¿La hora del Estado Inversionista?
Los desajustes que el libre mercado y la retirada del Estado de las actividades relacionadas con el bienestar de la población para dejarlos como negocios del sector privado han llevado a crecientes niveles de pobreza, desigualdad y amenazan con hondos traumatismos sociales. Teóricos de diversas expresiones del capitalismo llaman a que se revalorice el papel del Estado.
Por Andrés Arellano Báez
Prólogo
Verbal, el personaje interpretado por el ahora detestado Kevin Spacey en The Usual Suspects, se muestra agónico frente al interrogatorio al que se ve asediado por parte del oficial de policía Dave Kujan, llevado éste del papel a la pantalla por Chazz Palminteri. En medio del extenso e intenso intercambio oral, proclama aquel una de las líneas de dialogo más queridas por los cinéfilos: “el truco más grande que el diablo realizó fue convencer al mundo de que no existía”.
La vida moderna y su sociedad actual es una a calificarse sin miedo a equivocarse como neoliberal. Y a pesar de que todas las áreas de desenvolvimiento personal, social, empresarial o cultural están definidas por ese ideario, es él uno ignorado por la mayoría de los ciudadanos. Un futbolista que desconozca la FIFA, un cineasta sin conocimiento sobre Hollywood, un banquero indocto sobre Wall Street, son comparaciones válidas para dar a entender el impresionante hecho de que casi todos los ciudadanos ignoren el neoliberalismo, siendo el sistema político, económico y filosófico que determina el destino del planeta.
He allí el gran poder de él emanando: su desconocimiento haciéndolo inmune a la crítica. También a las alabanzas, pero estas poco importan: su éxito tan descomunal hace innecesarios los halagos y su objetivo, proteger el capital (no su repartición), se ha logrado con creces. Gareth Stedman Jones, historiador, lo explicó con una sencillez iluminadora: «es difícil pensar en otra utopía que se haya realizado plenamente». Se entiende la importancia de su oscurantismo al generar un contexto: en Venezuela, cualquier mal acontecido al más irresponsable de sus ciudadanos, un fracaso empresarial, despido, falta de estudio, es consecuencia del “pésimo” sistema rigiendo; en un país donde el ideal libertario esté instaurado, el único culpable del fracaso es el mismo ciudadano o los anteriores gobiernos progresistas, por muy alejados que en el tiempo se encuentre su último período al poder. Al no haber un sistema dominante, no hay uno por culpar.
El neoliberalismo, entendido en su concepción más básica, es la transformación de todas las esferas de la vida en unas a ser regidas por relaciones de mercado. Su objetivo es finiquitar la intervención política, suprimir las necesidades del ser humano e implantar las requeridas para la multiplicación del capital. No hay recursos para la pobreza, pero rescatar bancos es una imperiosa obligación. Se apela a la libertad humana, pero se soterra al hombre y a la mujer a la dominancia del mercado laboral, exigiéndoles una obediencia incompatible con una vida libre. He ahí plasmado este sistema, tan crudo como efectivo, tan omnipresente como invisible.
Pero si esta es la era neoliberal, ¿qué clase de mundo ha dejado? Los resultados son desastrosos: crisis financieras recurrentes y extensas transformadas en recesiones económicas, desempleo masivo, deuda impagable, situación laboral precaria, ingresos paupérrimos para la gran mayoría de ciudadanos, bajísimo nivel de educación, estándares de salud preocupantes, suicidios a tasas alarmantes, daño ecológico irreversible y, para celebrar, una pequeñísima parte de la población poseedora de una riqueza descomunal. La sociedad neoliberal, para felicidad de sus promotores, es la más inequitativa posible, aunque no la primera con tan vergonzante característica. Además, es la que plantó al ser humano frente a la amenaza más peligrosa para su supervivencia, dotándola a su vez de la sociedad menos preparada para enfrentarla.
Karl Marx, “un verdadero hombre del Renacimiento”, avisó con sus centenarios escritos que las promesas hechas por los monetaristas (apologistas del neoliberalismo) no eran más que regalos del diablo. Su análisis económico del capitalismo libre anticipaba estos resultados con alucinante precisión. Según sus estudios, el sistema que inspiró el título de su libro insignia lleva inexorablemente al mundo que hoy padecemos. Es por eso qué, rememorando a Rosa Luxemburgo, su final no es el de la Historia sino uno apocalíptico, y, como tampoco es el socialismo, queda entonces una “barbarie”. Los paupérrimos índices sociales que indican las inmensas penurias con las que conviven la gran mayoría de la población actualmente, convierten a su sentencia en una profecía.
El pronóstico de Marx comenzaba con un cálculo. Para él, la presión entre los empresarios por acumular capital en condiciones de competencia y de decrecimiento de la tasa de rendimiento, los llevaría a buscar el aumento de la productividad y de una disminución del salario, por lo que la apropiación de la riqueza del trabajo crearía una creciente inequidad a favor de los poseedores del capital. Establecido un sueldo de miseria, los grandes patronos comenzarían un proceso de adquisición de otras empresas más pequeñas, haciendo sus operaciones más rentables y, por lo tanto, pudiendo presionar más los salarios a la baja. Hoy, la estrella mediática francesa de la economía, Thomas Piketty, presenta un descomunal estudio en el que demuestra que la tasa de retorno del capital es mucho mayor que la del trabajo. Ignacio Ramonet tenía una frase también clarificadora: hoy se hace dinero del dinero, no del trabajo. Si no naces en la opulencia, el destino será la miseria. Es el mundo neoliberal uno a la medida de los análisis económicos de Marx.
