EE.UU.: catástrofe y racismo convertidos en portentosa movilización social

En una situación tan difícil, solo queda esperar que por efecto de la movilización y de sus propios disparates, este personaje nefasto para Estados Unidos y el mundo no pueda regresar a la Casa Blanca en enero.

Por Consuelo Ahumada Beltrán
Profesora Universidad Externado de Colombia. Miembro de la Academia Colombiana de Ciencias Económicas, ACCE. Integrante del Comité Ejecutivo del Partido de Trabajo de Colombia PTC - Alianza Verde.

En medio de la peor crisis sanitaria y económica global de los últimos tiempos, Estados Unidos vive uno de los momentos más difíciles de su historia. Confluyen una serie de factores de extrema gravedad. Es de lejos el país más afectado por la pandemia, con 1.800.000 personas contaminadas y más de 100.000 muertos y el manejo errático y criminal que le ha dado el gobierno. Primero negó la emergencia sanitaria y después se ha dedicado a culpar a China y a la OMS. El derrumbe de la economía ha dejado hasta ahora 40.7 millones desempleados, que corresponden al 14.7% de la población activa, la cifra más alta desde la Gran Depresión de hace casi un siglo.

Como si esto no fuera suficiente, desde hace una semana el país está siendo sacudido de extremo a extremo por una oleada de descontento y movilización social, antirracista y antifascista. Todo empezó el 25 de mayo, cuando en la ciudad de Minéapolis un policía blanco provocó la muerte por asfixia de George Floyd, un desempleado negro, que había sido detenido de manera arbitraria. “I can’t breathe” (no puedo respirar) fueron las últimas palabras que pronunció varias veces antes de morir, y se convirtieron en emblema del movimiento, no solo de la comunidad negra, hastiada del racismo, sino del grueso de la población golpeada y asfixiada por la exclusión económica y social, que este gobierno ha exacerbado.

Los crímenes cometidos contra hombres y mujeres de raza negra se repiten cada vez más y la mayor parte de ellos queda en la impunidad. Un estudio elaborado por el Centro para la Investigación en Política y Economía, publicado en febrero de 2019, muestra que entre 2012 y 2019 las agresiones de la policía fueron una de las principales causas de muerte de jóvenes negros, quienes aparecen siempre como “inherentemente sospechosos” [1].

Por ello, a pesar de las evidencias gráficas de la sevicia utilizada en el caso de Floyd la semana pasada, el policía fue acusado de asesinato en tercer grado y homicidio involuntario y sus otros tres colegas que participaron en el operativo no fueron siquiera detenidos. Aunque la amañada autopsia oficial atribuyó su muerte a patologías preexistentes e inmovilización, el informe independiente solicitado por la familia del muerto dijo de manera contundente que el deceso se produjo por asfixia.

Estos episodios de racismo extremo y brutalidad policial están arraigados en la historia del país y hacen parte del llamado racismo estructural, inherente a sus instituciones, proclamadas como modelo de democracia. Desde la creación del Ku Klux Klan a finales del siglo XIX, los supremacistas blancos, derrotados en la Guerra de Secesión, han tenido mucha incidencia. Con el paso del tiempo han incorporado elementos al coctel explosivo que promueven: segregación racial, xenofobia, anticomunismo, homofobia y machismo. A partir del 2008, la presencia y activismo de estos grupos, en contra de mujeres y hombres negros, latinos e inmigrantes, se intensificaron de manera notoria, como reacción a la llegada a la Casa Blanca de Barack Obama, primer presidente negro. De hecho, durante sus dos mandatos, él mismo fue objeto de todo tipo de burlas y desplantes por los medios de comunicación y “think-tanks” de la extrema derecha.

Sin duda, el triunfo electoral de Donald Trump colmó todas las expectativas de estos sectores. El discurso incendiario del presidente y su talante bélico, su irrespeto a las normas y convenios internacionales, su visión abierta de la política como negocio privado y personal, su irrespeto a las mujeres, han fortalecido a la extrema derecha fascista en Estados Unidos y en el mundo entero. En el país han sido múltiples los episodios en que ha incitado al odio y al asesinato de quienes no se identifican con el selecto grupo de los multibillonarios blancos excluyentes como él. Basta ver la proliferación de organizaciones y partidos en los más diversos países que lo respaldan y se sienten envalentonados con su discurso.

En Estados Unidos hay claras evidencias de dicho fortalecimiento. El informe anual presentado por la Liga Antidifamación (ADL por su sigla en inglés) corrobora que en 2019 se registró la mayor cantidad de producción y distribución de propaganda supremacista blanca, con mensajes disfrazados de patriotismo, nacionalismo y llamados a salvar al país. Señala también el informe que, si bien estos grupos surgieron en principio en contra de los negros, fueron ampliando su blanco de ataque y su rechazo a otros sectores, como los latinos. La masacre de El Paso, Texas, que dejó un saldo de 23 muertos en agosto pasado, es una expresión clara de esa tendencia.

Por ello, ante la generalización de los disturbios, la reacción del magnate convertido en presidente fue por completo predecible: llamó matones a los manifestantes e incitó a la violencia contra ellos. De hecho, hay indicios claros de la participación de estos sectores supremacistas en los disturbios y saqueos. Trump conminó a alcaldes y gobernadores a controlar las protestas, amenazando con el envío del Ejército. En una semana ha habido más de 4.000 arrestos, incluidos varios periodistas.

En medio de la intensificación y generalización de las protestas, que lo obligaron a refugiarse en un bunker en la Casa Blanca el domingo pasado, Trump anunció como un predicador evangélico que esa sería la noche de la MAGA, la sigla de su lema: “Making America Great Again” (volver a Estados Unidos grande de nuevo). Ha responsabilizado de la movilización al Movimiento Antifa, (antifascista), y anunció que lo acusará de terrorismo, lo que le permitirá encarcelar a sus seguidores por años.

Por último, debe tenerse en cuenta también que la población negra y latina, hombres y mujeres, ha sido especialmente golpeada por la pandemia. En un informe publicado a comienzos de marzo por The Washington Post [2]. El alcalde de Nueva York, Bill de Blasio, señaló que las cifras son el reflejo de las desigualdades económicas y del diferente acceso a la atención en salud. Asimismo, los despidos iniciales golpearon de manera más fuerte a esta población, en particular a las mujeres, que se mueven en el sector de servicios y realizan trabajos que los hacen más vulnerables a contraer el virus.

En una situación tan difícil, solo queda esperar que por efecto de la movilización y de sus propios disparates, este personaje nefasto para Estados Unidos y el mundo no pueda regresar a la Casa Blanca en enero.

Notas

[1] “Progressive Solutions to Reducing The Racial Wealth Gap” CEPR, February, 21, 2019.

[2] Abril 4, 2020 www.washingtonpost.com//nation2020/04/07//)

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