán, utilizando el trabajo de los tres maestros como punto de partida, analizó las diferencias entre una familia campesina y una proletaria. Ésta última, argumentaba, era una unidad de consumo, no de producción. Esto fue llevado más lejos por los teóricos soviéticos después de la revolución. Para Nikolái Bujarin, el desarrollo del capitalismo había sembrado todas las semillas necesarias para la desintegración de la familia: la unidad de producción trasladada a la fábrica, el trabajo asalariado tanto para las mujeres como para los hombres y, por supuesto, la naturaleza peripatética de la vida y el trabajo en la ciudad. Kollontai estaba de acuerdo en que la familia estaba al borde de la extinción. Lo que era crucial para el Gobierno bolchevique era hacer la transición a las nuevas formas lo menos dolorosamente como fuera posible, con el Estado proveyendo guarderías de alta calidad, escuelas, instalaciones alimentarias comunes y ayudando con el trabajo doméstico. Lenin apoyaba fuertemente este punto de vista. Sus censuras a la familia eran característicamente ásperas. Denunciaba “la decadencia, putrefacción y obscenidad del matrimonio burgués con su difícil disolución, su permiso para el marido y servidumbre para la esposa, y sus desagradablemente falsas moralidad y relaciones sexuales.”
El enemigo era siempre el marido, que evitaba el trabajo doméstico y el cuidado conjunto de los niños. “El mezquino trabajo doméstico”, se enfurecía Lenin en 1919, “aplasta, estrangula, atrofia y degrada, encadena a ella a la cocina y la cuna, y desperdicia su trabajo en una bárbaramente improductiva, mezquina, enervante, degradante y aplastante tarea penosa.” Sus soluciones eran las mismas que aquellas de otros líderes revolucionarios de la época: cocinas, lavanderías, tiendas de reparaciones y guarderías colectivas, etcétera. Pero para Lenin, la abolición de la esclavitud doméstica no significaba la desaparición de las familias u hogares individuales.
Estas visiones se reflejaron en la arquitectura de los constructivistas. Los edificios de apartamentos de Moisei Ginzburg, tanto grandes como pequeños, expresaron la nueva época. Las lavanderías y comedores comunes fueron considerados un gran éxito. El parque de juego para los niños era visible desde la cocina de cada apartamento, y el tamaño del espacio podía ser modificado moviendo enormes paredes de madera sobre ruedas. La visión de Ginzburg estaba, como explica en su obra maestra Época y estilo, ampliamente inspirada por sus cinco años en Crimea, donde tuvo tiempo, a pesar de la guerra civil, para visitar antiguas mezquitas y otros edificios de los que aprendió mucho más de lo que había aprendido nunca en la academia clásica de Milán. Describía la arquitectura espontánea, impulsiva, del pueblo tártaro como “discurriendo a lo largo de un curso natural, siguiendo sus curvas e irregularidades, añadiendo un motivo a otro con una espontaneidad pintoresca que oculta un orden creativo distinto.” El edificio de Pravda en Leningrado, construido en 1924, sobre el que trabajó felizmente con otros dos arquitectos, estableció su reputación como uno de los mejores exponentes de la nueva cultura. Su trabajo fue pronto eclipsado por los ahorradores de tiempo de la época de Stalin, pero afortunadamente Ginzburg fue dejado solo. Murió cómodamente en la cama en 1946.
Los bolcheviques estaban extremadamente orgullosos de sus primeros decretos, la mayoría de los cuales estuvieron redactados por Lenin. Para celebrar el primer aniversario de la revolución en octubre de 1918, el Comité Ejecutivo Central de los Soviets aprobó unánimemente el nuevo Código sobre el Matrimonio, la Familia y la Tutela. Fue redactado por el jurista radical Alexander Goijbarg, de treinta y cuatro años en ese momento, quien explicaba que su propósito era impulsar la “extinción” de la familia tradicional. “El poder proletario”, escribió, en un momento en el que esperanzas como la suya eran bastante comunes, “construye sus códigos y todas sus leyes dialécticamente, para que cada día de su existencia socave la necesidad de que existan.” El objetivo era una ley para “hacer la ley superflua”. Goijbarg, un antiguo menchevique, basaba sus ideas en la filosofía política que subyace en El Estado y la revolución de Lenin. Un buen número de historiadores ha remarcado que durante el primer año de la revolución, parecía como si la Comuna de París estuviera repitiéndose.