Gérard Noiriel, en su profuso Historia popular de Francia, ofrece un recuento histórico sustentador. En sus letras explica que La Guerra de los Cien Años fue un producto de “rivalidades entre familias reinantes”, sí, pero su trágico desenlace se origina mucho más por la “grave crisis económica que sacudió a Europa”. La recesión había “reducido los ingresos de los señores”, por lo que “reaccionaron aumentando la carga fiscal”, (¿austeridad, alguien?), lo que llevó a explosiones de violencia intimidantes, siendo el conflicto bélico “su expresión más visible”. Menciona él los 25 millones de muertos producto de la peste negra (¿Covid 19, tal vez?); pero en donde el recuento histórico halla compaginación perfecta con los postulados teóricos es en el hecho de que en esa época…
En lo que Marx parece haberse alejado de los resultados manifestados en la historia, fue en buscar mecanismos para revertir ese proceso de tanto daño e injusticia. La crisis de la sociedad sí llevó a la Revolución, y los resultados de ella no parecen tan alejados de lo por él añorado. Pero, fue en su corta visión de la función del Estado, su depreció por él, lo que más afectó la claridad de su pensamiento, influyéndolo a descartarlo como una posible herramienta de paliación de la crisis. Los hechos de la humanidad, en esa área, habría de contradecirlo sin consideración alguna.
Los años treinta del siglo anterior parecían haberle dado la razón al pensador de Tréveris. El mundo erigido se asemejaba peligrosamente al descrito en sus páginas. Pero fue así hasta que un economista inglés vio en el Estado la institución capaz de superar la grave coyuntura, separándose bastante de las ideas que promovieron la Revolución. La planificación estatal de la economía, postulado nacido de las ideas de Keynes e inspirado en el éxito económico “rojo” de aquellos años de enorme debacle (la organización económica de la Unión Soviética parecía hacerla inmune a los daños de la Gran Depresión), instauró un periodo de máximo esplendor durante la época posterior a la Segunda Guerra Mundial.
Pero de todo sueño se despierta y el desmoronamiento de esta idílica etapa se produjo en los años setenta, al nacer un fenómeno económico inédito en esos días, la estanflación, causando, en el mismo tiempo, una marcada subida de los precios y un elevado desempleo. La imposibilidad de superar la coyuntura, (¿tal vez consecuencia del shock petrolero de los setenta y no de un fallo de las ideas económicas vigentes?) contrajo un fuerte renacer de las premisas liberales, solo que en esa ocasión implantadas con un enfoque más agresivo y ambicioso. Sus promesas, por supuesto, no se materializaron sino por periodos de tiempo muy cortos. Siendo su ideal el impulsar la eficiencia “innata” del sector privado, las privatizaciones (expropiaciones hechas por corporaciones) estuvieron a la orden del día. Homero Cuevas, economista colombiano, explicaba lo obvio que es ver Estados boyantes cuando se venden sus hidroeléctricas, sus ferrocarriles, sus empresas de telecomunicaciones… Una vez se finiquitan los ingresos producidos por las ventas y se acaba lo que hay por ofrecer, llega la debacle. He ahí el porqué de nuestros días.
La crisis actual es una descomunal y no se vislumbra un horizonte hacía el cual direccionar a la sociedad. Hay, en la izquierda, un deseo por volver a lo que el demógrafo francés Jean Fourastié bautizó como “Los Treinta Gloriosos”. Mirar el pasado con nostalgia parece un error, porque como enseña el mismo maestro alemán, “con el capitalismo no hay vuelta atrás”. Está la izquierda obligada a presentar una alternativa al modelo neoliberal dominante y crear conceptos que inspiren la lucha contra un sistema económico, político y social que sólo puede ser definido como totalitario. Vivimos en la dictadura del capital y la deuda, nos regimos por sus códigos y luchamos por mantenerla, así sea esta opuesta a los propios intereses. El neoliberalismo es nuestra “Matriz”, y tal y como le explicó Morpheus a Neo…
En el contexto de crisis estructural y desesperante actual, en la que renace la mortífera estanflación, se propone la teoría del Estado Inversionista, una renovación de la funcionalidad de la institución pública como respuesta a la debacle social que asedia, no exclusivamente a nuestro mundo moderno, sino a las generaciones venideras. Es necesario, encontrar en nuestro tiempo, un nuevo papel al Estado para qué, como en épocas keynesianas, la fuerza de este saque a la sociedad del pantano en que se ha incrustrado.
Hay que construir un nuevo mundo, hacerlo emerger de las cenizas del actual, el que en muchos sentidos hay que derrumbar para instalar uno superior, y no hay mejor combinación, parece decirnos la historia, que la organización pública dominando a la potencia del mercado, dirigiendo su descomunal poder hacia un objetivo compartido.