Defensa de las instituciones o defensa de los negocios
La élite que ha gobernado a Colombia desde hace 200 años creó una institucionalidad que le ha servido para garantizar sus negocios y la explotación de los trabajadores nacionales. Hoy cuando el gobierno del presidente Petro propone sus reformas se le acusa de querer acabar con la institucionalidad pero realmente lo que les preocupa es que acabe sus negocios o siquiera que intente ponerles límites.
Por Pascual Amézquita
Las altas tasas de interés decretadas por el Banco de la República y las escandalosas alzas en las tarifas de los servicios públicos, en especial las de la luz, tienen agobiados a los colombianos.
Cada vez que el presidente Petro pide rebajas en ambas facturas en defensa del grueso de la población, de inmediato salen en coro los grandes medios de difusión y casi todas las agremiaciones de empresarios del país a criticarlo ferozmente con el argumento de que está destruyendo la institucionalidad, sin parar mientes en que lo que se está destruyendo es la producción nacional. Otro tanto ocurre cuando el gobierno cuestiona el pésimo servicio de las EPS, los costos exorbitantes de los peajes, la desmadrada corrupción entre altos mandos del ejército y la policía. En estos casos al fantasma de que está acabando la institucionalidad le agregan la muletilla de que los cambios son necesarios: “Sí, pero no así”.
¿Qué es la institucionalidad?
Una aproximación sistemática desde la perspectiva de la economía al concepto de institucionalidad corrió por cuenta de Thorstein Veblen, en Estados Unidos, en el último tercio del siglo XX. En su delicioso y ácido libro “Teoría de la clase ociosa” hace una feroz crítica a los dueños del poder, quienes, según él, constituyen la clase ociosa que vive a costa de la clase productiva (empresarios). Un autor posterior, Douglas North, perfilaría algunas de esas tesis, no sin antes quitarle las aristas que llevaron a que Veblen fuera tachado de socialista.
La teoría de las clases de Veblen pasó a llamarse de manera más aséptica, menos materialista, teoría de las instituciones (institucionalismo) y, enfocando el punto que más interesa en el debate contra Petro, North indica que uno de los objetivos que debe cumplir el Estado es “maximizar las rentas monopolísticas del grupo o clase representado y servido por el gobernante” (North, 1984:40).
De manera que para los mismos teóricos de esa escuela, la institucionalidad no es otra cosa que las leyes, normas, incluso los “hábitos mentales” según Veblen, que permiten, garantizan y maximizan las ganancias.
La institucionalidad tiene sus guardianes, puestos en el Estado por las clases dueñas de las empresas. La evolución de la teoría llevó a identificarlos como los técnicos, la tecnocracia. Se supone que son personas que habitan en un mundo por encima del bien y del mal, sin intereses de clase, cuya única función es hacer que las instituciones marchen y se mantengan. En palabras de North, “El rationale subyacente fue la profunda y permanente creencia en la superioridad de los ingenieros como jugadores clave del proceso de planificación.”
Cuando se juntan las dos definiciones, la de instituciones y la de tecnócratas, se impone sin mucho esfuerzo la conclusión: el papel de los tecnócratas es garantizar las ganancias de quienes detentan el poder económico, puestos a su servicio en los engranajes claves del Estado.
De la mano de este argumento está la mentira usual de que el neoliberalismo no es una ideología sino la expresión de una ley muy natural de la economía, la de la oferta y la demanda que se autorregulan y equilibran. Así se va construyendo el silogismo para concluir que los tecnócratas apenas son los guardianes de una ley de la naturaleza, la de la oferta-demanda.
La institucionalidad colombiana
La Constitución de 1991 es la expresión concentrada de la institucionalidad colombiana y en cuanto a la armazón económica que tiene no hay duda de que es neoliberal hasta la médula. Para comprobarlo basta con echarle una ojeada al Título XII, Del régimen económico y de la hacienda pública.
Ya de por sí en este título hay una especie de cerco legal para garantizar que los postulados neoliberales sean los que predominen, por encima de otras corrientes del pensamiento capitalista como, por ejemplo, el keynesianismo.
Pero no contentos con esa alambrada, los constituyentes de 1991 se dieron mañanas de incluir otros cerrojos para que sus ideales neoliberales no pudieran ser controvertidos. Para ello se crearon una serie de organismos estatales autónomos e independientes, es decir, que no dependen del gobierno nacional, ni de los entes territoriales, y que tampoco caben en la clásica tridivisión del poder de Montesquieu. Su característica más antidemocrática es que son entidades cuyas autoridades no son elegidas sino nombradas a través de mecanismos que permiten que los escogidos no respondan ante nadie. Son los típicos tecnócratas.
En su primera versión la Constitución de Colombia estableció como organismos autónomos e independientes las universidades públicas de orden nacional (art. 69), la comisión de televisión (art. 77), la Corporación Autónoma Regional del Río Grande de la Magdalena (art. 331) y el Banco de la República (art. 371).
El “independiente” Banco de la República
El más esperpéntico organismo “autónomo e independiente” es el Banco de la República, que sacó del manejo del gobierno la política monetaria, cambiaria y crediticia, para ponerla en las manos de la Junta Directiva, la mayoría de cuyos miembros, desde 1991, supuestos tecnócratas, provienen del sector financiero. Los que salen por cumplimiento de período usualmente consiguen trabajo en el sector financiero. Si el agraciado hizo bien la tarea puede aspirar a un cargo en las entidades financieras planetarias como el Banco Mundial o el FMI.
Ese engranaje o puerta giratoria garantiza que la política de la Junta Directiva es la que les sirva a los dueños de los bancos y demás entidades del sector financiero. Esa es la institucionalidad que defienden, esos son los negocios que defienden. Por eso su recia oposición al llamado reciente de Petro y del ministro Bonilla, al que se sumaron tímidamente algunos gremios empresariales, para que el Banco de la República baje las tasas de interés.
