La reforma electoral en México, una necesidad para la continuidad de la 4T.
Desde el siglo XIX México, al igual que muchos países latinoamericanos, ha arrastrado con la nefasta tradición del fraude electoral que, por ejemplo le garantizó al dictador Porfirio Díaz más de treinta años de gobierno. Con el fin de airear la política de su país y darle posibilidades de continuidad a las medidas que ha venido tomando, el presidente Andrés Manuel López Obrador está pugnando por un profunda reforma electoral en México.
Por Javier Sainz Paz
A más de cuatro años de gobierno de Andrés Manuel López Obrador (AMLO) los diversos actores políticos que confluyen en la Cuarta Transformación han aprendido muchas lecciones. Tal vez la más valiosa: salir del binarismo ideológico a partir del cual juzgamos la realidad, pues como planteó José Revueltas, retomando a Goethe, “gris es toda teoría, y verde el árbol de oro de la vida”.
Esta lección ha llevado a ir más allá de lo “deseable”, para construir peldaños que conduzcan a esas metas que se desea edificar. Y es que otra de las lecciones valiosas, y que en ocasiones han caído como un balde de agua fría, es que ganar las elecciones no basta para controlar al Estado, sus aparatos e instituciones, sino que para ello hay que librar una serie de batallas en ese laberinto, unas más grandes e importantes que otras, para lograr ese objetivo, pues en el boxeo a sombras que implica esta pelea, el enemigo no sólo no está manco, sino que tiene a su disposición diversas estrategias, recursos económicos, medios de comunicación, actores y sujetos que operan todo el tiempo para recuperar el control estatal y ponerlo al servicio del saqueo del país.
Una de esas peleas necesarias y urgentes que implican la continuidad del proyecto es la reforma electoral. Ya desde 1988 quedó instaurado un fantasma que hasta el día de hoy nos persigue: el fraude electoral y la compra de votos. Para poner remedio a esa situación, se creó en 1990 un órgano dotado de autonomía que funcionaría como un árbitro, el Instituto Federal Electoral (IFE) –hoy Instituto Nacional Electoral (INE). Sin embargo, llegó otra lección: la autonomía de las instituciones fue empleada para convertirlas en enclaves neoliberales para la reproducción de prácticas que mantenían a sus allegados en los puestos de dirección, para el control y uso discrecional de fideicomisos a partir de los cuales extraían dinero del erario y, sobre todo, bloquear cualquier intento de reforma que intentara romper el ciclo de reproducción de las dos anteriores.
Desde su creación, varias reformas secundarias del INE han tenido este propósito.[1] Sin embargo, la primera fractura a esta lógica –gracias a las muchas luchas que la izquierda mexicana desató en el siglo XX– se dio en 2018 con la victoria del movimiento obradorista que logró el voto de 30 millones de mexicanos, 56% del padrón electoral, a través del cual AMLO llegó a la presidencia. Ante esta victoria apabullante en las urnas no pudieron cometer el mismo fraude que avaló el INE en 2006, cuando Felipe Calderón se hizo de la presidencia “haiga sido como haiga sido” e impuso un narco estado, como incluso da cuenta el juicio en EUA del que fuera su secretario de Seguridad Pública, Genaro García Luna.
La victoria de masiva de 2018 garantizó que el propio INE y otros actores no pudieran recurrir al fraude electoral como antes, pero, dado que el obradorismo en su expresión electoral no siempre tendrá esa fuerza, tiene que trabajar en esos horizontes para garantizar la continuidad del proyecto. Ante esta preocupación se lanzó una propuesta de reforma electoral[2] en abril de 2022 que pretendía ampliar la representatividad y garantizar la pluralidad; insertar el principio de austeridad republicana en el sistema electoral; facilitar el ejercicio de los mecanismos de participación ciudadana; fortalecer los órganos administrativos y jurisdiccionales electorales; homologar los procesos electorales locales y el método de representación; eliminar el financiamiento público a los partidos políticos respecto de sus actividades ordinarias; disminuir los tiempos de radio y televisión a los que tienen acceso los partidos políticos y el INE; eliminar a los organismos administrativos y jurisdiccionales locales, y dejar solo un organismo nacional electoral y un órgano nacional jurisdiccional.[3] El origen de estas demandas se sitúa en una terrible verdad: el INE se comporta como un partido de oposición al actual gobierno, un supuesto “contrapeso” al “poder”, y sus consejeros en representantes de la voz de la minoría que perdió las elecciones en 2018.
Sin embargo, esta propuesta fue derrotada en la Cámara de Diputados producto de un boicot legislativo de la oposición, aunado al hecho de que en 2021 el partido Morena perdió la mayoría en el Congreso que había ganado antes. Ello condujo a otros escenarios: conciliar, tratar de realizar reformas no constitucionales, y apelar a la implementación de leyes secundarias para lograr objetivos tal vez no tan profundos, pero sí importantes.
Esta es una parte del contexto de lo que AMLO denominó como el “Plan B” de la reforma electoral y que ha sido aprobada el 2 de marzo de este año, no sin resistencia de la oposición. Dicha reforma aborda muchas de las aristas que la anterior propuesta contemplaba: va en contra de los excesos de sanciones que cometieron los tribunales electorales que emplearon para quitar candidatos del obradorismo y amordazar la comunicación social del movimiento; se especifican los delitos electorales y sus sanciones –como la compra de votos que fue uno de los factores que le dio el triunfo a Peña Nieto en la elección presidencial de 2012–;[4] se garantiza el derecho al voto para las personas residentes en el extranjero, las personas con discapacidad, y personas en prisión preventiva; se compacta la estructura burocrática que duplicaba funciones; se termina con los fideicomisos millonarios y se ajusta el salario de los consejeros y magistrados con la austeridad republicana, pues tenían sueldos superiores al del presidente, así como prestaciones millonarias.[5]
Ante esta victoria del movimiento, la oposición no se ha quedado callada. Ha comenzado a ensayar la movilización social y ha logrado marchas copiosas –sin lograr número semejantes a los que convoca el obradorismo– pero sin saber hacia dónde y para qué emplear esa fuerza. Sin embargo, sus armas más efectivas han sido el poder judicial, los representantes de la oposición –que mantiene con endebles alianzas– en las Cámaras, y los medios de comunicación. Esta triada mantiene un golpeteo constante para tratar de ganar posiciones a partir de algunas nociones como “la necesidad de contrapesos”, plantear que el INE y sus funcionarios –en especial sus consejeros– encarnan “la democracia”; etc. Sin embargo, estas dos consignas no logran llenar el imaginario de la oposición y de sus adeptos en la sociedad, pues el principal elemento que los une es una idea más básica y primitiva: el odio a AMLO.
La reforma implementada gracias al Plan B será puesta a prueba en las próximas elecciones que serán celebradas en 2023 en dos estados, Coahuila y Estado de México, en donde ya la oposición prepara su defensa a partir sus fieles siervos, como la actual presidenta de la Suprema Corte de Justicia –lo que evidencia el carácter urgente de proponer una reforma al poder judicial.
Mucho se ha avanzado pero cada paso requiere estar atentos, pues la construcción de un México con justicia social está en juego, y no sólo ello, sino el continuar siendo una pieza en la construcción de un bloque latinoamericano que ponga un alto al saqueo de la región a partir de la solidaridad de Nuestra América.