La pura y simple paz, necesidad mayor de Colombia [Edición 43, mayo-junio 2016]
Editorial La Bagatela, No. 43, mayo-junio de 2016
Al cabo de recientes noticias alarmantes y de decisiones oficiales erráticas, por fin el país fue enterado de una buena nueva. En efecto, el pasado 12 de mayo se anunció desde La Habana que gracias a lo último allí acordado por el Gobierno y las Farc, el camino para garantizar que el acuerdo final de paz no sea desconocido en el futuro, es incorporarlo transitoriamente a la Constitución colombiana, en calidad de un acuerdo especial previsto en el Derecho Internacional Humanitario, hasta su cabal cumplimiento.
En esa dirección, la administración Santos se comprometió a presentar, antes del 18 de mayo –como en efecto lo hizo–, en el trámite que adelanta actualmente en el Congreso el proyecto de Acto Legislativo para la paz, un procedimiento legislativo especial que eleve a la categoría de acuerdo especial el acuerdo final a que lleguen las partes en La Habana, de conformidad con el artículo 3 común a los Convenios de Ginebra de 1949 y para ser incorporado a dicha reforma de la Constitución como nuevo artículo constitucional transitorio. En este también se incluye que, en el marco constitucional del derecho a la paz, el gobierno procederá a presentar un proyecto de ley que apruebe el acuerdo final de paz como un acuerdo especial de Derecho Internacional Humanitario que así podrá entrar a formar parte del bloque de constitucionalidad y servir de referente para la implementación y desarrollo de los acuerdos de paz.
El presidente de la República también se comprometió a remitir al secretario general de Naciones Unidas una declaración que, con base en la resolución 2261 del Consejo de Seguridad del 25 de enero de 2016, genere un documento oficial de ese organismo que recepcione lo acordado y anexe el acuerdo final de paz a dicha Resolución. El control constitucional tanto para la aprobación de la ley aprobatoria del Acuerdo Especial, como para la implementación del acuerdo final mediante Leyes ordinarias o leyes estatutarias sería, en cada caso, único y automático. Asimismo, el gobierno retirará de la tramitación del Acto Legislativo en mención, la proposición aditiva “Jurisdicción Especial para la paz” y esta será reemplazada en el artículo transitorio por el acuerdo Gobierno-Farc de 15 de diciembre de 2015.
Y por último, el acuerdo final de paz sólo podrá entrar en vigencia luego de que los colombianos se hayan pronunciado sobre el mismo y lo hayan refrendado con su aprobación. Como explicó el mismo presidente Santos, “Los acuerdos tendrán que ser refrendados popularmente... para que entren en vigencia”1.
Luego de la firma del cese al fuego y de la correspondiente al acuerdo final, lo que se calcula para finales de junio –como ha estimado una conocida publicación–, vendrían dos meses, concluidos los cuales empezaría el desarme y para ese momento (agosto) estaría ya también aprobado el Acto Legislativo para la paz. Entonces, “en septiembre u octubre”2, se efectuaría el referendo previsto en el cual el pueblo colombiano tendría la última palabra, y tal vez Colombia podría traspasar el umbral de un nuevo período de su historia.
Como era de esperarse, las inmediatas y virulentas reacciones se manifestaron a granel. Lo cual no impidió que, a pesar de las modificaciones de última hora pretendidas por los conservadores, fuese aprobado en la Cámara en su séptimo debate, el proyecto del Acto Legislativo para la paz. Por su parte, el expresidente Álvaro Uribe Vélez, el más acérrimo de los opositores de la paz, concentró su ataque tildando el acuerdo de La Habana “de impunidad total”3 para las Farc, descartando olímpicamente la enseñanza universal de los acuerdos de paz consistente en que, si realmente se quiere encontrarle una salida negociada a un conflicto armado, con el objetivo superior de ahorrar sangre y padecimientos al conjunto de la población, resultan inevitables las concesiones de parte y parte en una muy importante proporción. Amén de las consabidas lisonjas, repletas de cizaña, dirigidas a las Fuerzas Armadas del Estado, Uribe Vélez arremetió contra los inminentes acuerdos de paz con otro de sus estribillos: que los guerrilleros podrían aceptar crímenes para no pagar sus condenas en prisión. Catalogó tal eventualidad como “la madre de nuevas violencias”4, en abierto desprecio a la necesidad de restablecer la verdad histórica para consolidar la paz.