La nueva ley sobre la familia no tenía precedentes en la Historia. Las leyes zaristas sobre la familia estaban enmarcadas por las necesidades de la Iglesia Ortodoxa y otras religiones cuando era necesario. Una comparación con las prescripciones contemporáneas wahabíes y de Arabia Saudí es instructiva:
"Las fábricas habían desaparecido hacía mucho tiempo, pero un bloque de apartamentos de tamaño medio para familias de clase obrera aún estaba en el lugar. Todas las cocinas tenían ventanas desde las que los parques de juego de los niños eran permanentemente visibles. Los muros de madera sobre ruedas variaban la disposición según las necesidades. No pude evitar comparar este Jerusalén, con sus espacios verdes, con la mayoría de los brutales bloques de viviendas de la Gran Bretaña de posguerra. La falta de imaginación en Gran Bretaña era impactante. Épocas y estilos".
La brutalidad patriarcal era forzada por la Iglesia con el mismo vigor. Las mujeres necesitaban el permiso de los hombres para prácticamente todo, incluido un pasaporte. La obediencia total era forzada y las mujeres no tenían derechos excepto con respecto a la propiedad. Las leyes sobre la familia de Europa occidental originarias del feudalismo propiamente dicho habían instituido la propiedad “conjunta”, lo que de forma efectiva significaba la propiedad y dominación masculinas. La Iglesia rusa permitía derechos de propiedad separados en tanto estuviesen concernidas las dotes, herencias, donaciones y tierras. Éste es el caso también en Arabia Saudí. A las mujeres se les deniegan derechos políticos e igualdad pero pueden tener propiedades; las mujeres de negocios funcionan perfectamente bien.
Unos meses después de Octubre de 1917, un decreto abolía todas las leyes zaristas sobre la familia y la criminalización de la sodomía. Las mujeres ya no eran legalmente inferiores, tenían iguales derechos que los hombres; el matrimonio religioso era nulo y solo los matrimonios civiles estaban reconocidos por la ley; el divorcio estaba garantizado cuando lo solicitase cualquiera de los dos, y no se consideraba necesario motivarlo. Así como la manutención: las mismas garantías para ambos miembros de la pareja. Las leyes de propiedad que se extendían siglos atrás fueron abolidas, terminando con los privilegios masculinos y suprimiendo el estigma de la ilegitimidad. A todos los hijos se les otorgaron iguales derechos, independientemente del matrimonio de sus padres. Esto constituyó una reestructuración radical de las leyes europeas, al desvincular las obligaciones familiares de los contratos o certificados matrimoniales. Interesadamente, las adopciones privadas fueron inhabilitadas sobre la base de que el nuevo Estado sería un mejor padre que las familias individuales. Dada la preponderancia del campesinado, se temía que facilitase el uso de trabajo infantil en el campo. Los educadores más utópicos argumentaron que abolir la adopción privada era un paso transicional hacia que el Estado se hiciese cargo del cuidado infantil para todos.
Los críticos del nuevo código denunciaron las medidas como una capitulación hacia las normas burguesas. Goijbarg escribió, “Nos gritan: ‘Registro del matrimonio, matrimonio formal, ¿qué clase de socialismo es éste?’” Y N. A. Roslavets, una delegada ucraniana al Comité Ejecutivo Central de los Soviets de 1918 donde fue discutido el nuevo código, estaba lívida ante el hecho de que el Estado tuviese algo que hacer sobre el matrimonio en sí. Era una decisión individual y debía ser dejada tal cual. Denunció el código como “una supervivencia burguesa”: “la interferencia del Estado en la cuestión del matrimonio, incluso en la forma de registro que el Código sugiere, es completamente incomprensible, no solo en un sistema socialista, sino en la transición”, y concluía irritadamente, “no puedo entender por qué este Código establece la monogamia obligatoria.” En respuesta, Goijbarg alegó que ella y otros debían entender que la principal razón para tener un código desacralizado era para proveer a la gente que desease registrar un matrimonio una alternativa a la Iglesia. Si el Estado no lo hacía, mucha gente, especialmente en el campo, tendría bodas eclesiásticas clandestinas. Ganó el argumento, pero tras un considerable debate.