En otras oportunidades en La Bagatela se han presentado artículos explicando la nuez del asunto: la pelea contra la inflación no es expresión del alma caritativa de la Junta Directiva del Banco de la República por la pérdida de poder adquisitivo de los salarios sino porque los grandes prestamistas, es decir los bancos, pierden cuando hay inflación.
Engendros posteriores
En el manejo macroeconómico del país el Estado tiene dos herramientas fundamentales, la monetaria y la fiscal. Queda anotado que con la Constitución del 91 al gobierno (es decir, al presidente de la república) le quitaron el manejo monetario para dárselo al Banco de la República.
El manejo de la herramienta fiscal está, en teoría, en manos del congreso de la república, como resultado de la lucha de la burguesía por controlar los impuestos y el gasto público desde hace casi mil años. En Colombia poco a poco esta función fue tomándosela el poder ejecutivo a través de la potestad que tiene para presentar el presupuesto general de la nación, y algunos otros como el presupuesto bianual de regalías y el plurianual del plan de desarrollo. La finalidad de este viraje fue evitar la dispersión del gasto, dejándole el congreso como función central la de aprobar o no nuevos impuestos.
Pero para la tecnocracia neoliberal el hecho de dejar en manos del presidente de la república un amplio margen de maniobra se fue convirtiendo en una amenaza contra el sacrosanto principio de dejar que el mercado funcione, de manera que se hizo necesario recortar el poder presidencial sobre el gasto público, apareciendo así la regla fiscal.
La regla fiscal es otro esperpento antidemocrático consistente en que el gasto público tiene un control previo, y es que no puede superar ciertos montos, que no son establecidos por el Congreso ni por el gobierno a través del ministerio de hacienda, sino por una nueva entidad, creada en 2011, el Comité de la Regla Fiscal. Esta propuesta hunde sus raíces en políticas impuestas por el FMI, por ejemplo en Brasil y Chile.
En Colombia el primer atisbo de regla fiscal fue el Fondo de Ahorro y Estabilidad Petrolero (FAEP), creado en 1995 para ahorrar cierta porción de los ingresos recibidos por la minibonanza petrolera de finales del siglo pasado. Los recursos ahorrados los malgastó Uribe durante 2007-2008, unos 2,5 billones de pesos. Esa suma representó el 2% del presupuesto del año 2008, tasado en 125 billones de pesos. Comparativamente es como si hoy el gobierno dispusiera de unos 10 billones de pesos más.
Seguramente viendo que ni siquiera sus congéneres aceptaban camisa de fuerza para manejar el gasto, Fedesarrollo y el Banco de la República propusieron y llevaron a su concreción la regla fiscal a través de la Ley 1473 de 2011.
Luego, en el año 2021 por medio de la ley 2155, introdujeron cambios en la ley 1473, particularmente en algunas definiciones técnicas sobre la medición de déficit fiscal, pero sobre todo que con la nueva ley el control del cumplimiento no estará a cargo del Comité de la Regla Fiscal sino del Comité Autónomo de la Regla Fiscal (CARF), definido como un “organismo de carácter técnico” (en ninguna parte se define qué significa eso), “permanente” e “independiente” (tampoco indica qué significa independiente). Reglamenta que el CARF estará compuesto por siete miembros “expertos”, cinco nombrados por el ministro de hacienda y dos congresistas.
La regla fiscal establece el tope de endeudamiento y déficit fiscal, hoy 71% del PIB en deuda, y 1,4% del PIB en el Balance primario neto estructural (concepto parecido al de déficit fiscal). Esos techos fueron sacados de la manga. Se demostró que un muy famoso estudio hecho por dos economistas estadounidenses, Reinhart y Rogoff tiene abultados errores matemáticos y aun así es la base de los límites impuestos a los países en sus gastos. Pero además, casi ninguna de las potencias respeta esos topes, siendo en general la deuda superior al cien por ciento del PIB (en Japón está por encima del 220%) y el déficit fiscal por encima del 5% del PIB.
El cumplimiento de la regla fiscal garantiza que el país tenga recursos para pagar su deuda así las necesidades básicas de la población queden en el aire, y además entre más se respeten los topes, mayor margen de negocios tienen los empresarios de la educación, de la salud, de las pensiones, de los peajes, etc., etc.
Valga de todas maneras reconocer que las indicaciones del CARF al gobierno no son de cumplimiento obligatorio, pero la presión de los medios de comunicación, de las agencias calificadoras, de los gremios económicos y de los opinadores “expertos” respaldando las “sugerencias” del CARF tornan asfixiante el ambiente para el gobierno nacional.
Para ver cómo ejerce su poder el CARF véanse las fuertes discusiones en estos días sobre el impacto financiero de las reformas a la salud y a las pensiones a las que el CARF y sus altoparlantes se oponen, a nombre de la institucionalidad, porque podría ocasionar graves daños macroeconómicos dentro de cincuenta años. Igual sombra de terror ciernen cuando el gobierno nacional anuncia crear subsidios o rebajas en las tarifas de los servicios. Eso sí se cuidan afirmando que podría ser, esguince literario que el grueso de la población no capta.
Hay otros campos de la vida económica cuyo control se le quitó al gobierno para dárselo a comités o comisiones autónomas, como es el caso de la Comisión de Regulación de Energía y Gas que ha impedido que el gobierno de Petro contenga la inclemente alza de la tarifa de energía y ha puesto todo tipo de obstáculos a la política de manejo del gas del gobierno. Sobre este tema volveremos en próxima entrega.