En esta ocasión, la respuesta del presidente Santos a la última diatriba del adalid del Centro Democrático estuvo más a la altura de las circunstancias. “En mi gobierno nadie ha chuzado a la oposición, ni mucho menos a la Corte Suprema... nadie está preso por haber comprado la reelección”5, afirmó Santos, blandiendo notables acusaciones políticas que todo el país conoce. Y un formidable argumento de fondo contra Uribe, revelador de la dimensión adquirida por la lucha política en Colombia: “Y han acudido a todo tipo de ataques, inclusive llamando a la resistencia civil, esa misma que antes proponía Carlos Castaño.”6
La anterior renuencia del gobierno a llamar por su nombre a la mayor amenaza actual de Colombia: el recrudecimiento del paramilitarismo con causa política –dado el resquemor previsible en ciertos círculos castrenses y policiales–, queda así, si no superada por lo menos sí marcada con un buen comienzo de rectificación. Pareciera que, más allá de precisiones semánticas, empezara a atenderse el reclamo del país democrático a la administración Santos, relativo no sólo a alertar a la nación sobre el principal peligro de la hora que se cierne ante el Estado de derecho sino respecto del necesario despliegue de acciones de gobierno para conjurarlo.
Porque los peores sucesos recientes en el enrevesado cuadro de la situación colombiana, de signo antagónico al proceso de negociaciones de paz de La Habana, han sido, sin duda alguna, el paro armado del 31 de marzo y 1º de abril pasados y la marcha uribista del día siguiente. No solo por su sangriento saldo y la perturbación de la tranquilidad pública en ocho departamentos, amén de la sensación de desprotección e indolencia del Estado de muchas de las poblaciones intimidadas en los 36 municipios afectados, sino por el sombrío mensaje que arrojó sobre el país. A saber: que la trágica mezcla de política y armas se reafirmó de modo tan brutal como explícito en la combinación del paro violento con la marcha del uribismo, puesto que el primero llamó abiertamente al respaldo de la segunda, en tanto que Uribe ni condenó el paro ni rechazó el beligerante espaldarazo. Además: que quedó muy patente la determinación de tan oscura juntura de oponerse por todos los medios, políticos y armados, al buen suceso de las negociaciones de paz. Y que, como remate, revela que a sus artífices, lejos de preocuparles que la combinación de sus acciones y la identidad de sus propósitos haya quedado en evidencia de golpe y porrazo ante la opinión pública, más bien les satisface haber notificado a Colombia de su ánimo belicoso y resuelta oposición a la paz.
No hay que perder de vista que el expresidente Uribe planteó hace poco al gobierno “un acuerdo político y de Estado” con su facción política, antes de que se firmaran los acuerdos de paz con las Farc. Lo cual fue reforzado después con la seguidilla paro armado/marcha uribista, que configuraría un “argumento” en pro de su exigencia –muy en línea con la más clásica tradición de combinación de todas las formas de lucha por la extrema derecha colombiana–, de que no habrá paz sin el uribismo a bordo. Ante esto, conviene puntualizar que el fundamental objetivo de la paz, el de desterrar de la política el uso de las armas, amerita ciertamente acuerdos del Estado –en el momento y con el contenido adecuados– con aquellas causas políticas que cuentan con huestes ilegales de efectivos con fusiles, sean ultraderechistas o extremoizquierdistas. Pero no puede esto significar que a tales causas se les otorgue estatus de fuerza codirigente del Estado ni mucho menos que se les permita erigirse en árbitros de las negociaciones de paz, definiendo con quién se negocia y con quién no, en qué condiciones y sobre cuáles puntos. Y es lógico que el gobierno rechace cualquier entendimiento bajo la presión de paros armados o de la persistencia de la execrable práctica del secuestro.
La tarea principal de la democracia colombiana hoy reside en rodear y respaldar la culminación del proceso de paz y, enseguida, en movilizar el mayor número posible de colombianos en apoyo al plebiscito o a cualquier otro procedimiento refrendatorio que plasme el respaldo del pueblo. Urge, por tanto, que el gobierno concite a las fuerzas democráticas, incluida la izquierda y el movimiento obrero, a la “movilización contundente en favor de la paz”, anunciada por el presidente Santos en su alocución ante el Congreso Nacional Liberal, para elaborar y adelantar conjuntamente un plan de acción que contrarreste eficazmente la oposición de la extrema derecha.