Mientras tanto, en 1919, el Gobierno revolucionario lanzaba Zhenotdel (el Departamento para el Trabajo entre las Mujeres Obreras y Campesinas), cuyo propósito era la emancipación de las mujeres. Su dirección consistía en mujeres que habían estado activas en este campo durante los cruciales años prerrevolucionarios –Inessa Armand, Alexandra Kollontai, Sofía Smidovich, Konkordia Samoilovna y Klavdiya Nikolaeva– y entendían las necesidades especiales de las mujeres. Esta liberación de las mujeres no era un objetivo para la mayoría de las mujeres. Las socialdemócratas y tanto Vera Zasulich como Rosa Luxemburgo lo veían como una desviación en un momento en el que la humanidad en su conjunto afrontaba gigantescas tareas. Las mujeres del Zhenotdel no se veían a sí mismas como utópicas. Simplemente pensaba que la emancipación de las mujeres debía ser una de las tareas que afrontase la revolución. Ninguna de ellas pensaba que podría conseguirse rápidamente o incluso durante sus vidas, pero había que comenzar ahora o la cuestión simplemente se marchitaría en un segundo plano. Y era necesario tomar acciones inmediatas en relación a la transferencia de las tareas domésticas y el cuidado infantil a las instituciones estatales. Pero esto para ellas no significaban gigantescos falansterios, como imaginaron Fourier, Chernichevski o Bujarin. Las mujeres querían administraciones que en cada ciudad proveyeran instituciones locales, como guarderías, comedores y lavanderías gratuitas. Dirigiéndose a una conferencia de mujeres en septiembre de aquél año, Lenin argumentó que las reivindicaciones y el trabajo del Zhenotdel “no pueden mostrar ningún resultado rápido… y no producirán ningún efecto brillante”. Trotsky argumentaba lo mismo en algunos artículos periodísticos, citando muchos ejemplos de la vida de la clase obrera que sugerían que la precaución era necesario, aunque también defendiendo la idea de que la propaganda abstracta no era suficiente para transformar las relaciones de género. Debía haber algunas acciones, algunos experimentos para mostrar las ventajas a todas las interesadas.
En realidad fueron, por desgracia, los viejos bolcheviques (hombres y mujeres) los que resultaron ser los utópicos. La abolición de la propiedad privada no era suficiente. La victoria del conservadurismo en la Unión Soviética tras 1930 llevó a un “Termidor sexual” y a la reiteración de los “tradicionales” roles femeninos incluso sin cambiar las leyes, excepto para recriminalizar la homosexualidad en 1934. En contraste polar, las ideas eficazmente desarrolladas por el Zhenotdel fueron aplicadas tras el final de la guerra civil por los arquitectos que diseñaron los nuevos bloques de viviendas para obreros, como explicábamos arriba.
A nivel nacional, las miembros del Zhenotdel fueron extremadamente activas en asegurar que las mujeres no fueran pasadas por alto cuando eran elegidas para los comités militares revolucionarios, los aparatos locales del partido y los sindicatos y el departamento político del Ejército Rojo. De nuevo, la implicación de la mujer rusa en las guerras partisanas y en el terrorismo clandestino servía como ejemplo. Las mujeres campesinas de 1812 habían despachado habitualmente a los soldados franceses que quedaban cortados del Ejército de Napoleón usando guadañas u horcas, o simplemente quemándolos vivos.
Durante la guerra civil muchas mujeres sirvieron como comisarias políticas y enfermeras en los hospitales de campaña. La vida partisana era dura, pero a las mujeres les gustaba la igualdad de la que disfrutaban respecto a los hombres, una tradición que sería destacada una vez más durante la Segunda Guerra Mundial. Richard Stites describe cómo “las enfermeras capturadas eran habitualmente tratadas con especial brutalidad por los blancos. Cerca de Petrogrado en 1919, tres enfermeras fueron ahorcadas con vendas de su hospital de campaña con sus insignias del Komsomol [Juventudes Comunistas] atravesadas en sus lenguas.” Y miles de mujeres sirvieron en el Ejército Rojo y “lucharon en cada frente y con cualquier arma, sirviendo como tiradoras, comandantes de trenes blindados, artilleras”. También se hicieron espías. Lenin estaba extremadamente impresionado por los informes de Odessa y Bakú sobre como las más educadas mujeres del Ejército Rojo se habían enfrentado eficazmente a los soldados franceses y británicos que combatían junto a los blancos y habían argumentado en los propios idiomas de los soldados contra el intervencionismo extranjero. Ordenó la creación de una escuela especial de espionaje y desorganización. Esta fue situada en una gran casa de Moscú bajo el mando del legendario revolucionario georgiano Kamo, cuyas hazañas en la clandestinidad antizarista eran legión. Aquellos que pasaron a través de la escuela (muchos de los cuales fueron mujeres, incluida la talentosa Larissa Reisner) formaron el Primer Destacamento Partisano de Operaciones Especiales.
Fue en otros frentes emancipatorios en los que las feministas bolcheviques encontraron serias resistencias. Hubo grandes problemas cuando establecieron modestas sedes en el Cáucaso y Asia Central o, para esa materia, en Ucrania. Las mujeres locales estaban asustadas y tímidas. Los hombres amenazaron a las feministas con la violencia, incluso si a sus esposas se les enseñaba simplemente a leer en una de las “cabinas de lectura” del Zhenotdel.
Tras un viaje al Cáucaso en 1920, Clara Zetkin informó a la sede central del Zhenotdel lo que las mujeres le habían dicho tras semanas empleadas en convencerlas para hablar:
"Éramos esclavas silenciadas. Teníamos que escondernos en nuestras habitaciones y rebajarnos ante nuestros maridos, que eran nuestros amos.