Urge, circunscrita a los asuntos definidos por la agenda Gobierno-Farc, la pronta conclusión de las negociaciones de La Habana, lo más pronto que sea posible, con la firma de los acuerdos de paz. La pura y simple paz, sin añadiduras condicionantes que, aunque justas y necesarias en relación con la democracia y las reivindicaciones sociales, en la situación actual del balance de fuerzas hoy existente en Colombia, sólo propiciarían la dilación de las negociaciones y acaso la postergación indefinida de los acuerdos de paz. Por lo demás, en una muestra de positivo pragmatismo, las Farc se han abstenido hasta ahora de condicionar la firma de los acuerdos a la eventual convocatoria de una asamblea constituyente. Y aunque en la mesa de negociaciones de La Habana no se ha aprobado el plebiscito como procedimiento refrendatorio, las Farc han manifestado que “el acuerdo deberá ser sometido al voto popular”7.
Dado que las Farc han sido durante décadas la fuerza principal de las filas insurgentes en el país, la firma de los acuerdos de paz como fruto de las negociaciones de La Habana sería un enorme paso adelante hacia la consecución de una paz plena y permanente en Colombia. El valor o la gran trascendencia le viene a la paz, en primer lugar, del hecho de que con ella se superaría el mayor obstáculo de la democratización colombiana: la utilización de la violencia como un instrumento permanente de la lucha política para dirimir conflictos y asegurar el predominio territorial y social. Invaluable ventaja implicaría para las fuerzas democráticas y progresistas del país poder librar su lucha ya sin el enorme peso negativo de los efectos de la violencia política: el alto número de muertes, lesionados y víctimas del desplazamiento, la merma del PIB, la criminalización de la protesta social y la actividad sindical y política, la funesta identificación de las corrientes de izquierda, del marxismo y de la revolución por amplios sectores sociales con la violencia, los secuestros, el terrorismo y el narcotráfico, cuya regresiva consecuencia consistió en rezagar a Colombia de la saludable oleada de los Vientos del Sur, que generó gobiernos democráticos en varios países latinoamericanos.
En segundo término, el empleo de las herramientas de la democracia (derechos, libertades y garantías) en una Colombia en paz, así estas sean precarias o recortadas, como la lucha por su plena realización, permitiría elevar la lucha por las grandes transformaciones a un plano superior: más eficaz y rápida en cuanto a sus resultados y a sus tiempos.
Aunque se ha disipado ya el alboroto por el cambio de gabinete y la terna para el próximo Fiscal, debe decirse que los reemplazos que en principio podrían parecer lógicos, en aras de ampliar el respaldo al proceso de paz y de preparar las nuevas tareas de gobierno a que daría lugar su culminación, lamentablemente no cumplieron tales cometidos. No es de poca monta que el presidente haya resuelto incluir a Néstor Humberto Martínez en la terna para la designación del nuevo Fiscal General, dada su trayectoria y cercanía con el vicepresidente y habida cuenta del papel de semejante herramienta institucional, sobre todo con vistas al período que seguiría a la firma de los acuerdos de paz. Si se trataba de propiciar dichas rúbricas y de asegurar, acto seguido, el cumplimiento de los compromisos de la paz, tampoco aparece muy lógico el sesgo favorable a Vargas Lleras que finalmente tuvieron los relevos ministeriales. Porque el injustificable mutismo del vicepresidente y aspirante presidencial frente a las negociaciones de La Habana, como su acercamiento de hecho, de vieja data pero acentuado en las pasadas elecciones, a las posiciones del uribismo extremo no auguran muy buen suceso en cuanto a su respaldo al proceso de paz.
No obstante los vientos de reconciliación con la Casa de Nariño, la aguda contrariedad del liberalismo dista mucho de haberse apaciguado. Sobre todo porque la actividad de Vargas Lleras como aspirante a la presidencia continúa a plena vela, sin cortapisas (hasta en una reunión oficial del alcalde de Barranquilla, Char, hubo vivas al candidato). En vista de lo cual, el presidente del liberalismo, Horacio Serpa, reclama justamente que tal proselitismo por la presidencia de la República en el 2018 no se siga haciendo al amparo y con las prerrogativas de la investidura vicepresidencial ni con los recursos del Estado.
Y, por otro lado, ante la inclusión de Jorge Londoño en el gabinete de recambio, la mayoría de la Tendencia Progresista ha declarado que esta fuerza integrante de la Alianza Verde no se siente representada en esa designación debido a los fuertes reparos y contradicciones que mantiene con la política económica, social y ambiental de la administración Santos. El Polo, a su vez, insistió en que no lo representa la nueva ministra Clara López Obregón, hasta la víspera presidenta de esa colectividad, y que su participación en el gobierno de Juan Manuel Santos se efectúa a título personal. Es decir, que lo actuado por el gobierno en este episodio arroja un balance más bien lánguido y constituye, para los sectores democráticos, fuente de nuevas preocupaciones.
El respaldo de la clase obrera y del pueblo al proceso de paz puesto en marcha por el gobierno no implica en modo alguno pasividad o silencio frente a sus medidas antipopulares, antinacionales y contra el medio ambiente. El incumplimiento de los compromisos del presidente Santos con el movimiento sindical, el escamoteo del salario mínimo, el reciente decreto que otorga luz verde a la tercerización laboral, la venta de Isagén y otras privatizaciones anunciadas, el escándalo de Reficar, el regresivo proyecto de reforma tributaria, como la licencia inicialmente otorgada para la explotación minera en La Macarena, al igual que la ineficacia frente a la corrupción rampante en la alimentación escolar y ante las dramáticas consecuencias de la privatización de la salud, y otras medidas similares, de inconfundible cuño neoliberal, han ocasionado masivas protestas de las centrales obreras, de numerosas organizaciones sociales y fuerzas políticas contra la política del gobierno. Y continuarán ocasionándolas en cuanto persistan las medidas contra el pueblo.
Lo que la situación presente sí exige de los trabajadores y la democracia colombiana es negarse de plano a hacerle el juego a la oposición uribista de extrema derecha que intenta aprovechar y magnificar toda dificultad emergente en las negociaciones de paz, o las decisiones impopulares y los errores ciertos o inventados atribuidos al gobierno, para truncar o dilatar la firma de los acuerdos de paz por la vía de desacreditar la administración Santos. Tales intentos se intensificarán con la inminencia de la firma de los acuerdos. Por ello hay que fomentar el apoyo popular a un trámite legislativo expedito a los asuntos de la paz y la pronta adopción de medidas de gobierno que preparen las condiciones del cumplimiento de los acuerdos.
La complejidad del momento reside en que, aunque las acciones de los de abajo fluctúen, en aparente contrasentido, entre movilizaciones o expresiones de apoyo a las negociaciones para el cese de la violencia, y movilizaciones de inconformidad y de protesta, la clave o norte que puede guiar a buen puerto a la Colombia democrática, la orientación que puede preservarnos de yerros y extravíos en las vueltas y revueltas del camino, es el empeño por la consecución de la paz, de la pura y simple paz.
Bogotá, 24 de mayo de 2016
Notas
1 ‘El pueblo, el Congreso y la Corte son los que validarán los acuerdos’, http://www.eltiempo.com/Alocuciòn de Santos, eltiempo.com.htm, 16 de mayo 2016.
2 “Proceso de paz: en la recta final”, http://www.semana.com/nacion/articulo/tras-acuerdo-para-blindar-el-proc…, 14 de junio de 2016.
3 “Hay que resistir civilmente a inminente acuerdo Gobierno - Farc: Álvaro Uribe”, Caracol/Noticias, 9 mayo de 2016.
4 “Hay que resistir civilmente a inminente acuerdo Gobierno - Farc: Álvaro Uribe”, Caracol/Noticias, 9 mayo de 2016.
5 “Resistencia civil que proponen es la misma que proponía Carlos Castaño”: Santos, htpp://www.elespectador.com/noticias/política/, 13 mayo 2016.
6 “Resistencia civil que proponen es la misma que proponía Carlos Castaño”: Santos, htpp://www.elespectador.com/noticias/política/, 13 mayo 2016.
7 “Proceso de paz: en la recta final”, http://www.semana.com/nacion/articulo/tras-acuerdo-para-blindar-el-proc….