Nuestros padres nos vendían a la edad de diez años, incluso más jóvenes. Nuestro marido nos pegaría con una vara y nos azotaría cuando le pareciese. Si quería congelarnos, nos congelábamos. A nuestras hijas, una alegría para nosotras y una ayuda en la casa, las vendía, justo como nosotras habíamos sido vendidas".
El trabajo hecho por las mujeres de segundo rango del Zhenotdel a lo largo del país indudablemente dio frutos. Estableció las bases para imponer un estricto sistema de igualdad de género en incluso las regiones más socialmente atrasadas de la joven Unión Soviética. Estas mujeres valientes y seguras de sí mismas se enfrentaron frontalmente a los hombres sin armas ni guardias. Tres cuadros del Zhenotdel fueron asesinadas “por bandidos”. En el corazón de una ciudad musulmana, mostraron una película que retrataba a una heroína musulmana que rechaza casarse con un viejo que la había comprado. En Bakú, las mujeres que acudían al club del Zhenotdel fueron atacadas por hombres con perros (no había mucha diferencia entre ambos) y desfiguraron sus rostros con agua hirviendo. Una mujer musulmana de veinte años, orgullosa de haberse liberado, fue a bañarse en bañador. Fue rebanada en trozos por su padre y sus hermanos porque había “insultado su dignidad”. Hubo 300 asesinatos similares (“delitos contrarrevolucionarios”, en tanto el Estado estaba afectado) a lo largo de tres meses solo en 1929. Pero a pesar del terror patriarcal, las mujeres ganaron al final. Cientos de musulmanas y otras mujeres de esas regiones comenzaron a trabajar siendo voluntarias como traductoras y oficinistas en las sedes del Zhenotdel. Y hay informes extremadamente conmovedores sobre cómo en cada Primero de Mayo y Día Internacional de la Mujer Trabajadora, miles de mujeres se despojarían voluntaria e insolentemente de sus velos. Tampoco miraron hacia atrás. La autoemancipación fue el modelo sugerido por el Zhenotdel, no una imposición estatal. Y sucedió.
Un buen número de dirigentes bolcheviques se habían opuesto al Zhenotdel. Rikov, fuertemente vinculado con los predominantemente masculinos sindicatos, exigió que el Zhenotdel fuese disuelto porque causaba división. Zinoviev se opuso incluso convocando el Congreso de Mujeres de 1919. Otros querían usarlo como forma de apartar a las bolcheviques y dejar el “auténtico” partido a los hombres, lo que fue el caso de todos modos. Elena Stasova, la secretaria del partido en Octubre de 1917, fue relevada de su puesto cuando la capital se trasladó a Moscú. Estaba enfadada (incluso aunque su sucesor, Jacob Sverdlov, era el organizador más capacitado disponible) y rechazó ser derivada al Zhenotdel, convirtiéndose en una de las secretarias políticas de la oficina de Lenin. El mismo Lenin defendió vigorosamente al Zhenotdel contra todas las formas de reduccionismo. En el que fue probablemente su última entrevista sobre el asunto (su interlocutora era Clara Zetkin), respondió irritadamente cuando ella le informó de que muchos “buenos camaradas” eran hostiles a cualquier noción de que el partido crease órganos especiales para el “trabajo sistemático entre las mujeres”. Argumentaban que todo el mundo necesitaba emanciparse, no solo las mujeres, y que Lenin se había rendido al oportunismo en esta cuestión. Zetkin escribió:
“Esto ni es nuevo ni sirve en modo alguno como prueba’, dijo Lenin. ‘No se deje usted desorientar. ¿Por qué en ninguna parte, ni siquiera en la Rusia soviética, militan en el partido tantas mujeres como hombres? ¿Por qué es el número de mujeres organizadas en los sindicatos tan pequeño? Los hechos nos obligan a reflexionar… Esto es por lo que es correcto que nosotros presentemos reivindicaciones favorables a las mujeres… Nuestras reivindicaciones son conclusiones prácticas que hemos extraído de las ardientes necesidades, la vergonzosa humillación de las mujeres en la sociedad burguesa, indefensas y sin derechos… Reconocemos estas necesidades y somos sensibles a la humillación de las mujeres, a los privilegios del hombre. Por lo que odiamos, sí, odiamos y aboliremos todo lo que tortura y oprime a la mujer trabajadora, ama de casa y campesina, a la esposa del pequeño comerciante, sí, y en muchos casos a las mujeres de las clases poseedoras”.
Notas
[1] Término peyorativo empleado para referirse a los judíos. [N. del T].